Dos precauciones.
La primera:
Se proponen dieciocho saberes para tiempos venideros.
Dieciocho puntadas sin hilo.
Puntadas sin hilo no cosen telas entre sí: sólo dejan marcas pasajeras.
Se trata de pensar sin caer en lugares comunes que nos protejan.
Sin abrazarse a un habla cadavérica de siglas y etiquetas.
Sin apelar a automatismos, frases hechas, repetición de fórmulas.
Pensar supone, entre otras cosas, interrogar amorosamente nuestra relación con la lengua.
Pensar para llegar a hablar una lengua clínica que nos guste.
Las palabras saber y sabor tienen la misma raíz latina, Y, sin embargo, qué desabridos los términos técnicos traducidos sin alma. Qué rancias y gastadas las repeticiones en las aulas. Cuántos vocablos gustosos y sabrosos en nuestras conversaciones sin que se les preste atención.
La segunda:
No resulta sencillo dar con imágenes para pensar clínicas que hacemos.
Se necesitan pensar soplos, suspiros, respiraciones.
No se pretende una poética clínica. Sucede que no hay otra manera de decir las cosas que nos pasan cuando pensamos desasidos de los lugares canonizados: se sienten ternuras de aire, brisas de fuego, desgarraduras de agua.
No se trata de hablar una lengua no conceptual o poco académica, sino de reponer la vida en lo conceptual y en lo académico.
***
1. Sabernos en peligro. 2. Saber las provisiones. 3. Saber las reservas.4. Saber que hay algo que no nos podrán quitar. 5. Saber la afectación. 6. Saber las habituaciones. 7. Saber el sentido común. 8. Saber los paralelos. 9. Saber la demora. 10. Saber lo inaudible. 11. Saber la terquedad. 12. Saber la caída. 13. Saber que los sostenes pueden fallar. 14.Saber lo recayente. 15. Saber dónde caer. 16. Saber lo inconcluso. 17. Saber la merma. 18. Saber el desquite.
***
1.
Sabernos en peligro.
Sabernos en peligro (si no inmoviliza) impulsa a buscar con quiénes pensar.
Pensar supone sabernos en peligro de no saber pensar.
La clínica que hacemos consiste en aprender ese no saber.
Después de escuchar un sufrimiento, una desesperación, un desánimo, la clínica comienza diciendo: “No sé cómo pensar lo que le está pasando”.
Reaccionar, adherir, rechazar, no equivalen a pensar.
Pensar quiere decir abismarse a un silencio en el que las cosas, de pronto, vuelvan a carecer de nombres.
2.
Saber las provisiones.
Hay una palabra en mapuzungun (Rokiñ) que nombra los alimentos que te preparan quienes te quieren cuando te vas de viaje.
Con ese cuidado tenemos que llevarnos provisiones para los tiempos venideros.
Necesitamos abastecernos con pensamientos, ideas, palabras, que ofrezcan acogida a lo que nos pasa, que nos arropen en momentos de miedo y confusión, que nos sostengan para no caer o nos den una mano para levantarnos.
3.
Saber las reservas.
De cada cinco plantas en el mundo, dos se encuentran en peligro de extinción.
Ya se crearon más de mil bancos de semillas.
El más grande, que comienza a funcionar en 2008, está en una isla noruega al norte del Círculo Polar Ártico. Esta fortaleza subterránea, en medio del hielo, se conoce con el nombre de bóveda del fin del mundo.
Contiene más de un millón de simientes vegetales conservadas en condiciones de humedad estable, baja temperatura, oscuridad o poca luz constante.
Del mismo modo necesitamos saber que contamos con una reserva de afectos y acciones en peligro de extinción. Una reserva de palabras todavía sin germinar.
Nuestra reserva emocional está en las pasiones que se transmiten en las aulas y en las lecturas que estremecen y suspiran.
Nuestra reserva está en las artes que ofrecen un camino de retorno a la vida.
Nuestra reserva está en el gusto por la conversación.
Nuestra reserva está en las soledades que saben acompañar un dolor sin necesidad de decir nada.
