La pandemia es algo malo; este es un punto sobre el cual no hay mucha discusión. Por cierto, hay algunas voces que declaran que no es tan malo. Observan que las enfermedades ya existentes y las guerras siempre en acción producen muchas más muertes. Es un argumento extraño, porque en nada disminuye el añadido de una mortalidad suplementaria, y hasta ahora irreprimible, sin una movilización considerable y costosa en todos los aspectos. Otros sostienen que el verdadero mal se encuentra en la servidumbre voluntaria de una sociedad que no quiere más que su bienestar y que desencadena una peligrosa sobreprotección a la vez estatal y médica. Como si hubiera que inventar un heroísmo abstracto, desprovisto tanto de causa como de dimensión trágica.
Por supuesto, nadie niega que graves cuestiones de sociedad, e incluso de civilización, son suscitadas o más bien subrayadas por este virus. Por el contrario, no dejan de hablar de esto. Pero como diría Descartes, lo importante es hablar con pertinencia.
La mayoría de las veces lo que viene al primer plano es la palabra “capitalismo”. De hecho, no se puede negar la responsabilidad de un sistema de producción y de ganancia que favorece una expansión continua de las dependencias, incluso de las servidumbres económicas, técnicas, culturales y existenciales. El problema es que la mayoría de las veces, como dijimos, parece ser suficiente con pronunciar la palabra “capitalismo” para haber exorcizado al diablo, tras lo cual reaparecería el santo Dios que, por su parte, se llama “ecología”.
Tenemos que volver a decirlo: muy viejo es ese diablo que suministró el motor de la historia del mundo moderno, al configurar y modelar el mundo. La producción ilimitada del valor mercantil se convirtió en el valor en sí, la razón de ser de la sociedad. Los efectos fueron grandiosos, surgió un nuevo mundo. Es posible que ese mundo esté en vías de descomponerse, pero sin suministrarnos nada que lo reemplace. Hasta estaríamos tentados de decir “por el contrario”, cuando vemos prácticas salvajes como el chantaje de una nación sobre las máscaras de otro, la fuga de un rey que va a confinarse a 9000 kilómetros de su reino, el anuncio de un culto destinado a proveer una inmunización divina contra el virus o simplemente las agarradas histéricas alrededor de una hipótesis de tratamiento.
En verdad, lo que está en juego no es solamente tal o cual defecto de funcionamiento. Es algo que va mal de manera constitutiva, inherente al curso que tomó el mundo o que nosotros le hicimos tomar desde hace largo tiempo. Y lo que va mal es lisa y llanamente, si me atrevo a decir, del orden del mal. El virus no es el mal en sí, pero la virulencia de la crisis, sus efectos inmediatos y todavía más previsibles de agravamiento de las condiciones de los más pobres permiten decir que reúne de manera impactante los rasgos del mal.
Hay tres formas del mal: la enfermedad, el infortunio y la maldad. La enfermedad forma parte de la vida. El infortunio es lo que hace sufrir la existencia (es decir, la vida que se piensa a sí misma), ya sea por una enfermedad o por una agresión (natural, social, técnica, moral). La maldad (que también se podría llamar el maleficio) es la producción deliberada de una agresión o de una enfermedad: apunta al ser o a la persona, como se quiera decir.
¿Hasta qué punto la virulencia actual es deliberada? Hasta el punto en que su poder está ligado o correlacionado al complejo de sus factores y de sus agentes: es inútil repetir lo que fue ampliamente documentado y comentado sobre el desarrollo de formas virales, las condiciones de contagio ofrecidas por las comunicaciones actuales, los proyectos de investigación abiertos desde hace ya veinte años por lo menos y todas las interacciones técnicas, económicas y políticas.
Son complejos análogos los responsables de las contaminaciones, las destrucciones de especies, los envenenamientos por pesticidas, las deforestaciones, no menos que una buena parte de las hambrunas, de las migraciones forzadas, de las condiciones de vida penosas, de los empobrecimientos, de la desocupación y otras formas de descomposición social y moral. Y es también a favor de los crecimientos tecnoeconómicos como se desarrollaron por un lado los imperios industriales, por el otro los imperios totalitarios, de los más aplastantes hasta los más insidiosos, es decir, desde los campamentos de todo tipo hasta las explotaciones de toda naturaleza y, para terminar, hasta el agotamiento de todo cuanto se llamaba “político”.
La crisis sanitaria de hoy no viene por azar después de más de un siglo de desastres acumulados. Es una figura particularmente expresiva —aunque menos feroz o cruel que muchas otras— del vuelco de nuestra historia. El progreso revela una capacidad de maldad desde hace largo tiempo sospechada pero ahora comprobada. Las advertencias de Freud, Heidegger, Günther Anders, Jacques Ellul y muchos otros quedaron en letra muerta, así como todo cuanto fue trabajado para deconstruir la suficiencia del sujeto, de la voluntad, del humanismo. Pero hoy es forzoso reconocer que el hombre hace daño a lo humano y que no hay que asombrarse si un filósofo puede escribir: “El Mal es el hecho primigenio”, como lo hace Mehdi Belhaj Kacem.
Para nuestra tradición, el mal siempre fue una falta reparable o compensable en las manos de Dios o de la Razón. Pasó por una negatividad destinada a suprimirse o a ser superada. Es el Bien de nuestra conquista del mundo, sin embargo, lo que resulta destructor, y precisamente por esa razón es autodestructor. La abundancia destruye la abundancia, la velocidad mata la velocidad, la salud perjudica la salud, la misma riqueza está quizá en vías de arruinarse (sin que nada de eso les vuelva a los pobres).
¿Cómo llegamos a eso? Probablemente hay un momento a partir del cual lo que había sido una conquista del mundo —de los territorios, de los recursos, de las fuerzas— se transformó en creación de un nuevo mundo. No solo en el sentido en que esta expresión designó antaño a América sino en el sentido en que el mundo se convierte literalmente en la creación de nuestra tecnociencia, que por lo tanto sería su dios. Esto se llama omnipotencia. Desde Averroes, la filosofía conoce las paradojas de la omnipotencia, y el psicoanálisis su atolladero alucinatorio. Siempre se trata de la posibilidad de limitar o no semejante potencia.
¿Qué cosa podría indicar un límite? Tal vez justamente la evidencia de la muerte que el virus nos evoca. Una muerte que ninguna causa, ninguna guerra, ninguna potencia puede justificar, y que viene a subrayar la inanidad de tantas muertes debidas al hambre, al agotamiento, a las barbaries guerreras, concentracionarias o doctrinarias. Saber que somos mortales no por accidente sino por el juego de la vida y también de la vida del espíritu.
Si cada existencia es única es porque nace y muere. Precisamente porque se juega en ese intervalo es única. David Grossman escribió hace muy poco, en ocasión de la pandemia: “Del mismo modo en que el amor incita a distinguir a un individuo en medio de las masas que atraviesan nuestras existencias, del mismo modo la conciencia de la muerte provoca en nosotros el mismo sentimiento”.
Pero si el mal está a todas luces ligado, en sus efectos, a las desigualdades vertiginosas de las condiciones, tal vez nada dé un fundamento más claro a la igualdad que la mortalidad. No somos iguales por un derecho abstracto sino por una condición concreta de existencia. Saber que somos finitos —de manera positiva, absoluta, infinita y singularmente finitos y no indefinidamente poderosos— es el único medio de dar sentido a nuestras existencias.
Capítulo “El mal y el poder” del libro Un virus demasiado humano, trad. Víctor Goldstein, Ediciones La Cebra, 2020. www.edicioneslacebra.com.ar
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