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Prodigalidad de lo inseguro / Daniel Freidemberg


Título original: "Prodigalidad de lo inseguro. Una glosa en 13 intentos de abordaje a Juan L. Ortiz en su poema 'Gualeguay'”


I – Tanto cuando alaba como cuando repudia o desdeña a Dios o a los dioses o se concibe como su emisario, en el énfasis del poeta romántico suele traslucirse el anhelo siempre imposible, siempre malogrado, a menudo furioso o desalentado, de poder él ser Dios. No tanto en el sentido huidobriano de articular pequeñas y concretas realidades autónomas, con estructura y consistencia propias, como en el de dominar imaginariamente el Universo, carecer de límites y limitaciones y hacer del mundo representado en el poema la imagen y semejanza, así sea en negativo, de la imagen que la subjetividad del poeta tiene de sí misma, en tanto espíritu deseoso. Si convenimos en llamar «yo» a ese personaje que cada uno va construyéndose para poder diferenciarse del caos y sentirse así a salvo de sus amenazas, la obra de aquellos románticos -o al menos los tramos de su obra que más inmediatamente permiten caracterizarlos como tales- representa uno de los modos en que la poesía trata de resolver la radical incompatibilidad entre un yo y todo lo que lo excede o se le escapa. Pero también existe la posibilidad de una poesía que con mucha cautela podría ser llamada «realista» -Francis Ponge es un ejemplo- en la que aquella incompatibilidad no se resuelve sino, por el contrario, al mantenerse gravitante, se hace campo de fuerzas, tácito relato de origen dentro de un operante mito de escritura capaz de decidir la emergencia de la palabra poética. Y es el yo entonces el que pasa a ser no mucho más que un ámbito de resonancias de lo que lo que él no es ni será, una conjetura siempre en construcción (y en cierto modo también en destrucción, en tanto no puede más que desmentirse, siempre provisoria) para dar testimonio de lo cambiante, inaferrable y tan íntimamente propio como inexorablemente ajeno: sin mucho temor a exagerar, puede decirse que “En el aura del sauce”, el virtual único libro que, a través de sus catorce libros, escribió Juan L. Ortiz, es el más complejo y fulgurante modo en que esa prodigiosa empresa pudo concretarse en la poesía argentina, quizá en la de toda la lengua castellana.



II – Si real es todo aquello que pone a cada hombre o mujer ante la evidencia de que no es Dios, Juan L. Ortiz, con su radical veneración religadora hacia lo existente, hacia lo que cumple el milagro de existir sin intervención de la voluntad del sujeto, es, visto en esa perspectiva, uno de los mayores poetas realistas de la lengua. Y, si bien el poema «Gualeguay» no es la más acabada manifestación de su realismo (habría más bien que buscarla en la arborescente o rizomática proliferación de balbuceos que es cada poema de sus últimos libros, o, por el contrario, en los casi estupefactos y levísimos brochazos breves con que irrumpen la materia y el tiempo en los dos primeros) sí es, o así puede ser visto, el moroso relato de la historia de la conformación de ese realismo peculiar, no como progresión sino como suma, complejización y adensamiento. Es, sí, ya se sabe, el homenaje a una ciudad de la provincia de Entre Ríos, pero no tiene por qué dejar de serlo para también cumplirse como luminosa crónica fragmentada -como es luminoso y fragmentado el reflejo del amanecer en la incesante aguamansa de la orilla («la orilla que se abisma», diría Ortiz)- de la iniciación de un espíritu en esa actitud, si se quiere mística y radicalmente enfrentada a la vocación romántica que domina en este siglo la poesía argentina, que es la religiosidad realista de Ortiz.



