1) La palabra crueldad se presenta como síntoma de la época. Decimos pedagogía de la crueldad, orden de la crueldad, tiempo cruel. Busco genealogías del término: aparece cuando queremos nombrar un modo específico del ensañamiento, cuando la violencia que no deja de estar presente en una sociedad adquiere un subrayado mayor. La crueldad proviene del goce por el sufrimiento ajeno. No meramente el dar cuenta de ese sufrimiento, no producir un daño, no ejercer violencia en una situación conflictiva, sino deleitarse en todo eso, en el padecer, el daño, la violencia. Porque hay goce, hay ensañamiento. Si aparece como tópico de la época es porque en la esfera política la apelación al daño y al sufrimiento no van acompañados de la conmiseración sino del festejo. De la movilización festiva de los daños causados en una represión, de la acumulación de personas despedidas, de la pobreza creciente: todo es festejado porque confirma el principio de revelación o el fin de la ilusión de una sociedad que buscaba formas más equitativas de vida, acceso al consumo o lógicas democráticas de considerar el conflicto social. Entonces, la crueldad es el festejo del daño. Que ya no es aquello que debe ser ocultado sino lo exhibido, como parte de un proceso de legitimación política.
La crueldad es convertida en show y exhibición en la política carcelaria de Bukele y en su emulación rosarina. La crueldad traza una secuencia entre la palabra injuriante y destituyente de humanidad hasta el encendido de una molotov en un inquilinato en Barracas, para asesinar a cuatro lesbianas pobres. Habita la lógica de la multiplicación de vistas en las redes sociales y las maquinarias de difusión comunicacional. Está en las imágenes y en la lengua, en las que se destituye a los humanos de su humanidad. Tiene una larga genealogía, incluso más larga de la que solemos narrar desde las ciencias sociales, porque si aparece la shoa como núcleo incandescente, no dejamos de preguntarnos si no olvidamos en ese relato, la crueldad de la empresa esclavista que retiró la humanidad de unas poblaciones, para convertirlos en cuerpos de secuestro, apropiación, explotación y castigo, a una escala que reconfiguraría el mundo. Junto, claro, con la colonización de América. Retirar la humanidad de los humanos. De eso se trata. O retirarla del perpetrador de la violencia: el diccionario de la RAE dice que cruel es un trato inhumano. Deshumaniza a su objeto ¿o no parece hecho por humanos? Es extraño, porque la crueldad solo es humana, hasta donde sabemos. Sólo entre humanxs hay goce por hacer sufrir.
Pero volvamos a este tiempo: la legitimidad política es buscada en la apelación a un sacrificio que daría fin a un tiempo intolerable de fiesta. Porque se gozó mucho, hubo derroche y dispendio, ahora queda sacrificarse. No todxs, no para todxs es esa exigencia. Sacrificio es el que deben cumplir las clases laboriosas, esforzándose por pagar más y consumir menos. Y a las que se promete, tras ese largo transcurrir por el esfuerzo, un futuro más venturoso para las generaciones siguientes. Mientras, sólo una compensación simbólica: otrxs sufren o sufrirán aún más. Ahí se juega la otra noción de sacrificio, que trae a la memoria la del acto ritual: alguien es inmolado o convertido en chivo expiatorio, sujeto de una privación o un castigo. Ursula Le Guin en el cuento Los que abandonan Omelas, imagina una ciudad vital, habitada por personas felices, sin desventura, violencia, rey ni esclavitud. Pero la felicidad de la ciudad se sostiene sobre la persistencia del castigo a un niño encerrado. Todas las personas lo saben, lo ven, y la mayoría elige la ciudad. Algunos, después de ver al niño o la niña, se van, se alejan del pueblo. Todas las personas están obligadas a ir a ver, en algún momento de su vida, a esa infancia encerrada. No pueden decir que no lo saben, que desconocen el costo de su felicidad. La exposición obligatoria de esa niñez torturada -la obligatoriedad de conocer esa contracara y condición-, es de algún modo lo que hoy resuena en una escena en la que la palabra presidencial puede enunciar “cuando se empiecen a morir de hambre” sin que eso sea un horror a evitar por todos los medios posibles, sino la realización de un experimento.
Un experimento. Un laboratorio. Esa palabra, que está en el corazón de las ciencias experimentales, impresiona mucho cuando se traslada a una escena social, donde los sujetos vivos son situados en condiciones diferentes a las de la vida común, para experimentar con ellos. Vinciane Despret, en un libro precioso sobre la investigación en laboratorio con animales - a la que contrapone la observación de sus costumbres en el hábitat natural- señala la crueldad como rasgo naturalizado del proceso experimental: una rata lucha por la comida, pero porque antes se la sometió a privación extrema, se la encegueció, se la encerró en una jaula. La conclusión es que los animales luchan con sus iguales. Por momentos, el experimento anarco-capitalista actúa con la creación de esas condiciones, a ver qué pasa.
