¡Silencio al gallo que cree hacer salir al sol!
René Daumal (1941)
Uno de los grandes padecimientos de la vida en común reside en la enfermedad de la fuerza.
No se trata de una dolencia personal o individual, sino de una pasión dañosa que asedia la historia de las civilizaciones.
El imperio de una mirada que desprecia la debilidad. La habituación a un sentido común que consiente violencias que dominan, poseen, destruyen.
Dominar, poseer, destruir, infinitivos de la interminable pesadilla de este capitalismo planetario.
La enfermedad de la fuerza impone autosuficiencias, sentimientos de invulnerabilidad, reacciones compulsivas de superioridad, continuas evacuaciones de signos de flaqueza.
Se trata de una afección que alucina la inmortalidad.
Una fuerza mórbida no descansa. Necesita confirmarse a sí misma, conquistar reconocimientos, verse reflejada en los ojos de la admiración. Necesita sentirse inmune a la fragilidad.
Una fuerza perturbada está siempre despierta. Vigilando que no se marchite su vigor y repudiando afectos que la aproximen a la endeblez.
En leyendas de ambiciones que arden, fuerzas desquiciadas devoran criaturas suplicantes para asegurar su vigencia.
El trastorno de la fuerza rechaza las existencias desamparadas hasta el punto de verlas como escorias. Sobras despreciables que se hacen las delicadas para dar lástima.
Desvarío que redobla la crueldad culpando a la víctima.
Despropósito que se ensaña con la fragilidad para exorcizar el demonio de la debilidad.
Desdén que actúa persuadido de que el peor de los males se debe a las flojeras infectas: a sus pasividades viciosas, a sus adhesiones al miedo, a sus inclinaciones serviles y rastreras.
Altiveces voraces reiteran atrocidades transformando fragilidades en juguetes macabros, o acariciando a una andrajosa muñeca negra con compasión blanca, o practicando la pulcra caridad de un corazón esclerosado.
Instruyen a las vidas aterrorizadas sobre las ventajas de la docilidad: “¡Quietitas… calladitas que no les va a pasar nada!”.
Se ha visto en películas, series, noticieros, criaturas desesperadas huyendo de una catástrofe sin plan ni conducción. Estampidas desesperadas. Desolaciones corriendo hacia lo peor.
Lozanías exaltadas desprecian esas quebraduras del ánimo. Repelen confusiones, dudas, prevenciones, cautelas, errores, fracasos, momentos de pánico.
La fuerza tiene devoción por las figuras heroicas. Las venera como mensajeras poseedoras de un don. Las concibe como deidades terrenales que reúnen solideces y firmezas. Ideales de los que carecen las masas asustadas.
La fuerza adora temperamentos superiores que, para cumplir la misión de proteger y salvar al planeta, se elevan por sobre todas las cobardías. Ascensos excepcionales que nunca caen.
Pero, como se dijo, la fuerza aferrada a su ideal de fortaleza no descansa. Vigila también los defectos de las heroicidades. Sospecha que en ellas anidan debilidades irreductibles. Perfecciones incompletas, en ocasiones, tentadas por la claudicación y el escepticismo.
En casi todas las literaturas, sin embargo, las fuerzas del bien sufren contradicciones más intensas que las fuerzas del mal. Vacilaciones en las que asistimos a un tenso instante de indecisión. Contrariedades y ambigüedades que contienen restos no deseados de debilidad.
La saga de Star Wars de George Lucas, que se inaugura en 1977, presenta un lado luminoso y otro oscuro de la fuerza. Una teología de las galaxias basada en la existencia de una energía refulgente del bien y una energía sombría del mal.
Mientras las fuerzas tenebrosas están poseídas de ambición por un poder personal, las fuerzas de la claridad cuidan la paz y la armonía de los universos.
Pulsiones del mal y pulsiones del bien batallan en todos los mundos posibles; mientras que, en un segundo plano, casi desdibujadas, multitudes sin agallas ni peso se mueven como hojas sopladas por los vientos.