III – «Religiosidad realista» vale aquí apenas como precaria fórmula para dar cuenta de una atención-o, mejor, de un modo de escritura y de vida basado en esa atención- a lo que Ortiz llama, en «Gualeguay», en su verso número 187, «el canto íntimo del mundo, la melodía de la unidad, de la esencia…». Y los puntos suspensivos, tan inconfundiblemente orticianos, son aquí más ineludibles que nunca, como para frenar y relativizar lo aseverativo, inmutable y raigal de la palabra «esencia» y diluirlo y, en ese acto, hacer que, como el envión de la ola movida por el remo, la abstracción y lo absoluto vayan deshaciéndose en suavidades casi imperceptibles al llegar al lector hasta remitir a otro de los sentidos de «esencia», el de perfume, el que cabe sin sobresaltos ni rechinamientos en «evanescencia» y tiende a rimar con «cadencia», a la manera de los más sutiles versos de Rubén Darío. No sólo en el pensamiento y las ideas implícitos o explícitos, sino también en el estilo, difícilmente haya poesía más carente de taxatividad o autoritarismo que la de Ortiz, con sus «me parece», sus comillas y diminutivos, sus signos de interrogación, sus «más bien», sus maneras de presentar múltiples alternativas. Y no sólo como pensamiento y estilo ha desaparecido el gesto de autoridad sino también como propuesta de lectura, concreción de un modelo de relación entre el texto y el lector. «Ninguna obra más alejada que esta de ser el producto de una voz fuerte que genera una lectura identificatoria», decía al respecto Tamara Kamenszain, para hacer notar que la fortaleza de Ortiz «consiste más bien en un encuentro con la debilidad» y que al fin y al cabo En el aura del sauce puede verse como el resultado de «años de trabajo paciente para despojar a la poesía de sus corazas e instalarla en ese lugar desolado (‘a la intemperie sin fin’) donde habita lo que no tiene más objeto que el de sus propias carencias».



IV – Puede suponerse que las «corazas» que Ortiz vivió quitando a la poesía son, ante todo, las de las retóricas autorizadoras y demás operaciones de sujeción de la producción textual a un gusto o a cualquier otra supuesta demanda de un supuesto público, no importa cuáles sean sus características, o de alguna institución, incluida probablemente la de la literatura misma. De ahí la dificultad para leer poemas como «Gualeguay»: difícilmente, y contrariando sus propias aspiraciones explícitas, Ortiz vaya a ser alguna vez un poeta popular, al menos si eso implica masividad y si ésta tiene que ver con lo fácilmente consumible, dada la «inconsumibilidad» de una poética que no sólo inventa su propio lector, con sus propias necesidades y expectativas, sino le pide que se reinvente permanentemente, le reclama implicarse con todas sus facultades, a menos que elija quedar afuera dela lectura. Hecha de meandros, de alusiones vagas, de derivas y desvanecimientos, de opacidades y de enigma, de juego y digresión, una escritura que elige exhibirse como vacilación y proceso no puede ser sino altamente insatisfactoria para un lector que no acepte exponerse en la lectura casi tanto como el poeta al escribir. Ese es su desafío y también su don, su premio, porque no demasiado frecuentemente alguien que lee puede encontrarse ante una tan productiva ocasión de ejercer esas capacidades y descubrir tan plenamente sus posibilidades de ejercerlas.



V – Pero no sólo se trata de no dar todo servido, de no concebir al lector como un recipiente a llenar, una ingenua disponibilidad para el disfrute que espera que un ser superior -el poeta- lo transporte o lo sacuda. El desacorazamiento de la escritura, en su caso, es además inescindible de un despojamiento de lo que toda coraza implica como mutilación y aprisionamiento para aquel a quien ella resguarda de riesgos o intemperies. Ortiz permite ser visto, de un extremo a otro de su producción -y también, seguramente, de su vida, pero no es eso lo que cuenta en este caso- como un gran gesto de impugnación al mito de la razón instrumental del que hablan Adorno y Horkheimer en Dialéctica del iluminismo, al hombre entendido como «amo de la naturaleza desencantada», afianzado en su voluntad de desoír el llamado de lo ambiguo que subyace en la experiencia, el hombre seguro, unívoco y reducidor de todo lo que toca, dueño absoluto de su conciencia y de su deseo, que proclama como ideal el marqués de Sade en La filosofía del tocador. Desde el punto de vista que instaura Ortiz, dominar y triunfar implica autolimitarse, implica una concepción del sujeto que para moverse a sus anchas en el mundo le exige revestirse de un grueso holograma de actitudes y formas -aunque también puede verse como algo interno, una suerte de esqueleto sin el cual el sujeto se derrumbaría-, pero Ortiz nunca habla de él: lo que hace es desafiar y socavar esa concepción al establecer una actitud hacia el mundo basada en la inseguridad, en una infinita apertura. La de alguien que sabe que nada tiene que decir a nadie, sino dejar a las cosas ser en el despliegue de sus infinitas posibilidades, y ser con ellas y compartir con otros hombres la celebración de ese ser conjunto, como un modo de prolongar lo que las cosas ofrecen, como respondiendo a su más hondo requerimiento, para lograr el milagro de vibrar al unísono y restañar así sea un poco, así sea provisoriamente, la herida trágica que el lenguaje instaura en la condición humana al instaurar la condición humana misma. No contra ella ni contra el lenguaje sino para espesar sus dimensiones, extremar sus campos de acción. Fue Borges el que, en un célebre prólogo, advirtió que sólo haciendo excelente literatura es posible decir que «el resto es literatura».