Pero lo novedoso, creo, es que parte de su legitimidad parece provenir del uso que hace de la crueldad, de la complicidad que solicita y activa con esa crueldad. La exhibición contemporánea de la vida sacrificada sería la compensación de la infelicidad de las mayorías. O algo de eso surge de las corrientes de opinión agitadas en las aguas de las redes sociales, una especie de regodeo en el dolor de otrxs. ¿Pero no nos equivocamos al pensar así una época? Quizás lo hagamos azorados por lo que ese hilo nos produce, pero hay otros, siempre hay otros. Hay quienes abandonan Omelas, pero también quienes luchan por liberar a esa niña o niño.
2) En Colombia hay un pueblo que se llama Puerto Berrío. Campesino. Está a la vera de un río que durante años no dejó de llevar cadáveres. Como ocurría con el Paraná, que traía, según narran la literatura y el cine argentinos, cuerpos de trabajadores asesinados en los obrajes yerbateros. Pero allí, en Colombia, son cuerpos arrojados por los conflictos armados, la guerra civil desde los cincuenta, la insurgencia y la contrainsurgencia tres décadas después, el poder narco más cerca. Lxs vecinxs de Puerto Berrío los recogen, los entierran en un cementerio como NN. Algunxs eligen una tumba y la marcan. Y le piden cosas, bendiciones al muerto o a la muerta. Cuando cumplen -y ese cumplimiento seguramente ocurre- la persona muerta es renombrada con el nombre de alguien de esa familia que ha sido asesinado o o desaparecido. Así, la familia se reencuentra con su muerto en otro muerto. Con la esperanza de que en otro pueblo, otras personas recojan del río o de la tierra los cuerpos de sus seres amados desaparecidos y los adopten. La historia surge de una investigación de la antropóloga María Victoria Uribe, y es dolorosa y hermosa. Hubo personas deshumanizadas, sujetas a un orden cruel, y hay un esfuerzo social, comunitario, de reparar ese daño, de trazar un amparo, de restituir la humanidad común.
En esa historia late la idea de las Madres de Plaza de socializar la maternidad, pero también algunas historias más desconocidas: la colonia de vacaciones para niñxs cuyos padres o madres estaban desaparecidxs, en una quinta, o la decisión, durante la dictadura, mientras buscaban a sus hijas e hijos, de juntar dinero para comprar zapatos para lxs niñxs para que ninguno empiece la escuela sin su buen calzado. Esos gestos mínimos y enormes a la vez, restituyen una comunidad. Ninguno de esos pibes era nieto de una u otra, como lxs hijxs desaparecidxs no lo eran, cualquiera era de todas y todas debían calzar a les niñes y buscar a sus padres. Es extraordinario ese movimiento en momentos de máxima crueldad. Mientras en los campos de concentración se llevaba adelante el intento de destrucción de lo humano -nos resuena la pregunta de Primo Levi, la que se hace al sobrevivir de Auschwitz ¿esto es un hombre?- en cada persona para producir otra destrucción: la de la agregación social, la del ethos comunitario, la primacía de la cooperación. La fábrica del individuo aislado es cotidiana, mercantil, pero a veces se refuerza con la sistematización del castigo. Mientras eso ocurría, las Madres reinventan lo común, lo hacen cuerpo colectivo, símbolo, narración, política. Si existe algo que podemos llamar Argentina, sin vergüenza, viene de ese gesto.
Preservar lo humano. Susana Reyes estuvo detenida desaparecida. Un año. Fue liberada a punto de parir a su hijo. Su compañero quedó allí. Nunca más lo vio. Ella estudió magisterio y a fines de la década de 1990, escuchó la demanda de las trabajadoras sexuales: querían ser alfabetizadas. Así nació la institución educativa Isauro Arancibia, que educa a pibxs en situación de calle o en extrema vulnerabilidad habitacional. Están en San Telmo. La escuché a Susana decir que la primera vez que fue a la estación Constitución a ver dónde ranchaban los pibes, los vio durmiendo en una especie de nichos que le recordaban el campo donde estuvo secuestrada. Pensó: son mis compañeres. Hay que rescatarlos. A eso se dedica el Isauro Arancibia -el nombre es el de un maestro asesinado-, a incluir a las pibas y pibes en una institución educativa que les permita imaginar un proyecto de vida.