4.
Saber que hay algo que no nos podrán quitar.
En el libro La Patagonia trágica de José María Borrero (1928) se cuenta la historia de los once selk'nam que son secuestrados en Tierra del Fuego, llevados a París y exhibidos en una jaula en la Exposición Universal de 1889.
Esas vidas pertenecientes a una comunidad de cazadores y recolectores que no habían tenido contacto con la civilización blanca del capitalismo, de golpe, se encuentran en una ciudad esplendorosa, al pie de la Torre Eiffel, construcción que representa la cumbre del progreso europeo.
Escribe Carlos Gamerro (2021) en su novela La jaula de los onas, a propósito de una de esas vidas secuestradas para la exhibición: “Se agarraba a esos harapos malolientes como si fueran su tesoro más preciado. Pero lo eran, lo eran: eran todo lo que le quedaba. Cuando se los sacamos le arrancamos el alma, y sólo le dejamos ese cuerpo desnudo, y limpio, y peinado; ni siquiera la tierra que llenaba sus arrugas le habíamos dejado. Hacía bien en chillar, y pelear, y morder la india vieja. Hay momentos en que uno se agarra a lo que sea, a su locura, a su vicio, a su mugre, como si fueran las propias entrañas; no porque sea valioso, no porque sea útil, sino apenas porque tiene que haber algo que no puedan sacarte”.
Necesitamos saber las agarraderas de la vida. Saber que algunas existencias que no tienen de qué asirse, se aferran a lo que sea, aun a lo que les hace daño.
5.
Saber la afectación.
Corremos el riesgo de que se consolide una comunidad de sensibilidades blindadas. Sensibilidades que se amurallan para protegerse de cosas que duelen y no se entienden.
Corremos el riesgo de vivir en un mundo sin afectación.
El porvenir de las sensibilidades oscila entre una común afectación y una comunidad de indolencias. Entre la vida en común como inmersión emocional y una comunidad de reacciones estandarizadas.
Psicofármacos, alcoholes y otras sustancias legales e ilegales, funcionan como administradores emocionales.
La educación sentimental del presente aplana afectividades.
Traza un arco de gradación de intensidades: pone de un lado vidas planas y esterilizadas y, del otro, vidas desbordadas y exaltadas.
Cada tanto crea islotes de afectividades sobreexcitadas y enardecidas confinadas en estadios, fiestas electrónicas, recitales.
6.
Saber las habituaciones.
Al margen de las defensas inconscientes, se podrían considerar habituaciones que nos protegen de los dolores de la vida en común.
Mencionemos cinco que, por momentos, se superponen: indolencias, indiferencias, anestesias, impasibilidades, poses empáticas.
Indolencias practican una distancia razonada. Declaran: “No me importa”. “Pago mis impuestos”. “No me incumbe”. “Hago mi trabajo”.
Indiferencias se justifican como distracciones. Dicen: “No me di cuenta”. “No presté atención”. “No vi… no escuché nada”. “Tengo demasiados problemas para, encima, ocuparme de lo que le pasa a los demás”.
Anestesias solicitan adormecimientos. Anhelan la supresión o el bloqueo de lo que duele. Dicen: “Solo pido no sentir nada”. “Quiero dormir y despertarme cuando todo haya pasado”.
Impasibilidades cancelan lo que siente, deciden no hablar de lo que duele para no dolerse. Dicen: “Siempre fue así”. “No se puede hacer nada”. “Finjamos demencia”.
Poses empáticas practican gestos sentimentales pasajeros. Dicen: “Qué barbaridad”. “Pobre gente”. “Tendrían que hacer algo”.
Sin embargo, sensibilidades habituadas están en riesgo aunque no lo sepan. La impermeabilidad no las deja a salvo del dolor. No hay inmunidad ante el dolor. Dolores se filtran como el agua en los techos.
Quizás la opción resida en una común afectación o deshabituación que permita sentir y conversar sobre lo que nos está pasando.
Una común demora que posibilite absorber demasías que una sola vida no puede.
