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Sesiones en el naufragio (17) Ni cuerpo que resista / Marcelo Percia

Actualizado: 2 feb 2022

¿Se puede vivir sintiendo la inminencia de interminables amenazas? ¿En estado constante de paranoia o lucidez?


Aunque cueste distinguirlas: paranoias declaran una total enemistad con lo vivo, mientras lucideces conservan zonas de confianza, tregua, descanso.


Lucideces admiten discontinuidades que atenúan crudezas de la claridad, pero esas pausas y distracciones muchas veces no alcanzan.



Le decían el loco del peine. Una vez dijo que se acicalaba noche y día porque no quería que la ocasión del amor lo tomara desprevenido. Cuando alguien recordó que de chico vio una propaganda de fijador para el pelo que se llamaba Alerta, replicó que aquellas eran épocas más tranquilas.



Las palabras inminencia, amenaza, alerta, insinúan cómo se retuercen musculaturas sobrecargadas que viven en estado de continuas zozobras.



Hay fatigas que no se saben o que se olvidan en el obligado trajín del día. Fatigas que se imprimen como nerviosas arrugas en el aire. Fatigas que, aunque se supieran, no tendrían reposo.


Vidas apremiadas no cuentan con el don de la demora, el sueño, la conversación.



Hay un refrán que se remonta a los tiempos de la literatura de Baltazar Gracián (1658) que se suele ofrecer como consuelo resignado ante cualquier catástrofe: “No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”.


La piadosa modernidad establece un límite para el sufrimiento. Una aflicción soportable como medida de lo humano. A la vez que recuerda que un cuerpo posee una resistencia finita.


Pero, en ese punto, se abre una pregunta: eso que un cuerpo solo no puede, ¿muchos sí podrían?; una común resistencia, ¿lograría hacer retroceder lo que daña la vida?; la potencia de lo común, ¿podría limitar (sin que pasen cien años) eso que no puede cada cuerpo por su lado?



Dicen que quienes desestimaron el delirio del arca, en los primeros días del diluvio universal, repetían como autómatas: “Siempre que llovió, paró”.


El episodio del arca bíblica describe la solución de un dios frío y calculador que, en las vísperas de una purificación que considera necesaria, decide quiénes habrán de sobrevivir.


Se trata de un relato que no contempla una posible acción en común que, aún en la desesperación, se afirme diciendo: “Se salva la vida toda o no se salva nadie”.



La expectativa de que un mal -tarde o temprano- pasará solo, describe uno de los tantos razonamientos de la esperanza.


Se ha dicho: mientras la esperanza aguarda una solución salvadora, esperas tratan de procurar lo que desean, aun cuando no sepan ni tengan control sobre lo que habrá de ocurrir.


Un deseo no interesa tanto por lo que podrá o no alcanzar en el futuro, sino por el impulso de fuga que inyecta en el presente.



Mientras ansiedades se adelantan, huyen del tiempo o pretenden acelerarlo; dejadeces consumen las horas engrosando paredes del tedio.


Dejadeces representan el lado callado y violento de la esperanza: el desinterés como anestesia y derrota de toda promesa.



Vocaciones clínicas -que alojan lo irremediable- no saben qué hacer ante lo que no tiene remedio.


A veces nos escuchamos decir: “Tal vez solo el tiempo suavice ese gran dolor que usted siente”.


El tiempo no sana lo irremediable, lo suaviza.


Suavizar una aflicción no significa acostumbrarse a ella.


La costumbre actúa como burocracia del dolor.


Una aflicción no se suaviza, tampoco, comparándola con aflicciones peores.


Suavizar una aflicción quizás suponga no temer que la vida toda se vuelva esa aflicción.



Tal vez una aflicción se suaviza alojándola sin presiones ni apuros en suavizarla.


Pero el dolor atemoriza. Da miedo que avance sin control, que no pare, que arrastre más adentro del dolor.


Suavizar una aflicción tal vez quiera decir ofrecer refugios a sus indómitos tormentos.


Dichas y desdichas comparecen ante el tiempo que gesta y corrompe, que da y arrebata, que castiga y perdona, que recuerda y olvida.