Traigo este puñado de hechos no para complacernos, o para decir: así como en Omelas un encierro ominoso garantiza la felicidad de la ciudad; en estas historias un hecho justo, un acto de justicia, salva una escena general horrosa. Más bien las traigo para pensar algo sobre la complejidad de toda época, de toda coyuntura.
3) Horacio González pensó y escribió mucho alrededor de la idea de época. Alguna vez, lo hizo en una Comuna, la del Puerto General San Martín, a la vera de un río, discutiendo con Oscar Terán. Discutía el modo en que Terán pensaba la época en el formidable libro Nuestros años sesentas. González decía: la época allí es imposición, actúa a través de los sujetos. Por eso, quien la vivió con entusiasmo, la relata poniendo las viejas creencias entre comillas, como objetos de una disección analítica. Para Horacio la época nunca es monolingüe, nunca tiene un único sentido, sino que es una zona de controversias, de posibiilidades vitales, de conflictos éticos. Se toman decisiones en y con la época, también a pesar de sus tendencias dominantes.
Desde esa perspectiva, no seríamos los sujetos arrastrados a tal o cual compromiso porque la época es la de la asunción de militancias, o las personas que agencian una u otra crueldad porque la época es la de la naturalización de esos actos de agravio de lo humano. Seríamos, en todo caso, quienes eligen, en el campo de posibles de un presente, alguna acción. Si todo presente es un conflicto por el sentido y a ese conflicto es al que llamamos política, importa mucho, también cómo lo narremos, cómo produzcamos interpretaciones, investigaciones, discursos.
Toda victoria, toda eficacia, debe ser comprendida, incluso la de la crueldad. Comprender implica dar cuenta de las razones de lo victorioso, ¿cómo hacerlo sin quedar apresadxs de una racionalización de lo que pretendemos combatir? El diario del lunes, ¿no nos lleva a considerar la serie de acontecimientos que se encadenan para producir esa tapa? ¿Cómo hacerlo sin que la explicación nos deje encandiladas y cautivas de las lógicas dominantes del presente, declarando las victorias como inexorables?, ¿cómo hacerlo de un modo que coopere -uso una expresión de Gabriela Diker en un artículo reciente- con la producción de otro lunes, uno en el que diremos, finalmente el tiempo de la crueldad ostensible y fanfarrona ha terminado? Si la época es siempre un haz de conflictos, querellas y posibilidades, entonces la tarea de conocer e interpretar no se debe acotar a dar cuenta de lo que prima, sino también de la fragilidad de lo que domina, de los intersticios, de las resquebrajaduras.
Tamara Kamenszain, poeta, escribió un libro hermoso sobre el psicoanálisis, sobre su vínculo personal con el análisis, lo llamó El libro de los divanes. En varios poemas, insiste sobre un verso: “Siempre hay otra línea de interpretación / siempre hay otra”. La imagen es preciosa. Y profundamente política. Porque siempre hay otra línea de interpretación es la frase que irrumpe contra el encierro monotemático de la paranoia, pero también con la cantinela de las fuerzas triunfantes. Siempre hay otra línea de interpretación si hay fuerzas sociales, artísticas, intelectuales capaces de producir esa interpretación: estamos en el terreno de la lengua nietzscheana, donde interpretar es producir un sentido y eso se produce sólo si una voluntad de poder afirmativa actúa.
Una época, entonces, es el arco de multiplicidades donde se conjugan esas disputas interpretativas. Que implican la capacidad de formular preguntas y problemas pero también la de enlazar otras imágenes.
4) Uno de los ideólogos fundamentales del actual gobierno nombra eso con la idea de batalla cultural, nombre que acarrea desde otras zonas ideológicas, para sembrarlo en su campo y hacerlo florecer. Una batalla por el sentido común, por los valores que sostiene una sociedad mayoritariamente, por las imágenes en las que se reconoce. El fantasma de Antonio Gramsci recorre el debate, porque la ultraderecha contemporánea comprendió que la disputa no es sólo por el control del Estado sino por la reconfiguración del sentido común. Que la hegemonía, como dirección política de una sociedad, se juega allí. Embaten contra la idea de que una sociedad es una red de interdependencias, cooperación e intentos de atenuar la vulnerabilidad. Frente a eso, erigen la primacía del sujeto individualizado, competitivo, que media todas sus relaciones por la mercancía. Ambas imágenes surgen de la experiencia pero se reconfiguran como núcleos ideológicos. Porque la imagen de sociedad que ponen como horizonte deseable es la del capitalismo liberado a su propio accionar, las fuerzas del mercado arrasando con cualquier regulación y forma de vida. Pero es también la descripción parcial del presente, lo que vivimos como sujetos que intercambiamos mercancías. Por eso, la teoría gramsciana es la de la interrupción crítica del reino del fetichismo, es la teoría de la sistematización posible de los núcleos de buen sentido -esos que surgen de la experiencia de las clases populares en su momento de elaboración autónoma, no en su encadenamiento ideológico-, para producir otra hegemonía.