7.
Saber el sentido común.
Nadie está a salvo de caer en el sentido común. El sentido común da pertenencia. Promueve la adhesión a un habla protectora. Ampara creando la ilusión de coincidir con el sentimiento de una supuesta mayoría.
Realidades editadas (no hay otras) no se componen como mentiras ni falsedades, sino como enunciados que verifican visiones instaladas en el sentido común.
Fuera del sentido común se está en la intemperie: la vida se vive como pasmo, como suspenso frío.
Sin el adhesivo emocional de las supuestas mayorías sentimos el sobresalto de no saber qué pensar.
El sentido común funciona como biblia del yo. Como oráculo. Como dictamen divino.
El sentido común detiene hemorragias con sus torniquetes.
La ilusión de pensar como toda la gente rescata sensibilidades apabulladas en un continuo naufragio.
Actuamos libretos del sentido común, a veces, tan sinceramente que vivimos esas convicciones impostadas como sentimientos íntimos, profundos, frutos de experiencias personales.
Sin el auxilio del sentido común sensibilidades se romperían excedidas.
8.
Saber los paralelos.
Transitamos entre mundos paralelos.
Sensibilidades que habitan un mundo casi no se tocan con sensibilidades que habitan en los otros.
Circulamos en ciudades repletas de muros invisibles y fronteras incorpóreas.
Cada tanto se abren portales de paso de un mundo a otro. Entonces, irrumpe un bulto que respira cubierto por una manta en la calle, o una mano que pide. O nos invade una guerra, o una matanza, o la pesadilla de un territorio narco, o una sequía, o un incendio, o una peste, o infinidad de muertes que migran.
Imaginemos: si se presentaran todas las devastaciones en un mismo instante, sin la protección de las habituaciones, no lo soportaríamos. Nuestras vidas normalizadas estallarían.
La súbita visión de un cuerpo tirado en la calle (dormido, desmayado, muerto) suele resolverse no viendo o llamando a una ambulancia o a un patrullero.
Entre quienes están caídos y quienes transitan no hay vínculos, sino líneas paralelas.
Habitamos ciudades con mundos que, por momentos, se huelen o se oyen en azarosos y extraños infinitos.
A veces, hediondeces y gemidos se escabullen pasando desde un lado a otro.
Olfato y oído componen sentidos menos adiestrados para la separación.
Pero, si no hay vínculo, lazo, relación, contacto, ¿qué hay? Hay sensibilidades habituadas a no sentir o sentir blindadas. Hay miradas momentáneas y efímeras. Hay constataciones posicionales sin nombres ni historias. Hay leyendas barriales. Hay miedos, rechazos, odios difusos. Hay inclinaciones curiosas sin cercanías. Hay distancias prevenidas. Hay afectividad simulada o solidaridad gesticulada.
En pocas ocasiones hay hospitalidad, muchas veces hostilidad, casi siempre impasibilidad.
Pero lo que interesa en estos paralelos no reside en que no se tocan, sino en que ambas líneas se mantienen vigilantes una de la otra.
Normalidades necesitan mundos paralelos para no rozar ni tropezar con afectaciones que las desestabilizan.
Las clínicas que hacemos cruzan las líneas.
9.
Saber la demora.
En la demora reside una condición de la afectación.
Demora quiere decir suspensión del vértigo de los días, insinuación del silencio, inesperada calma de lo vivo.
Demora acontece como suspiro. Como movimiento inmóvil. Como burbuja en el aire. Como espuma que tiembla.
Tres imágenes de demora: la lentitud de un beso; el momento de acompañar, sin prisa, a una criatura pequeña hasta el momento en que pueda entrar en el sueño; el tiempo imprevisible de un duelo.
Demoras apagan relojes, apagan celulares, apagan el después.
Demoras detienen apuros.
Demoras descansan huidas.
La no demora en el amor vacía al amor del amor.
La no demora en la amistad vacía a la amistad de la amistad.
La no demora en la conversación vacía a la conversación de la conversación.
La no demora en la clínica vacía a la clínica de la clínica.