Se podría decir que la labor clínica consiste en propiciar una conciliación con el tiempo.



En un pasaje de los libros de Alicia, Lewis Carroll (1865) narra consecuencias de una infructuosa disputa con el Tiempo. Por un malentendido el Tiempo se disgusta con el Sombrerero y, desde entonces lo confina a permanecer, junto con la Liebre de Marzo y el Lirón, en la hora de la merienda.



Pero ¿qué significa propiciar una conciliación con el tiempo?


Muchas veces la clínica hace preguntas que la clínica no sabe responder.



Hablas del capital difundieron el proverbio “el tiempo es oro” para ordenar un sentido en nuestra difícil relación con el tiempo.


Desde entonces, permanecemos atrapados en laberintos de rendimientos cronometrados: perder el tiempo, aprovechar el tiempo, luchar contra el tiempo, necesitar más tiempo, retroceder en el tiempo, ganar tiempo.



La literatura y el cine, las estéticas visuales y la música, todas las artes del movimiento, tratan de hacer algo con el tiempo. Lo mismo, procuran conmemoraciones y celebraciones, fiestas y entretenimientos.



Conciliarse con el tiempo quizás consista en suponerle una sabiduría. El don de darse, aun cuando se retire hasta apagarse. La sabiduría de una existencia sin metas, motivos, voluntad. El transcurrir anónimo de los días.


Se podría decir del tiempo lo que este haiku de Jôsô (1704) dice sobre una rama:


La rama flota / sin sostén ni intención / Flota porque flota



Muchos amaneceres suavizan un gran dolor, pero en cada despertar sobreviene intacta la misma congoja que se sintió años atrás.


A veces se advierte que la esperanza llama futuro a un secreto anhelo de regresión al pasado.


Cuando la intensidad queda confinada en lo perdido, presente y porvenir se vuelven insípidos.


En sentido estricto, toda pérdida deja una ausencia para siempre.


La locución para siempre, a veces, se representa como malicia del tiempo o mala eternidad.


Pensemos en castigos de los mitos de la tradición griega o en el infierno del cristianismo.



Dioses helénicos condenan a los héroes que se rebelan contra sus poderes con tormentos eternos.


Prometeo roba el fuego a los dioses para dárselo a las criaturas mortales que conocen el don de la palabra. Por esa traición al poder, lo encadenan a una roca para que los buitres devoren su hígado. El castigo no tiene fin. La terriblez no cesa. Las aves de rapiña que se ensañan con sus vísceras, las encuentran regeneradas en la noche siguiente para devorarlas una y otra vez.



Dante (1472) en La divina comedia se interesa por el destino de Paolo y Francesca. Amantes sorprendidos por el marido de ella (y, a la vez, hermano de él) que mueren apuñalados por la furia del engañado. Por semejante pecado están en el infierno. Como castigo tienen, por toda la eternidad, que estar estrechados y arrastrados sin rumbo por una violenta tormenta en el segundo círculo del Infierno.



El fantasma agobiante de la pena reside en la corrosiva certeza de que el sufrimiento no termina nunca. Tal vez por eso otra versión del refrán acentúa: “No hay dolor que la muerte no acabe”.


Cuando un sufrimiento sella todas las salidas, el excesivo dolor implora la muerte.


Se especula que una “extrema aflicción” se corresponde con una química de las depresiones y otras intricadas causas.


Freud conjeturó la solicitud de la muerte como pulsión. Como querencia que anida en las desesperaciones.


Conjeturas actúan como calmantes provisorios.




No hace falta aquí distinguir dolores, sufrimientos, ansiedades, angustias, depresiones. Importa ahora atender ese momento en el que todos los pesares declaran: “No soporto más esto que me está pasando”.


Aflicciones desesperan cuando sienten que el tiempo se detiene y eterniza lo que duele.




Otra versión de refrán dice: “No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista, ni médico que lo cure, ni botica que lo asista”.