VI – Todo poema de Ortiz es, puede decirse, un arte poética, un manifiesto estético y la exposición de un sistema del mundo, pero ninguno lo es tan manifiesta y exhaustivamente como «Gualeguay». A lo largo de más de seiscientos versos, por lo general muy largos, «Gualeguay» va desplegando, como quien expone un proceso, distintas alternativas de esa actitud que quizá, tomando un término de Peter Handke, pueda llamarse «desyoización» (se trata, dice Handke en La tarde de un escritor, de la experiencia de «haberse librado del nombre» y sentirse «como aquel legendario pintor chino que desaparecía en el cuadro«): el contacto con la eternidad que Borges busca sin lograrlo en los crepúsculos arrabaleros de sus primeros libros de poemas o que en «El sur» añora cuando llama a un gato «mágico animal» porque no vive en el tiempo sino «en la actualidad, en la eternidad del instante», o bien lo sueña como muerte aniquilación en la acción, también en «El sur» o en «Poema conjetural». Lo que en Borges es aspiración, en Baudelaire motivo de desdén y en Rimbaud tragedia, en Ortiz es concreción, hallazgo, materia del poema, como en los poemas chinos y japoneses que a menudo tomó como modelo. Forma parte del carácter paradojal que suele caracterizar a la mayoría de los grandes textos literarios el hecho de que justamente esa reducción a lo ínfimo del yo se realice en una autobiografía. Y no es menos literariamente y productivamente paradojal que la principal arte poética de Ortiz sea a su vez una autobiografía (la de sus años en Gualeguay, desde la infancia hasta que en 1942, al jubilarse, se traslada a Paraná), y que ésta -probablemente uno de las muy raras veces en que el género autobiográfico pudo tan bien converger con la forma del poema- aparezca presentada no como autobiografía sino como un homenaje a la ciudad al cumplirse 170 años de su fundación. Incluido en La brisa profunda, un libro aparecido en 1954, «Gualeguay» pertenece a la serie de los que Sergio Delgado llama, dentro de la obra de Ortiz, los «poemas-libros que se desarrollan en el espacio y en el tiempo», al igual, por ejemplo, que «Las colinas» (en El alma y las colinas) o el muy posterior y aun más extenso «El Gualeguay», aparecido en 1971. Ciertamente, en el poema está la ciudad con sus campos, sus plazas y baldíos, sus barrios, arrabales y campos linderos, el río y las islas, pero presentados a lo largo de una «búsqueda del tiempo perdido», una tácita historia que hilvana la infancia, la escuela, los años de estada e iniciación literaria en Buenos Aires, los amigos, las lecturas, la militancia política, el amor, y finalmente la despedida del paraje amado. No exactamente como temas, sino en sus irrupciones concretas. «Este pobre ramillete de momentos»: así define Ortiz su ofrenda a la ciudad, y de eso se trata, si por «pobres» se entiende humildes, carentes de cualquier riqueza que no sea su propia consistencia, su irremplazable razón de ser en el tiempo y en el mundo.