La no demora en la transmisión de un saber vacía a las aulas de deseo.
La no demora en el dormir vacía a la noche de los sueños.
Pero hay demoras difíciles, demoras que hacen daño.
Demoras que duelen, que asedian como pesadillas, que aturden, que recriminan.
A esas demoras que anclan el alma en un infierno no las llamamos demoras sino vidas estacadas a un sufrimiento.
Demoras no se confunden con duraciones supliciadas.
Demoras suponen una alegría y una confianza: la alegría o gratitud del solo estar; la confianza que da un intervalo sin hostilidad.
10.
Saber lo inaudible.
Saber escuchar sin interrumpir ni anticipar ni concluir.
El secreto de la clínica que hacemos consiste en escuchar haciendo escuchar lo escuchado.
Sin olvidar las tantas sorderas.
Escuchar intentando traducir lo dicho a una lengua recién nacida en la conversación. Una lengua balbuceante que nombra lo vivido como si lo hiciera por primera vez.
Sin olvidar lo intraducible.
Escuchar incluso lo inaudible, lo insospechado, lo que nunca consigue decirse.
Sin olvidar las privaciones auditivas de una época.
11.
Saber la terquedad.
Terquedad no quiere decir lo mismo que insistencia o perseverancia.
En la Introducción a la Crítica de la razón pura (1781), Kant emplea una figura para objetar filosofías que creen que eliminando la distorsión de los sentidos alcanzarían purezas de la razón.
Supone una paloma que imagina que volaría mucho mejor suprimiendo la resistencia del aire en un espacio vacío. Explica Kant que la paloma no se da cuenta que sin la resistencia del aire no avanzaría: carecería de puntos de apoyo, de sostén, de impulso.
La escritora uruguaya Circe Maia recrea la ocurrencia del pensador de la Ilustración en un texto que titula Terca paloma:
“-El aire me pesa...
(La paloma se cansa luchando contra el viento)
-Sácame el peso
quítame el aire
líbrame el ala
El aire te sostiene
ave estúpida, calla
(Pero sueña el vacío
la paloma kantiana)”.
Se trata de saber que lo que resiste, impulsa; que lo que detiene, posibilita; que lo que obstaculiza, sostiene.
Se trata de saber que no hay vuelo posible sin un común. Aunque también sepamos que lo común sostiene tanto como impide y malogra.
Pero, sobre todo, importa saber la terquedad: la ruina del orgullo, la desgracia de la vanidad.
Cuánta vida se pierde por la estupidez de querer tener razón.
Cuánta vida se pierde por lo que no se puede, por lo que no se tiene, por lo que nos hicieron, por lo que no nos dieron, por lo que no nos reconocieron.
Cuánta vida se pierde por la soberbia asentada en una soledad.
La paloma kantiana, al final, aprende que no conviene volar en el vacío ni salir en medio de un temporal.
12.
Saber la caída.
Infancias juegan a no caer o a caer sin hacerse daño.
Uno de los juegos de las niñeces en las ciudades consiste en caminar haciendo equilibrio en la angostura de un cordón sin tocar la calle ni la vereda. Para evitar trastabillar se puede hacer contrapeso con los brazos extendidos a los costados, casi aleteando. Se evita la inofensiva caída como si se tratara de un precipicio definitivo.
El juego no sólo consiste en mantenerse sin pisar la calle ni la vereda, sino también en andar en el límite. Habitar la estrechez entre dos territorios establecidos. Optar por la excepción de la frontera.
Otro juego de equilibrio consiste en viajar en subte, tren o colectivo de pie sin sujetarse del pasamanos. Tratar de sostenerse sin aferrarse ni afirmarse en nada. Aunque manteniendo el reflejo listo para asirse a algo cuando se está a punto de caer.
Otra circunstancia preciosa consiste en aprender a andar en bicicleta sin las rueditas a los costados que se añaden para las vidas pequeñas. El momento de transición en que alguien va detrás sosteniendo el asiento para que no nos caigamos mientras pedaleamos ladeándonos hacia un lado y otro. Hasta que sin darnos cuenta despegamos del apoyo y nos alejamos de esa mano que equilibraba.