Encuentros clínicos planean fugas. Tratan de invertir el significado de los encierros, los hábitos, los aprendizajes congelados (des-encerrar, des-habituar, des-aprender). Ejercitan el fuera de todas las sentencias.


Pero, no siempre se encuentran salidas. Algunas veces porque no las hay o no se las ve. Otras porque la hostilidad, nacida del dolor, las rechaza o menosprecia.



La muerte, en todas sus formas, pone límites al deseo clínico. Le enrostra su no poder.


Sin embargo, deseos clínicos insisten en detectar en cada sufrimiento, momentos en los que la existencia no se presente toda sufriente.



El tiempo aloja desvaríos de la vida en común: la voracidad posesiva, la inútil amistad, el repliegue en una caricia, la maldición del instante, la excitación de la crueldad, el corazón desgarrado de una despedida, el filo envenenado de un deseo, la algarabía de un beso.


El tiempo asiste al instante en el que las espumas de todas las desquicias llegan a una orilla y se secan.



Hay épocas que se rehúsan a hablar de ciertas cosas. Épocas que silencian pesares, que encriptan tristezas o que sepultan dolores mientras aún respiran.


Así ocurre con los efectos del terrorismo de Estado, las represiones de las disidencias amorosas y todas las otras, la imposibilidad de decidir sobre la gestación, las desigualdades y humillaciones de clase, las violencias y abusos sobre mujeres e infancias.


A veces, nos escuchamos decir: “La historia viene con mucho retraso para acompañar la soledad de su dolor”.


Llamamos historia a una colección de narraciones llena de tachaduras y franjas enmudecidas. Importa decir esto: sufrimientos amordazados se vuelven un pesar eterno.


Para conciliarse con el tiempo se necesita que una época acompañe un dolor dándole la oportunidad de entrar en una común conversación.



Se conocen fantasías de negociación con el tiempo.

En un poema anónimo medieval, Romance del enamorado y la muerte, se pide a la muerte un día de vida y esta otorga solo una hora.


En una película de Bergman (1957), un caballero que vuelve de las cruzadas juega una partida de ajedrez con la muerte que viene por su alma.


Leonardo Favio (1973) repite la escena de El séptimo sello, pero esta vez Juan Moreira juega una mano de truco con la muerte.


En una película que imagina un futuro distópico (que se tradujo como El precio del mañana), Andrew Niccol (2011) trama una escena en la que personajes muy ricos apuestan tiempo de vida en una mesa de póker.


Pero, no hay negociación con el tiempo. Ningún poder regula o condiciona el tiempo. No hay manera de obtener una ventaja, una concesión, una simpatía. El tiempo solo transcurre.


Qué extraño ese solo transcurrir inmune a nuestras plegarias, astucias, conocimientos.



La ambición libra secretas batallas con el tiempo.


Poseer el secreto de la inmortalidad representa el anhelo de poder más desmesurado de las criaturas que hablan.


Inmortalidad como codicia o total inmunidad ante el paso de los días. Como salvoconducto mágico para transitar la vida sin riesgos ni dolores.


Quizás todos los delirios de poder, todas las formas de acumulación de lo innecesario, todas las persecuciones de privilegios, todas las arrogancias, todas las crueldades, se compongan como sustitutos de la inmortalidad.


Muchas veces ambiciones se consuelan con el premio de la trascendencia o con la veneración más íntima de la descendencia. La trascendencia como inmortalidad póstuma o la veneración como una forma de esclavitud del amor.



En una novela que apuesta a favor de las efímeras existencias que han de morir, Simone de Beauvoir (1946) sugiere que las soledades que aman nunca podrán estar a gusto con el poder individual de la inmortalidad. Al cabo, no soportarían el perpetuo ritual de las despedidas del resto de la vida que muere ni la repetición indolente de los días.


La inmortalidad tienta al amor propio o al amor como propiedad.



Negociaciones y ambiciones tratan de seducir o dominar el tiempo sin conseguir nada.



Tal vez la locución latina Memento mori recuerda la muerte como argumento conciliador con el tiempo. Invita a amigarse con lo fugaz, con la sabiduría del mientras tanto.


