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  • Foto del escritorRevista Adynata

Una canción como esa / Claudia Masin

A Milagro Sala


En los pueblos anestesiados, adormecidos por un sol violento, cada vez que llueve se levanta de las calles de tierra una nube de vapor, un humo viejo que trae el olor picante de la pólvora vencida, disparada hace décadas sobre cuerpos desarmados o en enfrentamientos desiguales de cientos contra pocos, un humo que condensa el olor de todos los fuegos encendidos a la noche, jornada tras jornada, mes tras mes, año tras año, para asar la carne o calentar la comida que hubiera, unos junto a otros reunidos alrededor del fogón como luciérnagas que se han ido apagando para dejar su brillo en una caja que otros construyeron, sin agujeros por donde respirar porque no todos, se sabe, tienen derecho a la vida y a la belleza. Es denso ese humo y es tóxico, y se nos cierra la garganta cuando llega, porque guarda el olor corrosivo que se adhiere a los cuerpos de tanto andar juntando los desperdicios que otros dejan, la basura ajena, para seguir sobreviviendo. El olor de ese humo, a pobreza y a miedo, a veces crece y crece y llega a las ciudades ricas donde apesta más que nunca y hay que espantarlo con las manos como a un insecto. No tiene historia, no duele, a nadie le pertenece ese olor cuando entra a las casas y molesta, lo único que importa es apagarlo, taparlo, hacer que vuelva a donde pertenece, porque no se puede invadir la propiedad de los otros con la propia miseria. Sin embargo es más grande todavía el desprecio y el asco cuando esos hombres y mujeres un día se atreven a salir a las calles, a invadir el centro de ciudades que no fueron construidas para ellos: aunque han venido de tan lejos, y están sucios y cansados, no traen ese olor animal con ellos, no es pobreza ni miedo eso que los circunda como un halo imposible y los protege como una empalizada, como una fuerza torrencial y serena que los sostiene con la delicadeza con que debe ser sostenido algo que ha sido roto y recompuesto mil veces, algo a la vez infinitamente poderoso y frágil, porque ha conocido la experiencia de su propio derrumbe y ha vuelto. No es pobreza ni miedo, no están vencidos porque vienen cantando, se los oye desde lejos, nadie puede no oírlos, su canción tiene raíces tan hundidas en la tierra que a algunos les toca el corazón, les hace nacer una alegría que no conocían, tan intensa que pareciera que les rompe el pecho, pero en otros despierta una violencia incurable y quisieran arrancar ese canto y arrancarlos a ellos como a la mala hierba para que algo así, capaz de transmitir una esperanza tan tremenda, no pueda propagarse y contaminar a los demás, a los que bajan la cabeza y aceptan porque no saben, no les han dicho, nunca han escuchado una canción como esa. Que no existen los milagros es algo evidente. Pero sí existen algunos –poquísimos- seres con el coraje, la terquedad, la furia de insistir en lo que no se puede: caminan sobre el agua o multiplican los panes y los peces como si no estuvieran haciendo nada extraordinario, apenas lo justo, lo que tenía que ser hecho. Una sola de estas personas puede lograr que el mundo se ahueque como los ventrículos del corazón enorme y violento de las fieras del monte, cuyo latido retumba adentro de la tierra hasta que incluso los seres más mansos, más pequeños, lo escuchan y entonces despiertan y escapan de una vez y para siempre de su cautiverio.


Grafitti, Mujeres Creando, Bolivia 2006

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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