Esos núcleos existirían porque al lado de los vínculos mercantiles, hay otro tipo de articulaciones sociales, públicas, estatales, agenciamientos comunitarios, prácticas comunales de los pueblos originarios, movimientos sociales que recrean la cooperación. Esas articulaciones producen, afirman, lazo social más allá o fuera del mercado. Son la base de lo que la ultraderecha nombra colectivismo. El colectivismo es, así, la idea de que lo común tiene una entidad, que es necesaria su afirmación y su cuidado. En general, esta afirmación va de la mano con la crítica a la primacía del mercado en la construcción social. De allí, el lugar fundamental que tiene, para la ultraderecha, en ese combate, la universidad pública: institución que se precia de producir conocimiento crítico, de ser hospitalaria a la pluralidad y la heterogeneidad social, que afirma la producción en común. Y que es gratuita, que piensa en términos de derecho y no de mercancía.
No se puede confundir esta ultraderecha necropolítica con el neoliberalismo noventista. Porque si por un lado, coinciden en la idea de afianzar el mercado con la privatización de los bienes comunes y la desregulación; por otro aquel neoliberalismo -como ha señalado Gisela Catanzaro- estaba ligado al reconocimiento de la pluralidad de formas de vida y del goce del consumo; mientras este momento propone mercado con rejerarquización represiva y sacrificial. Allí es donde la batalla cultural muestra su otro rostro: se trata de un embate contra los feminismos y las militancias queer, en lo que afirman de otros modos de vida posibles y en la crítica al anudamiento entre lógicas de poder patriarcales y capitalistas. Quizás no todas las feministas se reconocen como anticapitalistas o antiineoliberales, pero ese nudo es el que están considerando la clave de la batalla cultural.
5) Los feminismos se volvieron fenómeno de masas, en Argentina, con la discusión respecto del trazo que divide vidas con mérito de ser vividas y vidas desechables. Lo hicieron con la idea de que toda vida merece ser cuidada y toda muerte llorada. Para nosotras no hay vidas que no son dignas de duelo, para usar la precisa expresión de Judith Butler. Allí es donde el contrapunto con el orden de la crueldad es nítido. Lo es frente a la masacre de Barracas, donde fueron asesinadas tres lesbianas pobres, ante el silencio de gran parte de los medios de comunicación y la apatía de la opinión pública.
Cuerpos desechables. Vidas dañadas. No es nuevo: como sostenía Benjamin, si pensamos desde la tradición de los oprimidos, todo es estado de excepción. Pero en ciertas condiciones eso se acentúa, se activa, se legitima.
Ante la movilización universitaria del 23 de abril, Georgina Orellano, dirigente del sindicato de trabajadoras sexuales, llamó a marchar, por varias razones. Dijo que ni ella ni sus compañeras habían ido a la universidad, pero soñaban que sus hijas e hijos fueran universitarixs. Pero también que era fundamental para el sindicato y para las luchas antirepresivas, la colaboración de estudiantes y profesionales de la universidad pública, en especial de ciencias sociales, que se habían acercado a investigar, a hacer trabajos de campo, a alfabetizar, a tejer redes. Unos días después de la marcha, la cámara de diputadxs le dio media sanción a la llamada Ley Bases. Un militante libertario escribió en sus redes: Se acabó el sueño del hijo del peón de ser médico. Se tendrá que buscar otro sueño.
Entre uno y otro mensaje balizan el terreno de discusión para las universidades: desde aquí nos reconocemos como parte de quienes esperamos que los hijos e hijas de las trabajadoras sexuales y de los peones de campo lleguen a nuestras instituciones, sean nuestros estudiantes. También nos reconocemos como parte de quienes queremos seguir habitando universidades que traman alianzas con la vida popular, que hacen de sus saberes una herramienta colectiva, que los tejen de manera común. Pero también no sentimos parte de lxs que seguimos apostando a ciencias sociales que recorran cada presente buscando no sólo la explicación consistente de cada victoria sino los signos que anuncian o disputan o desean vidas más dignas de ser vividas. Para todxs. Para cualquiera.
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