VII – ¿Cómo serían esos momentos? Véase por ejemplo, la escena que culminará en el ya citado verso187. Se trata del minucioso recuerdo de un paseo con amigos en canoa entre las islas, no se dice de qué río pero que seguramente es el mismo que años después será cantado en «El Gualeguay». Y en el conjunto de la obra el artículo será decisivo para distinguir el río de la ciudad a la que da nombre, así como para distinguir el poema dedicado a la historia y a la obra humana del que canta a la naturaleza de Entre Ríos. La historia del río, que ya es casi visión pura del mundo, termina siendo el producto de la historia anterior, la de la ciudad íntima, o de una relación con la ciudad, que es a su vez la historia de una poética y de la configuración de esa visión que se desplegará con mayor pureza casi al final de la larga carrera poética del autor. Es -se dice al principio del tramo- un domingo de primavera, compartido con Raúl, el «Negro Víctor», Manuel y Juan, inmersos todos en una atmósfera de reflejos, escalofríos, «sentimientos ya fugitivos» y «un silencio de flores que la ‘pala’ se esforzaba delicadamente por no herir», para luego dar paso a las apariciones «humildes» de la araña sobre una enorme hoja flotante, de la culebra parecida a una ramita, del gallito de agua, los teros, las gallinetas y las campanillas lilas. Y entonces, ahí, Ortiz lo dice, dice todo lo que tiene que decir: «Oh, cuando nos hundimos, los ojos cerrados, hasta los tejidos más secretos / del ‘silencio’ y sentíamos tras de los bisbiseos, tras las quejas y suspiros / e ilusiones y muertes de un cristal que estaba en todo igual que un alma, / tras los roces y soplos de no sabíamos qué dios desconocido / al canto íntimo del mundo, la melodía de la unidad, de la esencia…» Su arte poética, su visión del mundo, en un tramo cualquiera, elegido al azar, de un poema larguísimo. Nada extraordinario, en apariencia, un paseo en canoa tomando mate, pero cualquier ocasión puede ser lugar de epifanía, para eso que Juan José Saer llama «deslumbramiento ante la proliferación enigmática de materia que llamamos mundo».



VIII – Un fragmento cualquiera y ahí está todo. En muy pocos casos como en el de Ortiz la poesía simula tan bien ese tipo de texturas naturales conocidas como «auto-similares» a las que tienden a reproducir las matemáticas de fractales: a mayor o menor escala, la textura es la misma, el patrón o forma del fenómeno se repite a sí mismo a escala microscópica o a escala macroscópica: la piedra simula la montaña. La frase del poema representa el verso, el verso al fragmento, el fragmento al poema, el poema a la obra entera, la obra a la visión del mundo. Todo Ortiz es un hundirse hasta los tejidos más secretos del silencio, un sentir bisbiseo, una semejanza entre el cristal y el alma, un canto tras los roces y soplos de un dios desconocido. «Deslumbramiento ante la proliferación enigmática de materia que llamamos mundo», decía Saer, confeso y orgulloso discípulo de Ortiz, en el prólogo a una antología de Ortiz, como si estuviera describiendo el mecanismo que él mismo expandió y exploró en novelas como El limonero real, Nadie nada nunca o, sugestivamente, Glosa, pero además poniendo en deliberada evidencia lo que su obra narrativa tiene de directa continuidad con la del poeta (y no sólo en ese aspecto: habría que ver también hasta dónde entroncan en Ortiz la plasticidad, la complejidad y la extrema fluidez -la fluencia habría que decir- que caracterizan al modo deconstruir oraciones propio de Saer), al que luego llama «materialista» para ahí mismo postular que no hay contradicción entre materialismo y religiosidad: «Esa concepción es de índole materialista, no en el sentido de una noción que se opone al espiritualismo (…), sino de un deslumbramiento (..). Parala poesía de Juan el paisaje es enigma y belleza, pretexto para preguntas y no para exclamaciones, fragmento del cosmos por el que la palabra avanza sutil y delicada, adivinando en cada rastro o vestigio, aun en los más diminutos, la gracia misteriosa de la materia».