¿Pero se trata de una advertencia personal?, ¿o se podría traducir como: Recuerda la muerte, procura un común vivir que no mate la vida?



A veces, la infinita tristeza ante lo irreparable, ante la muerte y todo lo perdido, trata de conjurarse con la idea de una buena eternidad.


El primer verso de Endymion de John Keats (1821), que vivió apenas veinticinco años, dice el amor como sueño sin fin, se lee: “Una cosa hermosa es una alegría para siempre”.


Keats representa el para siempre no solo como refugio y consuelo, sino también como resguardo de alegrías y hermosuras. Postula la eternidad de lo fugitivo.

Por eso se dice que el arte no trata de apresar lo incapturable, sino insinuar el luminoso instante escurridizo de lo vivo.



Una intención similar se encuentra en poemas de Rilke (1899):


Esta es la nostalgia: morar en la onda / y no tener patria en el tiempo. / Y estos son los deseos: quedos diálogos / de las horas cotidianas con la eternidad”.


Quizás algo así intenta la clínica: morar en las palabras hasta que se vuelvan silencio. Momento de una común expectación callada en la que se siente el tiempo. Instante en el que la conversación hace contacto con intangibles remolinos de la proximidad.



A esa dichosa eternidad se refiere Borges (1936) en el prólogo a La historia de la eternidad bajo la forma de una pregunta: “¿Cómo pude no sentir que la eternidad, anhelada con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido que nos libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo?”.


Borges encuentra en la idea de eternidad una defensa momentánea ante el olvido, la despedida, la voz indiferente que dice: pase el que sigue. La sucesión como despacho y archivo de emociones.



De las muchas lecturas que se hacen del eterno retorno de Nietzsche (1882) se podría extraer una sentencia que dice: Decide cada momento como si estuvieras eligiendo vivirlo eternamente. ¡Hazte responsable de procurarte una mala o buena eternidad!


Decidir cómo vivir cada instante, hacerse responsable de las consecuencias de cada decisión, someter a cada una de nuestras elecciones a la prueba de la eternidad, ¿se puede vivir así?


El argumento de la eternidad excede fragilidades que habitamos. Ni siquiera una común fragilidad podría asumir una responsabilidad semejante.


Andamos a tientas, sobre suelos movedizos, decidiendo cada paso, trastabillando, perdiendo el equilibrio. Con la inocente alegría de seguir andando.



De todas las eternidades imaginadas una de las más conmovedoras reside en la eternidad de la gratitud.


La gratitud como sorpresa amorosa.


La irrupción de un gesto, una palabra, un momento, un perfume, un color, que se vuelven inolvidables.


La gratitud no se reduce a una cuestión personal. A veces, se recibe algo que no se pidió y, también, en ocasiones se da algo sin saber que se está dando.


¿Cómo se explica la inmediata e inesperada gratitud con la mañana?


En momentos de desesperación el yo amenazado carece de la posibilidad de la gratitud, en esas circunstancia el egoísmo exacerbado solo demanda la restitución de un ideal perdido.


Lo que más daña en la desesperación reside en el individualismo de la desesperación.


Gratitudes llegan después (si llegan) como celebración amorosa de ese gesto, esa palabra, ese amanecer, que nos rescató de las redes desesperantes del sí mismo.



Tal vez conciliarse con el tiempo no requiera refugiarse en grandes bellezas, ni en hazañas de la decisión, ni en heroicidades de la responsabilidad.


Rara vez un momento hermoso, aun proyectado para siempre, alcanza para conjurar la insidiosa permanencia de un dolor, un miedo, una amenaza sin fin.


Resulta inevitable, también, conciliarse con formas de estar no bellas ni excepcionales, con malas decisiones y elecciones equivocadas.



Películas de terror se cansaron de emplear la idea de que el peor encierro consiste en vivir en una pesadilla privada de despertar.


La aflicción se vuelve loca cuando no consigue vislumbrar el fin de la aflicción. Cuando lo irreparable cancela cualquier intento de reparación.



