A Foucault no le gusta la palabra deseo, Deleuze trata de rescatarla del platonismo de la carencia y la falta, la recrea como productividad compositiva no natural, portadora del misterio de la atracción.
El psicoanálisis vislumbra el deseo como embarcación en medio de un tembladeral, como vértigo que se asoma a una inmensidad, como enredo que desconoce sus razones, como marioneta de un dominio que llama inconsciente. Lacan lo piensa persiguiendo lo inalcanzable, reflejado en un objeto sin forma, sin referencia, sin materialidad. Dialogando con fantasmas.
Quizás para Foucault la palabra deseo tiene, ya a mediados del siglo veinte europeo, un gusto rancio. El sabor amargo de la moral de occidente. El sudor endurecido de los cuerpos supliciados. El paladar ácido del miedo y, también, el gusto picante de la trasgresión. La sensación corrosiva de la ira. La retenida dulzura de la discreción.
Los últimos cien años trataron de diferenciar el deseo de la necesidad, del ansia, del apetito, del impulso, del placer, de la excitación, del amor, del goce, del enunciado mi propio deseo, del deber de la voluntad, de la publicidad, del capitalismo. Pero deseos se mimetizan como insectos fabulosos. Sobrevienen como picaduras, mordeduras, pinchazos, de una extraña potencia que hace obrar y padecer.
La vida no es cruel, crueldades emponzoñan la vida. No es injusta, injusticias la estrangulan. No es indolente, indolencias la secan.
La vida no es cruel, ni injusta, ni indolente. No es de ninguna manera. Sortea clausuras y desciframientos: sopla, amanece, respira.
Crueldades, injusticias, indolencias, capturan deseos. Arrojan sus redes en la aguas de la desolación.
Se suele escuchar que hay que liberar a los deseos de todas las formas de sumisión.
El escándalo consiste en que deseos deseen la sumisión.
Sumisiones, a veces, seducen prometiendo la protección de pertenecer a una supuesta mayoría: la fortaleza de una pasión numérica.
Algunos deseos forman fila embobados ante imponentes despliegues del poder. La fascinación los pone de rodillas. Otros andan sueltos, confiados, desprevenidos, inocentes, como si todavía formaran parte de los comienzos de la vida. También están los que incendian pasiones.
Deseos giran como hormigas sin reina. Cada época coloca cebos en sus recorridos erráticos, pero no todos se adhieren como ventosas a la ilusión de un mando: algunos, vagan sin objeto.
Deseos impersonales en estado infinitivo. Deseos sin metas ni para qué. Deseos que no persiguen ni alcanzan nada. Deseos que flotan en la historia sin conjugar. Deseos que se mecen agradecidos de los días. Deseos que no se llaman, que solo llegan planeando hasta posarse en un suspiro o en extensiones escarpadas. Deseos que sucumben como flores de un solo día sin que nadie los sienta.
Deseos que no tienen ni fijan puntos de encuentro, pero cuando -de pronto- contingencias hacen que se rocen entre sí, estremecen planetas y disuelven cautiverios.
Pero, ¿cómo se explica que, mientras algunos deseos abren gustosos sus bocas para morder anzuelos que dañan, otros detecten y se aparten de los lazos que lastiman?
¿Cómo se explica que, mientras algunos deseos se satisfacen acumulando posesiones, otros se muevan por la sola alegría de moverse?
Y, ¿cómo se explica que, mientras algunos deseos se excitan olfateando sangre, otros se sientan convocados por ternuras de lo común?
La solicitud de explicaciones, si no forma parte del pedido de una autoridad que proceda a imponer y dictaminar, pertenece al género que dialoga con lo inexplicable.
La clínica que hacemos no atiende personas, pacientes, sujetos, analizantes, consultantes, clientes, ante todo atiende lo inexplicable. Lo que sobrevuela como pregunta, como extrañeza, como sinsabor. Atiende sensibilidades aturdidas, resentimientos exhaustos, perplejidades que sospechan de lo que sienten. Atiende la vida carente de explicación.
Deseos participan de lo imprevisible, caprichosos e indisciplinados, aunque en ocasiones, disciplinas, si no se piensan como castigos o sufrimientos, actúan como insistencias que incitan, invitan, esperan. Que zarandean indecisiones, que las arrancan de la inacción.