IX – «Gracia misteriosa», sí. Arturo Carrera presenta a la poesía de Ortiz como ejemplo supremo de una poesía «del misterio» que él diferencia de una poesía «del secreto» cuyo más cabal representante sería Góngora. «El misterio, protegiéndonos -explica Carrera-, nos une de manera inmediata a lo cotidiano, a lo ‘real’. Pero el secreto nos aísla, nos corta de la serie de las leves maravillas y de los acontecimientos llamados espontáneos. Es misterioso lo que no podemos explicar ni decodificar porque es simplemente ‘posible’. Es secreto lo que podemos apartar y ‘revelar’.» Misterio no como lo que puede responder determinadas preguntas sino como, al decir de Saer, «pretexto para preguntas», siempre que por «pretexto» no se entienda, como lo anuncia el diccionario, «motivo o causa simulada que se alega para hacer una cosa o para excusarse de no haberla ejecutado». No es el paisaje en Ortiz un pretexto como la patria lo es, por ejemplo, en la «Oda a los ganados y las mieses» de Lugones. Loes, sí, en el sentido de algo anterior al texto que está presente en él, pero transmutado en textualidad, como razón íntima del texto. El propio Ortiz, en un reportaje, afirma que apenas ha logrado «dar algún esbozo de forma a mis reacciones frente al mundo, frente a las cosas, frente al paisaje con todos los elementos que lo constituyen, ambicionando para la poesía la mayor flexibilidad de movimientos y la mayor amplitud de sentidos, sin desmedro, claro está, del necesario ritmo y la necesaria ligereza. Pienso que apenas si somos agentes de una voluntad de expresión y de ritmo que está en la vida».



X – «Quería decirle -apunta Ortiz en otra entrevista- que las cosas están allí silenciosas y uno va hacia ellas también silenciosamente». Y la misma idea aparece dentro de «Gualeguay», al proponer «un silencio cortés, extremadamente cortés, ante las cosas y los seres». El silencio que deje entrar, que proteja, que abrigue. Como si todo lo existente, de tan maravilloso, pudiera en cualquier momento diluirse. Ese silencio entendido no como ausencia de palabras sino como disponibilidad de las cosas y como atención del hombre hacia las cosas, que es a la vez una de las preocupaciones centrales de Ortiz y uno de los rasgos distintivos de su poesía, está estrechamente ligado a la idea de misterio. «Pues lo real es muro, y es preciso / callar para que el muro grite», anunciaba Guillermo Boido en uno de sus Poemas para escribir en un muro, pero al igual que Ortiz lo decía en un poema, por lo que su propuesta de callar no puede entenderse sino como renuncia a cualquier palabra que cubra, disfrace o vele el grito ínsito del muro y como puesta en acto de una palabra que valga como la inconmensurabilidad del silencio, que es la misma que bulle en el muro de lo real. Cómo introducir entonces en las palabras ese silencio, porque la poesía está condenada a ser escrita en las inevitablemente ruidosas palabras: la de Ortiz es la empresa de respuesta a ese interrogante, y tanto es así que «Gualeguay» empieza precisamente con un silencio. Es, se diría, un poema arrancado a la ausencia de palabras.



XI – De hecho, «Gualeguay» da al lector toda la impresión de haber empezado antes de empezar. Empieza como si no fuera un comienzo, como si se tratara de una continuación, como si el lector hubiera llegado al poema cuando éste abandono un discurrir no escrito para emerger a la superficie de la página, como emerge un río subterráneo de las napas profundas de la tierra: «Pues los primeros tres años fueron de Puerto Ruiz… / En lo profundo del terror infantil / la pitada del vapor hacia Baradero para la gracia del agua cristiana…», y así, de seguido, una serie de imágenes deshiladas, sin una referencia muy concreta. Prodigiosamente, el comienzo es el efecto de falta de comienzo, porque nada empieza ni termina para Ortiz. Tampoco hay explicación acerca de qué está hablando, no dice que Puerto Ruiz es su rincón natal dejado a los tres años ni explica de qué se trata ese vapor a Baradero o si al hablar de «agua cristiana» se refiere a su propio bautismo. No cree necesitar explicar, como pocas líneas después hablará de Enedina como si no fuera la primera vez que la nombrara. Es que lo que importa no es saber quién es sino su aparición en el poema, al igual que las de los decenas de nombres de personas queridas que aparecerán en los versos siguientes y se sucederán como indescifrables cuentas de un rosario entrañable, No importa quiénes son sino el modo amoroso en que vienen, la condición epifánica del nombrar y la constitución toda del poema como una infinita sucesión de epifanías que a su vez contienen epifanías aun más pequeñas, a veces minúsculas, incluso de una sola palabra, y no porque valgan como verdad sino como motivo de ternura o leve conmoción, como el temblor de la superficie del agua en el charco cuando cae una hoja. Y el poema todo es una suerte de sueño o de película ultrasensible que registra esos movimientos. Importa el roce de los minúsculos oleajes de la memoria con la conciencia que entonces vibra deliciosamente, y en medio de todo eso imágenes-revelaciones a veces expresionistas («y el corcel de los años era ciego») o cercanas al haiku: «La lluvia con sus flores estalladas».



