¿Dónde nos encuentra el doceavo mes de este año? ¿En qué carnaduras recaen las fatigas planetarias? ¿Cuántas sensibilidades saben que la vida está amenazada? ¿Qué enseñó la privación de los abrazos? ¿Cuántas penurias más podrá soportar la historia? ¿Hasta qué punto se multiplicarán fronteras en las ciudades? ¿Cuántos más campos de existencias condenadas a no tener cómo sobrevivir? ¿Hasta dónde habrá de llegar la obscenidad de la acumulación de capital en una centena de nombres propios?
Llena de rabia que la repetida declamación escénica de la llamada humanidad organizada consista en proclamar que se debe cuidar la vida.
Desconciertan y ofenden estas declaraciones, mientras laboratorios comercian con vacunas y muchísimas afectividades carecen de agua para lavarse las manos.
¡Qué bien hace el desahogo en una común protesta!
Sin embargo, no alcanza con despedir amorosamente a un héroe caído.
Urge habitar una vida sin heroicidades, sin excepcionalidades sobresalientes, sin triunfos ni castigos ejemplares.
¿Cómo saber si una premura moral resulta más de lo mismo o incita a discutir las mismidades?
Tal vez intentar pensar de otro modo aunque no se pueda.
Imaginar una vida sin identidades, sin obsesiones propietarias, sin lenguajes normativos, incluso sin nuestros sentimientos.
Practicar el olvido de sí: hacer un llamado, invocar una común espera, un súbito arrebato de lo imprevisto.
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