Virginia Woolf (1934) piensa que el amor no soporta el aburrimiento. El cansancio del deseo.
Pero, a pesar de que cueste admitirlo, el amor muchas veces soporta el aburrimiento. Convive con el cansancio, consolida rutinas y, cada tanto, procura alguna diversión para avivar los ánimos.
Tal vez abulias se presenten como secretas voluntades del deseo o como constataciones de que todos los objetos terminan teniendo sabor a nada. Entonces, sobreviene otro sentimiento que también merece el nombre de amor: el de los cansancios que se refugian en la suavidad de las caricias, el de las eróticas que persisten en la memoria de esas mismas suavidades.
Erotismos que sobreviven en apacibles cansancios recorren, cada vez, pasadizos entre la eternidad y la muerte. Aunque los cuerpos no lo sepan. Erotismos dan sensualidad y tiempo al deseo. Dan la imaginación que, a veces, le falta.
Cuando se vive en la urgencia del hambre y el miedo, deseos quedan reducidos a reflejos de supervivencia. Supervivencia que no se presenta como mero reflejo, sino como abatimiento extremo que no deja lugar para más. Entonces, estremece cuando -en el límite de lo que todavía llamamos vida- deseos se abren paso, a través del miedo, para acercarse a otra desesperación, apretarle la mano, dedicarle una mirada, susurrar una canción.
Al final, se escribe para alcanzar una calma. La serenidad que habita en lo no sabido, en lo no profanado, en lo que permanece indiferente a todo conocimiento.
Monique Wittig y Sande Zeig (1976) en Borrador para un diccionario de las amantes, anotan: “A todas las que le preguntaban cuál era la cosa más misteriosa del mundo, Fenérates les contestaba: ‘No conozco nada más misterioso que el deseo, por la forma en que se manifiesta, por cómo aparece y desaparece. Ninguna de ustedes, hermosas mías, lo ignora’”.
Aunque no se sepa el deseo, hace bien conservar esa palabra cansada, suponer un movimiento ajeno a cualquier voluntad o ficción mayúscula, a cualquier nerviosismo realizador. Sentir la tibieza de las conjunciones. La embriaguez del aire.
Spinoza (1677) vincula el deseo con la libertad. Advierte que nos creemos libres porque conocemos lo que deseamos, pero que solo se trata de una fachada de libertad porque nunca llegamos a saber qué hace que deseemos aquello que deseamos.
Ese no saber qué hace desear al deseo lo vuelve asunto predilecto de conjeturas. Pero esas presunciones no restituyen libertades que nunca se tuvieron, apenas calculan las posibles cerraduras de los encierros.
La belleza de su momento pleno no necesita de una presencia que la nombre o la piense. Tal vez en esa no necesidad resida su plenitud.
La sujeción más lograda consiste en hacernos sentir voluntades libres. Necesitamos llegar a sabernos casi sin autonomía, protagonistas de anhelos dudosos que no distinguen deseos de consumos, de compulsiones sin freno, de las instrucciones de un época, o de suspiros secretos intuidos en las infancias. Necesitamos llegar a sabernos con poca capacidad de decisión. Responsables de mínimas iniciativas como salir a caminar, rascarnos la cabeza, declarar un amor, confesar una fantasía perturbadora o un sentimiento indebido.
La libertad se presenta como una desconfianza en nuestra supuesta libertad. Como escribe Lévinas (1971), en Totalidad e Infinito: “La libertad consiste en saber que la libertad está en peligro”.
En ese sentido la proposición de Lacan El deseo es el deseo del Otro, más allá de lo que esté representando ese Otro señalizado con mayúscula, vuelve a reponer que el deseo no se pertenece a sí mismo o que no goza de la libertad de pertenecerse.
Escribe Kōbō Abe (1993): “La libertad no consiste solo en seguir la propia voluntad, sino también a veces en huir de ella”.
Tal vez el problema resida en la expresión “la propia voluntad”. El psicoanálisis localiza en una voluntad inconsciente la otra escena de una intencionalidad, en ocasiones, más poderosa que la voluntad. Sin embargo, la fórmula de Kōbō Abe indica que no hay libertad sin posibilidad de una huida, sin la opción de un no, sin un posible aplazamiento. Sin decisión.