Simone Weil (1940) en un texto que titula La Ilíada o el poema de la fuerza, escrito en días de la segunda guerra europea, pone a la vista el protagonismo de la fuerza como enfermedad de la civilización.
Lee, en la epopeya griega, la incidencia de un vigor brutal que lacera y esclaviza la carne. Una sensación de poderío que arrebata, enceguece y somete a quienes creen manejarla. Una fuerza que guía el brazo que asesina y conduce la voluntad que viola. Un fanatismo que unge de poder a quienes hacen la guerra.
El progreso de la razón europea no dejó atrás la prevalencia de esa fuerza desquiciada, la misma que hoy mueve los hilos de nuestras vidas.
Simone Weil define esa fuerza como el poder que transforma una vida en cosa, en número, en objeto manejable. La joven de treinta y un años se estremece cuando en la Ilíada se exhibe el final del espectáculo de la fuerza: cuerpos asesinados arrastrados en el polvo. Presencias que, segundos antes, respiraban, hablaban, soñaban, ahora yacen como alimento para los buitres.
Asimismo resalta la insistencia de un amor no caído en las calderas del odio. Un amor que acoge fragilidades, que se ofrece como bálsamo para las heridas, que suaviza las insuficiencias. Localiza hermosos pasajes del poema en los que el resguardo de la vida importa más que todas las codicias, ambiciones, metas, de una época.
Simone Weil advierte que la fuerza, embriagada de soberbia, concibe algo todavía peor que matar. Escribe: “Más variada en sus procesos y más sorprendente en sus efectos es esa otra fuerza, la fuerza que no mata, es decir, aquella que todavía no mata. Seguramente matará, posiblemente matará, o quizá tan sólo pende quieta y dispuesta sobre la cabeza de la criatura a quien puede matar, en cualquier momento, o lo que es lo mismo en todo momento”.
Esa fuerza no necesita matar para gobernar voluntades, se vale de una pedagogía del terror. La exhibición de su indiferencia ante súplicas de quienes temen morir disciplina.
Ese implacable menosprecio aparta a sus suplicantes como estorbos. No se conmueve ante lo que ya redujo a la condición de objeto o materia inerte que chilla, gime, implora.
No se conmueve ante lo que ya designó como molestia carente de valor: cacho de carne despojada de alma o como se llame la vida que sueña.
Esa sensibilidad de hierro siente repulsión por la víctima, pero también siente satisfacción por los aplausos, las muestras de cariño, las adulaciones, las reverencias.
Observación que recuerda la dramaturgia de Eduardo Pavlovsky (2015). Una obra que indaga, como pocas, la intrincada emocionalidad de la fuerza, la reserva de compasión que habita en la crueldad, el momento de declinación del poderío como instante de ternura, humillación o desesperación.
Simone Weil piensa que el terror que sentimos al vernos reducidos a la nada nos lleva a imitar a la nada, a vaciar nuestras memorias y sentimientos, a constreñirnos en la sola urgencia de sobrevivir como demacradas materialidades que ya no piensan.
Pero ¿qué significa convertir una vida en cosa? ¿Utilizarla como instrumento, como “ser a la mano”? (Con toda la vacilación que supone citar a Heidegger para acompañar a la autora judía nacida en París).
El uso de una cosa no tiene las mismas consecuencias que el abuso de una vida. No significa lo mismo emplear una herramienta como extensión de la mano o de la vista o de la marcha, que someter a una existencia que siente para gozarla como golosina.
Mientras las cosas fabricadas se pueden comprar y vender, las vidas que hablan tienen que resignarse a tener que comportarse como objetos manipulables. Tienen que llegar a pensarse destinadas a existir como mercaderías que se venden y se compran, que se estrenan y descartan.
Realizamos el gesto automático de tomar algo con la mano. No hay nada dramático en ese acto. Pero se necesita persuadir y violentar una vida para que se deje tomar. Las cosas están ahí, no se ofrecen ni se rehúsan. No desean, no temen, no se sienten intimidadas. Se gastan, se rompen, se tiran. No solicitan compasión ni clemencia.
