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  • Foto del escritorRevista Adynata

Una Ley para la Máquina / Ezequiel Buyatti


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián,

y solicita que le permita entrar en la Ley.

Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar.

El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar

Franz Kafka, Ante la Ley



Inexperto con relación a la marcha del mundo, incapaz de verme ligado a todo suceso posible en esta marcha, me pregunto solamente: ¿puedes querer también que tu máxima se convierta en norma universal? De no ser así, resultará despreciable y ello no por cierto a causa del perjuicio que para ti o para otro pueda representar, sino porque no tendría cabida como principio en una legislación universal

Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres



Kant como pensador moderno de la razón propone un giro subjetivo —que contiene la pretensión de quitarle fundamento a toda moral basada en la idea de felicidad que había estructurado gran parte del imaginario ético del mundo clásico hasta la Ilustración— y situar el deber como fenómeno moral central. Este movimiento metodológico llevado adelante por Kant en el plano de la ética consistirá esencialmente en redefinir lo bueno a partir de lo correcto. El principio que otorga valor moral a las acciones no resulta del bien a conseguir o del conjunto de virtudes a desarrollar, sino de la consciencia que manda a la voluntad a obedecer sin condiciones la ley moral que emana de la razón misma.


En el capítulo primero de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant comienza a determinar el criterio de moralidad a partir de tres postulados: “hacer el bien no por inclinación sino por deber” (Kant, 1964, p. 74), “el valor moral de una acción reside, no en el propósito que ha de alcanzarse, sino en la máxima según la cual se decide (Kant, 1964, p. 76) y “El deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley” (Kant, 1964, p. 77).


Lo sintético del postulado número tres, que es consecuencia de los dos anteriores, merece desgranar los conceptos implicados en él. A partir de una buena voluntad que es incondicionada y sin restricciones, y que además es buena solo por el querer, es decir, que es buena en sí misma, Kant llega al razonamiento de que el valor moral de las acciones va a estar dado por el deber. El concepto del deber, a su vez, contiene el de la buena voluntad pero bajo obstáculos subjetivos, es decir, inclinaciones. Ya que el hombre está tensionado por el llamado de la razón (moralidad) y el de la empiria (inclinaciones), es decir, es un habitante de dos mundos: el racional, que es el del deber moral, y el pasional, que es el fenoménico, Kant va a formular una ley de carácter universal.


La ley va a ser el imperativo categórico. Esta formulación kantiana representa la necesidad de una acción como objetivamente necesaria sin otra referencia que la propia corrección de la misma. Además, revela la instancia de objetivación y universalización de las máximas (principios subjetivos del querer) que orientan la motivación de toda praxis individual. Es en virtud de la capacidad de representarse la ley que tiene todo ser racional, que resulta posible evaluar la moralidad de las máximas. En este sentido, para que una máxima sea moral el principio subjetivo del obrar o la máxima debe concordar necesariamente con el principio objetivo, es decir, con la ley moral. En síntesis, el imperativo categórico es una fórmula que expresa actuar según una razón que manda a no ceder a las inclinaciones naturales, a los intereses individuales, o a las presiones sociales: una razón que manda como obligación incondicionada el mandato de hacer corresponder la máxima subjetiva que orienta nuestro obrar con la ley objetiva que nos hace morales: “El imperativo categórico es, pues, solo uno y es este: obra solo según aquella máxima de la que al mismo tiempo puedas querer que se convierta en norma universal” (Kant, 1964, p. 112); “Hay que poder querer que una máxima de nuestra conducta llegue a ser una ley universal. Este es el canon del juicio moral para cualquier caso” (Kant, 1964, p. 114).


Una última explicación sobre el postulado número tres de la moralidad tiene que ver con el concepto de respeto. Para Kant, el concepto de respeto no es un sentimiento, sino una inclinación excepcional que emana de la razón. Lo que se reconoce como ley, se reconoce con respeto. Esto significa situar a la consciencia de subordinación de la voluntad bajo una ley sin mediación de otras influencias en la mente: “La determinación inmediata de la voluntad por la ley de la consciencia de esta determinación se llama respeto” (Kant, 1964, p. 79). El respeto es el efecto de la ley en el sujeto y no la causa y es la representación (capacidad de hacer presente a través de la consciencia) de un valor que quebranta el amor propio.