Se trata saber la caída como juego, como desafío de andar en las fronteras, como oportunidad de agarre, como el gusto por las solturas. Saber la gravitación de los cuerpos. Saber las dichas y desdichas de los sostenes. Saber la atracción o vértigo de estar cayendo.
13.
Saber que los sostenes pueden fallar.
Conocemos el desafío, el peligro, la fascinación que ejerce la escena de equilibrio a gran altura.
Recordemos El circo, la última película que hizo Chaplin (1928) para el cine mudo. La escena del equilibrista necesitó más de setecientas tomas hasta quedar lograda. Vemos a Charlot caminado a mucha altura sobre la cuerda floja. Hace piruetas ante la indiferencia del público que advierte que está sostenido por un arnés asegurado a una soga que, con un sistema de poleas, un auxiliar maniobra desde abajo. Charlot disfruta haciendo pruebas inverosímiles. Baila y hace la vertical apoyando la barra sobre la cuerda sin temor a caer. Pero, de pronto, se desprende el armazón que llevaba atada al cuerpo. Charlot, sin darse cuenta, sigue con su número. El público reacciona con excitación y miedo cada vez que trastabilla o está a punto de caer. Tras muchas vicisitudes, Charlot llega hasta el otro extremo sudando.
Cuando caminamos sobre una cuerda floja a mucha altura los sostenes pueden fallar.
Desde abajo muchas miradas asisten al espectáculo, a veces, como si desearan un traspié, la inevitable caída, la muerte.
Una red o un entramado en común pueden suavizar el impacto.
El problema no consiste en perder el equilibrio, en sufrir un momento de vértigo o mareo, la cuestión reside en tener o no un común que nos sostenga cuando otros apoyos no están.
Jacobo Fijman (1926) supo dar la imagen de un momento sin sostenes, sin apoyos, sin soportes. Escribió: “el suelo se ha caído de mis manos”.
Tal vez no se trata de que nos sostengan, sino de que nos ayuden a sostener el suelo sobre el que nos apoyamos. Sostener lo que sostiene cuando dos manos solas no alcanzan.
14.
Saber lo recayente.
Sabemos que las recaídas resultan inevitables, pero no sabemos qué redes se necesitan para caer sin lastimarse.
Qué redes que soporten pesadumbres de una época grávida.
Qué redes que no atrapen ni inmovilicen.
Qué redes que posibiliten rebotes amables.
Qué superficies acolchadas que amortigüen golpes.
Julio Cortázar (1967) en Me caigo y me levanto propone pensar lo recayente como una condición del vivir. Piensa que toda recaída es “una vuelta al barro de la culpa”. A una densa mezcla que empeora, cada vez, con la concurrencia de pensamientos enlodantes.
Ante impulsiones, abstinencias, desesperaciones, la experiencia puede poco o nada para evitar una recaída, escribe Cortázar que en esas ocasiones se recae “como si nunca antes”.
La paradoja de la experiencia reside en que aun habiendo caído muchas veces, siempre se vive cada caída por primera vez.
Si las recaídas suceden (y sabemos que suceden), tal vez no se trata sólo de saber lo recayente, sino, también, de saber lo levantante.
El día en el que lo levantante se vuelva tan inevitable o más que lo recayente, tal vez ese día podamos, como al final del cuento, ir a tomar un helado con un bizcochito.
15.
Saber dónde caer.
Tras las elecciones primarias, llega a la reunión de equipo en el hospital, diciendo: “Qué bueno saber que existe un lugar a donde caer con los corazones rotos”.
¿Cómo crear lugares a dónde caer con los corazones rotos?
En la reunión de equipo en un hospital, en un aula, en un club, en una fiesta, en una conversación, en un paseo en silencio, ¿cómo crear algo así?
En esta pregunta reside el sentido de las clínicas que hacemos.
16.
Saber lo inconcluso.