La mayor conquista del imperio malsano de la fuerza consiste en que las existencias abusadas se sientan complacidas y deseen comportarse como objetos.
La transformación de una vida en cosa necesita de su movimiento inverso: la transformación de un objeto o fantasía en protagonista vivo.
Marx supo advertir, mediando el siglo diecinueve, cómo el alma del Capital comenzaba a tener más prevalencia que los cuerpos hablantes reducidos a mera energía de trabajo sin encanto.
En la desesperación por vivir, algunas existencias optan por volverse objetos, prefieren transformarse en útiles aptos para satisfacer los caprichos de un amo antes que morir.
Literaturas del siglo veinte imaginaron tiempos de sublevaciones de las cosas.
Macedonio Fernández veía en los objetos la extraña comicidad de lo inerme, la absurda quietud de lo que carece de voluntad, la malicia secreta de lo inanimado. Formas calladas de una insurgencia.
El psicoanálisis solía emplear, con neutra inocencia, la expresión “objeto de deseo”. Se quería acentuar que el deseo inconsciente no desea personas, sino fantasmas. Pero la palabra objeto eriza la piel del pensamiento.
Hasta un cuerpo sin vida se resiste a que se lo trate como objeto. Muchas culturas cuidan la muerte. Practican el respetuoso ritual del último aseo o la dignidad de las últimas vestiduras o la purificación del fuego.
Ni siquiera tras la muerte se despacha una existencia como cosa: se la despide como resto sagrado.
Descomposturas de la fuerza necesitan del gemido de las debilidades para afirmarse. Alardes de hombría se alimentan de lo sufriente. Reciedumbres desatadas abusan y violan, someten y dominan, manipulan y engañan, para no dejar de sentir sus potestades. Necesitan rodearse de fragilidades supliciadas para consolidarse.
El ideal de la fuerza convence a las debilidades de su inferioridad para afianzar su sentimiento de superioridad. Energías inflamadas se complacen vejando vidas aterrorizadas.
Se puede llamar goce a la satisfacción que siente el ejercicio de la fuerza ante debilidades que piden piedad.
Fuerzas alucinadas consumen la impiedad como droga de mantenimiento.
No se tienen que olvidar otras formas que asume la fuerza.
Se sabe también la fuerza que sostiene a un cuerpo que está cayendo, o la que cuida lo que ama, o la que se da como ilusión o energía de vida. O la fuerza del deseo, o la fuerza de atracción, o la fuerza de la ley, o la fuerza de la física.
Solo se quiere cuestionar la fuerza como poder que daña y mata.
Llamar la atención sobre fuerzas que necesitan y disfrutan del sufrimiento.
Llamar la atención sobre fuerzas morales que sospechan de las debilidades de la carne, o que discriminan entre un sexo fuerte y un sexo débil, o que dictaminan retrasos en vidas que diagnostican con el nombre de debilidad mental.
En la historia de los manicomios hay una expresión que lo dice todo: chaleco de fuerza. Una camisa de lona que inmoviliza los brazos de una vida azorada.
Se mencionó hasta aquí la enfermedad de la fuerza, pero ¿cuál su posible terapéutica?
La curación de la fuerza consiste en una común debilidad.
Cuando se habla de enfermedad de la fuerza no se quiere decir que alguien se enferma por la ambición de ser fuerte, como descripción de una patología personal. Se intenta expresar que la fuerza se enferma de sí, de su propio imperativo.
Frente al imperio de esta fuerza trastornada, se quiere hacer lugar a la idea de la potencia insumisa de una común debilidad.
En tiempos de terror hasta el amor se refugia en la protección de un amo.
El imperio de la fuerza esclaviza. Esclaviza matando y aterrorizando, pero también esclaviza haciéndose amar.
El imperativo moral que dice “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, se podría formular así: “Amarás a un amo y, amándolo, amarás la ficción de ti que lo ama y a todas las criaturas que aman al mismo amo”.