Ahora bien, retomando el imperativo categórico kantiano, se podría sostener que los principios argumentativos de la teoría normativa universalista son propicios para una crítica de las costumbres comunitarias, de los códigos socialmente heredados de conducta, y de las representaciones subjetivas. Si estos códigos sociales se sostienen bajo lógicas opresivas heredadas, la intervención crítica universal mediante el imperativo categórico puede llegar a desarticular mandatos contingentes basados en opresiones milenarias. Sin embargo, la teoría normativa universalista, este tribunal supremo de la razón, se sitúa en una inquebrantable confianza en el progreso civilizatorio y en todo lo que este desarrollo histórico conlleva: mercantilización de la Tierra y de los cuerpos, creación de ciudadanía, institucionalización de lo vital, aniquilación de lo vivo. Es decir, el imperativo categórico es una ley fundamental para la Máquina.


Los férreos creyentes del autoritarismo, de las jerarquías y de la dominación históricamente han sostenido la incapacidad que tiene el ser humano de relacionarse con el mundo y con los seres. En este sentido, Kant también alude a esta incapacidad relacional: “Inexperto con relación a la marcha del mundo, incapaz de verme ligado a todo suceso posible en esta marcha, me pregunto solamente: ¿puedes querer también que tu máxima se convierta en norma universal?” (Kant, 1964, p. 82). En consecuencia, ¿poder querer que una máxima de nuestra conducta se convierta en legislación universal y que no exista lugar por fuera de ella, no es estar sedimentando, a través del totalitarismo de la razón, el totalitarismo del Estado, del Derecho, de la Ley: todos ADN del patriarcado? Si lo empírico y las contingencias de los sucesos posibles se rigen en todos los casos mediante una ley universal estática e inamovible, ¿damos lugar a la vida como organismo hipercomplejo anárquico que, por un lado, se autorregula hacia dentro, y por el otro, evoluciona mediante relaciones simbióticas hacia afuera? ¿Damos lugar a la armonía de la diversidad de las relaciones con y en el planeta?


La teoría normativa universalista kantiana implica un nuevo Dios: el fundamento absoluto de la razón vinculada al desarrollo de la civilización capitalista occidental. El Estado encarna ese progreso y los individuos no pueden más que someterse a esa necesidad histórica, deben sacrificarse por el progreso unidireccional de la historia. ¿Cómo pensar éticas dinámicas de libertad si estamos sujetos en todo momento y en todo contexto a un tribunal absoluto de la razón? ¿Cómo pensar principios éticos endógenos y contingentes de una comunidad si existe una ley moral suprema y universalista?


El Estado-Capital visto como una lógica opresiva totalitaria ha querido asfixiarnos entre sus muros. Nos ha impuesto mediante la violencia física e intelectual una verdad dogmática, férrea e inexorable: por fuera del Estado-Capital —dicotomía necesaria para significar, ya que no existe uno sin el otro— no hay nada. Sintagma que revela la fuerza opresiva del Estado, que demuestra que es lo opuesto a lo vivo y a la libre organización de los individuos para el bienestar comunal. La moral universal kantiana, entonces, funciona dentro de este cerco como un fundamento para sostener la violencia sistémica del orden existente.


Comparecer ante el Estado, ante “el monstruo más frío de todos los monstruos fríos”, ante esa maquinaria de tortura de la cual somos la carne en la que él inscribe su Ley, tal como se lee en otra narración kafkiana, “En la colonia penitenciaria”, como comparecer ante el tribunal supremo de la razón kantiano, ante la Ley de ese guardián poderoso, nos localiza en esa línea histórica opresiva que nos paraliza para crear vínculos anárquicos. Cerrar definitivamente la puerta de la Máquina puede ser alguna salida por fuera de la eterna espera en la que nos sitúa la opresión de lo existente.


Queremos una salida


Los dramas kafkianos son dramas de individuación, en los que se trata no de la libertad sino de una salida, dado que la libertad, en esta perspectiva, es todavía demasiado humana. “No queremos ser libres, lo que queremos es tener una salida” dirán los típicos personajes kafkianos. En esa afirmación queda claro que lo que se juega no es la interrogación de la forma de Estado, sino la negación de este.