XII – Saer también ha señalado otra característica de «Gualeguay»: la suya es «una forma poco utilizada en la poesía argentina, que podríamos definir como una lírica narrativa», y en ese sentido, tanto este como «Las colinas» son textos que «se inscriben con naturalidad en la tradición más fecunda de nuestra literatura, la que desde 1845, con la aparición de Facundo, ha hecho de la evolución de los géneros o de su transgresión liberadora, su aporte más original a la literatura de nuestro idioma». Y más adelante, pasando a la problemática del poema, advierte en todo Ortiz «el tratamiento de un tema mayor, del que toda la obra es una serie de variaciones: el dolor, histórico o metafísico, que perturba la contemplación y el goce de la belleza que para la poesía de Juan es la condición primera del mundo».



XIII – Ese es el otro gran tema de Ortiz, el dolor de la escisión y está insolublemente ligado a lo político porque tiene que ver con su búsqueda religiosa de una comunión con el cosmos. «Por fin la comunión iba a ser real», escribe en «Gualeguay» al rememorar el anuncio de la Revolución Rusa. Y también en «Gualeguay» avanzan lacerantes los momentos en que el poeta se siente aislado no del mundo sino de los hombres que, por las urgencias y los pavores a los que los somete su condición social, no están en condiciones de mantener como él un diálogo de intensidades con lo existente. Militante comunista, Ortiz nunca fue sin embargo un real poeta político, salvo que sea radicalmente redefinida esa expresión, «poeta político». En todo caso, sí, lo político, la revolución social como promesa de comunión emerge como esperanza a lo largo de «Gualeguay» y se despliega al final, acaso como una aceptación de imperativos de la época. Pero tampoco se trata estrictamente de una revolución a ubicarse en la historia, sino más bien de una suerte de transhistoricidad, de un mito presente que alumbra tanto el principio como el fin de los tiempos. El paraíso está aquí, parece decir hablando de Gualeguay: el paraíso es este y se trata de redimirlo, y redimirlo es ante todo redimirnos cada uno de nosotros para ser capaces de vivir en él tal como es. Es el único momento en que Ortiz se permite transmitir algo parecido a un mensaje, a una enseñanza. No es, de todos modos, lo más importante que deja, sino la experiencia de leer, trabajosa, que requiere de sucesivos intentos y de contabilizar como parte de la lectura las incontables veces en que la atención se apartará del poema, porque en un texto de este tipo eso es inevitable. Pero quien se esfuerce e ingrese, quien acepte la propuesta, habrá de entrar, si lo logra, en una suerte de encantamiento del que, al retornar, lo hará con la inteligencia y la sensibilidad erizadas al extremo. Lo que a diario considera su realidad se habrá vuelto de pronto, mucho más significativa, inconcebiblemente sorprendente y delicada. Leer el poema habrá sido entonces una disciplina de la paz y la atención capaz de renovar los ojos y, como toda experiencia vivida con todas las facultades espirituales, definitoria e imborrable.




Fuente: Publicado originalmente en Juan L. Ortiz. Seis ensayos sobre el poema Gualeguay (AA.VV).El Arca Ediciones, Bs. As., 1997.



Amy Sillman - "XL44" - 2020 - Acrílico y tinta sobre papel

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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