Algo así piensa Freud (1921) en Psicología de las masas y análisis del yo.
Simone Weil entiende que la fuerza en manos de un amo ejerce la misma tiranía que el hambre: tiene el poder de hacer vivir y hacer morir.
Escribe: “La fuerza aplasta a quien no la tiene, intoxica a quién la tiene o cree tenerla. La fuerza es tan implacable para el que la posee, o cree poseerla, como lo es para sus víctimas; a éstas las aplasta, a aquél lo intoxica. La verdad es que nadie en realidad la posee”.
La fuerza no se posee, nos posee, vivimos poseídos por su voluntad. Nos comportamos como juguetes de su poder.
No se trata de dividir el mundo entre criaturas fuertes y criaturas débiles, sino de advertir cómo el imperio de la fuerza necesita de la debilidad para envanecerse. O decir que en el espejo de su vanidad relucen fofas musculaturas exacerbadas.
El espectáculo más sofisticado y macabro de la enfermedad de la fuerza se llama guerra. Pero además abuso y violación. Incluso empobrecimiento y desigualdad. Y, por supuesto, también se llama violencia y privilegio patriarcal, sentido común de las hablas del capital, acatamientos complacientes de las jactancias coloniales, cumplimiento con las imposiciones normalizadoras.
La teatralidad de la fuerza (su seguridad, su arrogancia, su suficiencia) fascina, deslumbra, cautiva y emboba, todavía más, al pensamiento embobado.
En La patota, una película de Daniel Tinayre (1960), una mujer sufre el ataque y la violación de un grupo. El término patota designa una formación de varones que se unen para ultrajar, para someter, para hacer exhibiciones de fuerza y lucirse, entre sí, con supuestas hazañas.
Gianni Vattimo (1983) emplea la expresión “pensamiento débil”. Un pensamiento que trata de debilitar dogmas universales, ideales absolutos, verdades totalizadoras. Sugiere un pensamiento que abrace la vulnerabilidad, renuncie a la violencia, hable las lenguas de las minorías.
En cercanía y distancia con esa obra, no se trata de realzar aquí la debilidad como contraparte de la fuerza, sino como una salida ante la civilización de la posesión y la violencia.
No se piensa en una fragilidad pasiva, sufriente, lamentosa, sino en una fragilidad iracunda entre otras fragilidades también iracundas. Debilidades hartas del imperio de la fuerza.
Una común debilidad nacida de la sangre y de las lágrimas, de las memorias de todas las intemperies y de los cobijos, de todas las proximidades que se cuidan de no dañar.
Una común debilidad no como tristezas de vidas humilladas, despreciadas, discapacitadas, sino como impoder que iguala. Como potencia liberada en un común estar no pudiendo.
Debilidades practican astucias para resistir y esquivar los poderes de la fuerza.
Eso piensan Horkheimer y Adorno (1944) a propósito de los ardides que emplea Ulises para no sucumbir ante los encantos de las Sirenas y eso, también, observa Josefina Ludmer (1985) al percibir las tretas discursivas de Sor Juana Inés de la Cruz para eludir la censura de la iglesia.
Astucias no como malicias que hacen trampas o argucias que engañan, sino como sensibilidades detectoras de salidas y comienzos.
El proverbio que dice La unión hace a la fuerza, postula la colaboración y la solidaridad de muchas personas que individualmente no podrían vencer o alcanzar el éxito ante un rival superior. Concibe la unión como prótesis o armadura que hace que las soledades juntas se vuelvan más fuertes.
Pero la ayuda mutua ante un peligro no hace (como se dice) la sola fuerza, habilita también la potencia de las debilidades.
Se trata de imaginar una común debilidad sin estandartes de unidad ni uniformes de identificación. Una común debilidad sin elogios ni idealización de la debilidad.
Ternuras, suavidades, dulzuras, tibiezas, componen alegrías de las cercanías. Conjuros sanadores de la enfermedad de la fuerza.
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