El arte con potencia revolucionaria —del lado de la máquina de guerra— en oposición a un arte sin potencia revolucionaria —que se sitúa en la lógica estatal— planteado por Deleuze y Guattari dialoga con la obra kafkiana. El arte con potencia revolucionaria desarticula las desterritorializaciones que el Estado ha detenido con reterritorializaciones compensatorias. El arte de la máquina de guerra sería un arte adecuado para desujetar, desubjetivar, desindividualizar a los individuos de aquello que los vuelve meras partes de la máquina capitalista. Kafka, como escritor de literatura menor, literatura no hegemónica, subalterna, sin tradición, sin canon y por la tanto sin opciones de consagración, va a formar parte del arte con potencia revolucionaria: “Solo el menor es grande y revolucionario. Odiar toda la literatura de amos y maestros” (Deleuze y Guattari, 1975, p. 43).


Kafka establece una literatura revolucionaria a partir de encontrar en la sobriedad el camino hacia una gran complejidad. La imagen de lo burocrático como infinitamente parcelable, por ejemplo, nos asfixia en el cuento “Ante la ley”. La burocracia en Kafka se vuelve un sistema profesional asociado con el Derecho, un universo infinitamente segmentado, infinitamente jerarquizable, que solamente sirve para hacer retroceder, para dilatar de manera infinita la ejecución de la ley. Esta dilatación infinita que encontramos en “Ante la ley” es tomada por Agamben en un sentido contrario a la supuesta insistencia positiva del campesino de entrar en la ley. Se podría leer que lo que el campesino quiere es cerrar la puerta, cerrar esa y todas las puerta de la ley; lo que reforzaría la hipótesis anarco-nihilista que envuelve a los textos kafkianos, a la vez que negaría ese destino trágico de un campesino y lo pondría más bien en la línea de buscar una salida:


[…] es posible entonces imaginar que toda la actitud del campesino no sea otra cosa que una complicada y paciente estrategia para conseguir su cierre, con objeto de interrumpir la vigencia de aquella [la ley]. Y, finalmente, aunque quizás al precio de su vida […] el campesino tiene realmente éxito en su intento, consigue que se cierre para siempre la puerta de la ley. (Agamben, 2006, p. 76).


Lo que el texto de Kafka nos dice es que no se puede entrar en la ley porque la puerta está siempre abierta y porque la ley, en esa apertura, no prescribe nada. Es decir, la ley se afirma con más fuerza precisamente porque no prescribe nada; esa puerta abierta incluye al campesino al excluirlo y al mismo tiempo lo excluye al incluirlo. La ley es algo que a la vez que carece de significado está vigente: la nada de la ley. La tarea que Agamben plantea, pensando cuál sería la función del campesino en este relato, es cerrar esa puerta que da a la nada de la ley. Cerrar ese estado de suspensión indefinido de la ley. Encontrar una salida y cerrar todas las puertas del dispositivo bélico civilizatorio, cerrar todas las puertas de lo que ha declarado la guerra a la comunidad, a lo vivo —patriarcado, Estado y Capital— para nunca más volver a entrar.




Referencias bibliográficas

-Agamben, G. (2003). “Forma de ley” en Homo sacer. El poder soberano y la nuda

vida. Valencia: Pre-Textos.


-Deleuze, G. y Guattari, F. (1975). Kafka. Por una literatura menor. México: Era.


-Derrida, J. (1984). “Kafka: Ante la ley” en La filosofía como institución. Barcelona: Granica.


-Kafka, F. “Ante la ley”, disponible en: http://www.dominiopublico.es/libros/K/Franz_Kafka/Franz%20Kafka%20-%20Ante%20la%20Ley.pdf

-Kafka, F. “En la colonia penitenciaria”, disponible en: http://www.biblioteca.org.ar/libros/11395.pdf


-Kant, I. (1964). Fundamentación para la metafísica de las costumbres. Buenos Aires: Aguilar.



Roman Cieslewicz - "El Proceso Kafka" - 1964 - Poster-Litografía en offset 81,9 x 54,6 cm

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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