No conviene pensar el deseo como impulso exterior o interior. Tampoco como esencia o inoculación.
Se lo puede pensar como umbral de ebulliciones compositivas.
No hay mi deseo ni tu deseo, sino enlaces entre inclinaciones de una época, caprichos escurridizos, silencios.
Deseos no se poseen ni tienen ética, se inclinan hacia el amor, la gratitud, la benevolencia y también hacia el odio, la venganza, la crueldad.
Masotta (1977) pensó deseos como peces que muerden carnadas de la historia. Aleteos resbaladizos que se resisten enganchados por la boca o el paladar.
Spinoza en otro pasaje de la parte tercera de la Ética menciona otro avatar del deseo: la pusilanimidad.
La pusilanimidad no se explica por la represión de un deseo, ni por el miedo a su realización, ni por querer evitar las consecuencias de sus actos. Se asemeja más a una repentina renuncia o claudicación del ánimo en circunstancias de una confrontación.
Pusilanimidad se podría pensar como momento de un deseo que deserta de sí, que declara desconocerse, que baja la vista para acatar a su contrario.
La pusilanimidad pone en escena una de las circunstancias más tristes del deseo: el deseo que retrocede interpelado, que se desmiente desafiado.
Deseos pusilánimes alardean envalentonados cuando andan mezclados en las muchedumbres, pero se inclinan dóciles cuando tienen que sostener sus ímpetus en soledad.
En definitiva, todo deseo tiene que decidir si se sostiene (o no) en la sola soledad.
Simone Weil (1943) intuye que no conviene empeñar la vida buscando colmarse con algo. Anota: “Basta imaginarse que todos los deseos encuentran su satisfacción. Al cabo, se volvería a la insatisfacción. Se querría otra cosa y se sentiría la desdicha de no saber qué se quiere”.
A este curioso comportamiento del deseo se lo suele describir como tensión sin fin entre saciedad e insaciabilidad. Se dice que la insaciabilidad quiere más. No importa qué ni cómo, siempre quiere más y otra cosa. Se la describe a la vez como motor y como ruina del deseo. Hasta se conjetura que tal vez hay deseos que buscan no alcanzar lo que persiguen. Algo así como si Sísifo no estuviera sufriendo una condena sino gozando del impulso renovado de ir una y otra vez hasta el momento efímero de la cumbre.
Sin embargo, se puede leer en Weil otra cosa. Quizás el pensamiento europeo inventa épicas del deseo para no dejar al desnudo “la desdicha de no saber qué se quiere”. Pero, ¿por qué desdicha y no vida sin un qué?, ¿por qué desdicha y no existencia asentada en la posibilidad del solo estar?
En este punto retorna la pregunta sobre si la vida en común puede pensarse de otras maneras. Si otras culturas silenciadas o destruidas portan otras figuras de deseo.
Roland Barthes (1977) en el seminario Cómo vivir juntos interroga el porvenir del deseo de una vida en común. Se pregunta qué distancia mantener con otras existencias para tramar con ellas cercanías sin alienación y soledades sin exilio. Proximidades sin ataduras ni coerciones.
Sin embargo, distancias y cercanías no se pueden calcular. Tampoco se pueden medir las proporciones justas de locuacidad y silencio para caer bien ante un pequeño público. Como le ocurre a Kafka cuando desea saber en qué momento y cuántas veces, cuando ocho personas están conversando, conviene tomar la palabra si no se quiere pasar por una persona callada.
La vida en común transita por lo incalculable, aunque instituciones y disciplinas de todo tipo intentan regularla.
¿Podrían imaginarse cercanías sin confusiones, sin violencias, sin destierros de la soledad? ¿Parpadeos de proximidades y lejanías alternantes, superpuestas, erráticas? ¿Podrían habitarse deseos que pulsen así?
Acaso deseos se puedan pensar como súbitas visiones de huellas en un desierto, como detecciones de instantes únicos e inapropiables, como ansias pasajeras que se necesitan contar porque da pena que se disipen en agujereadas memorias o en el olvido de las soledades.
Un relato sin gestas ni hazañas, sin maravillas ni deslumbramientos: nubes, espumas, brisas, sonidos de pájaros, la vida flotando.
Deseos no se poseen, a veces se narran para retenerlos un poco más.
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