Medio siglo antes que el Quijote de Cervantes, Ariosto escribe Orlando furioso. Un poema épico en el que relata un amor imprudente. En medio de las guerras entre moros y cristianos, Orlando se enamora de una hermosa mujer musulmana. Entonces, dios castiga a Orlando quitándole el juicio por tres meses. Cumplida la pena, Astolfo tiene la misión de ir con su caballo alado a recuperar la razón de Orlando. Se lee: “En el universo jamás se pierde nada. Las cosas que se pierden en la Tierra, ¿dónde van a parar? A la Luna. En sus blancos valles se encuentran la fama que no resiste al tiempo, las plegarias de mala fe, las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo perdido por los jugadores, las fragancias de las noches. Y allí, en unas ampollas selladas, se conserva el juicio de quienes lo han perdido, del todo o en parte”.
En la vida no se pierde nada.
Lo vivido no queda consumado ni lo no vivido malogrado.
Tanto lo vivido como lo no vivido quedan disponibles en memorias intangibles.
Así esperan las palabras pronunciadas y las nunca dichas, los abrazos estrechados y los nunca dados, las decisiones tomadas y las nunca decididas, los viajes realizados y los nunca iniciados, los libros leídos y los no leídos, los amores gozados y los jamás realizados, las proezas conseguidas y las aplazadas.
Lo vivido y lo no vivido quedan, como oportunidades vacantes, en pequeñas ampollas que llevan etiquetas que dicen: “Todas las vidas están inconclusas”.
Las clínicas que hacemos tratan con esa inconclusión.
A algunas conversaciones les crecen alas.
Cuando se vive, cuando se está en lo que se está viviendo, no hay un ya vivido y un sin vivir. Sólo cuenta lo que ocurre, ahora, en lo que se está viviendo.
Entonces, las conversaciones agitan las alas libando el momento.
17.
Saber la merma.
La escritora María Moreno, directora del Museo de la lengua, sufre un infarto cerebral en julio de 2021 que le provoca una parálisis en el lado derecho de su cuerpo, incluida la mano de escribir. Se las arregla como puede con el índice de la izquierda y el dedo pulgar. También queda con una dificultad para articular y recordar palabras. Y, sin embargo, escribe así con la lengua “rota e infartada”.
En una entrevista de febrero de 2023, le preguntan: “¿Qué estás escribiendo ahora?”. María responde: “Estoy buscando el tono para escribir algo sobre mi ACV pero reduciendo al mínimo la anécdota porque eso lo convertiría en un mero testimonio o lo que es peor, en un libro de anti-autoayuda. ¿De qué manera contar cómo se vive en un cuerpo físico, en el dolor y lo escatológico, cómo se van armando las defensas desde la merma? Creo que lo llamaría justamente ‘La merma’”.
En estos días publica un libro en que reúne ensayos con el título “Pero aun así”.
Tal vez se trata de aprender a vivir y pensar desde la merma.
Desde la pequeñez, desde la disminución, desde la debilidad, desde la fragilidad.
Desde el desamparo y desde la vulnerabilidad.
Desde las dulzuras y suavidades indóciles.
Desde el límite que expande y no limita.
Desde la inesperada inmensidad de lo mínimo.
Las clínicas que hacemos saben las existencias mermadas.
Las vidas amenazadas, reducidas, minimizadas, menoscabadas.
Las clínicas que hacemos saben la merma no como falta, sino como mínima presencia que impulsa.
La merma no como queja o lamento que dice ¡Ay no puedo!
La merma como soberanía del impoder que puede aun no pudiendo.
Sólo la historia de una existencia mermada, la de Higui de Jesús acusada de homicidio simple por defenderse de una violación grupal en 2016.
Dice Higui en el juicio: “¿Puedo hablar, señor? Yo no quería que esto terminara así. Yo no quería más violencia que la que ya tengo encima. Esto lo voy a llevar hasta el fin de mis días”.
Violencias rompen vidas, las despojan, las reducen hasta arrasarlas. Y, aun así, desde la merma, las últimas voces dicen: ¡Basta! No queremos más violencias que las que ya tenemos encima.