Se escucha decir: Quisiera poder despertar de esta pesadilla, salir de este infierno. Pero, muchas veces no se trata de una pesadilla o de un infierno personal, sino de desgracias de un común vivir.



El psicoanálisis trató de pensar, desde el principio, nuestra relación con el tiempo. Incluso llamó inconsciente a una de las fuentes de su callada presencia.



Un diálogo clínico concita el saber y la confianza en una común flotación. Una flotación sin la gravedad de la comprensión ni el peso de una moral.


Como flotan humedades del aire o planean bandadas de aves.


Una común flotación como momentánea calma de lo que no se hunde.


Pero sabemos que hay momentos en los que se necesita hacer pie: cuando falta el aire, los brazos y las piernas no responden y el mundo se sumerge en la ruina.


Y, aun así, se trata de una flotación, incluso cuando los cuerpos se hundan. Una suave flotación de debilidades.


Como en el haiku de Jôsô: una flotación sin sostén ni intención, que flota por el solo deseo de flotar en una conversación.



Quizás solo se trate de darse al tiempo. De confiar en el tiempo que sana cuando en una conversación sin premuras se dice la vida sin inspeccionarla, corregirla, momificarla.


Se podría pensar que el tiempo sana un dolor cuando no se le pide que sane el dolor. El Sombrerero le recuerda a Alicia que al Tiempo no le gusta que le marquen el compás.



Ahora sabemos que no se trata de conciliarnos con nosotros mismos, ni con pasiones e impulsos que nos habitan, hasta alcanzar la armonía de una lograda unidad.


Se trata de conciliarse con un tiempo no personal. Con un tiempo que no se comporta como un dios cruel o piadoso. Con un tiempo que acontece sin buenas ni malas intenciones. Un tiempo ignorante de sí. Se trata de tramar una amistad no recíproca con el tiempo sin saber cómo tramarla.



Borges no considera la eternidad como una forma de longevidad. Observa que las eternidades imaginadas no se presentan “como una agregación mecánica del pasado, del presente y del porvenir”. Escribe: “Es una cosa más sencilla y mágica: es la simultaneidad de esos tiempos”.


Pero, esa sencilla y mágica simultaneidad de todos los tiempos solo podría soportarla la impasibilidad de un dios.



Conversaciones clínicas tratan de localizar, recuperar, conquistar, zonas de no dolor en las lucideces del dolor. Momentos de refugio y descanso. Instantes de interrupción. Interrupción no como final, sino como corte, discontinuidad, suspensión, pausa.


Sin embargo, la tiranía de la inmediatez no se concilia con la idea de demora.



El porvenir puede representarse como construcción de la esperanza que proyecta para sí un futuro conveniente o puede pensarse como espera que va al encuentro con lo que no sabe.


Predicciones hacen peticiones casi siempre desoídas por el tiempo.

El tiempo no emplea la muerte como amenaza, ni especula con la incertidumbre para disciplinar voluntades detrás de alguna certeza.


El tiempo transcurre sin pretensiones y, tal vez, al final sana, pero no porque se lo proponga, sino porque como dice otra versión del mismo refrán: “En este mundo nada dura: quien hoy tirita, mañana suda”.



Todas las ideas de sanación apelan al tiempo: sanar el presente rescribiendo el pasado o vislumbrando otro mañana. Viajar al pasado para reparar lo vivido o partir hacia el futuro sin equipaje para comenzar de nuevo.


El tiempo está presente en todos los sueños y desvelos.


Alojar un dolor no significa sanar el dolor, sino dar por un momento cobijo a su peregrinaje desesperado. Pero ¿cómo se cobija un dolor?


Otra vez la clínica procurando lo que no sabe.


Alojar sin saber, dar sin tener, pensar sin concluir, escuchar lo sin decir.


¡Qué rara especialidad ésta de morar en lo no sabido, de evocar y olvidar lo conocido, de sospechar de cualquier deseo, incluso del deseo de curar!


¡Qué extraño oficio éste de estar disponibles y sin previsiones ante la inminencia de lo todavía no acontecido!




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1 commento


claudiaelisabethalvarez
14 feb 2022

Como siempre, exquisito.!!!

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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