18.
Saber el desquite.
Las clínicas que hacemos acompañan desquites.
Muchas veces desquites se confunden con venganzas.
Saber el desquite supone apostar a una nueva partida.
Desquites no cargan desdichas de las derrotas, de las tristezas, de las caídas.
Desquites ilusionan volver a acontecer lo acontecido, desean desperderse de lo perdido, paladean otros comienzos.
Desquites no se regodean con lo perdido, prefieren promesas de lo naciente.
Desquites, a diferencia de las revanchas, nacen del solo vivir, no del resentimiento.
Dice un refrán sobre la perseverancia que quiere seguir jugando: “Perdí y volví a jugar, con ansia de desquitar”.
Libertad Demitrópulus -que testimonia historias de azúcar y muerte en la vida en los ingenios, que denuncia abusos y acosos de mujeres originarias, pobres, mestizas, de Jujuy - presenta la idea de desquite como oportunidad venidera, como circunstancia vital, como justicia tardía del azar. La esquiva justicia no como acción repara, sino como habilitación de otra oportunidad.
En el final de Río de las congojas (1981), se lee: “En las derrotas, late el desquite”.
Al concluir Sabotaje en el álbum familiar (1984) asistimos a una escena dramática. El hijo, nacido de la violación del hombre blanco, llama a su mamá “india comprada” o “mataca tuerta”. La golpea y humilla. En su arrogancia, borracho, se cae en un pozo, y le ordena que lo ayude. La mujer no lo auxilia, se lee: “Que llore, que muera, que se pudra. Que se seque dentro del pozo como charquí. Que reviente el hijo de Pegro Urgimán, mandinga como su padre. Desprecia a la tribu de matacos, la humilla vuelta y vuelta porque él se siente blanco y cristiano. Pero es mandinga. Salió malo y sin corazón. (…) Que se tome su meada y se coma su cagada. Que aprenda a no llamarla mataca tuerta”.
La madre de la novela no busca, no trama, no espera venganza. Se encuentra ante lo que interpreta como justicia del azar. De su voz brota una maldición. Un manifiesto de dolor macerado. La maldición sobreviene como última confianza en una palabra desmembrada. Tal vez después de la lección lo haga sacar, aunque ese hijo no lo merezca ni entienda nada.
A la madre de la novela le implantan una criatura y le extraen el corazón de un niño. No vive el desquite como la alegría de un nuevo juego. Nunca supo en qué consiste el derecho a jugar. Nace a la palabra nacida de un desgarro y de una maldición. La mataca tuerta tiene un ojo de más.
El derecho al desquite equivale para ella al derecho de a la vida.
Tal vez se necesite pensar un desquite nacido de la humillación que no pide venganza sino justicia. La acción de la india comprada no se compone de odio, sino del deseo de hacer nacer de nuevo al hijo de la violación, esta vez desde el dolor del amor. Justicia como oportunidad de otro nacimiento. La oportunidad de otro corazón en el costado helado del hijo del Amo.
Venganzas se revuelcan en el odio, se imaginan negando clemencia, permanecen en el pasado, vuelven estéril el porvenir. Tienen la obsesión de traspasar un sufrimiento cambiando la dirección de un daño.
Venganzas adquieren el gusto rancio y emponzoñado del rencor. Proponen el resarcimiento de la víctima a través de colgarse el traje de verdugo. Se excitan devolviendo males.
Desquite no equivale tampoco a revancha, a la insatisfacción que carga con enojos y orgullos heridos. No equivale al deseo que aspira a la restitución de la vanidad perdida.
Desquites solicitan la oportunidad: barajar y dar de nuevo. Como dice otro refrán: “Al mal dar, paciencia y barajar”.
Desquites esperan el próximo juego.
Cargan con un dolor, pero no aspiran a curarse de lo perdido, viven en la alegría del solo jugar.
Y, al final, cuando las cosas terminan (bien o mal), desquites se despiden diciendo: ¡Quién nos quita lo bailado!
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