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Foto del escritorRevista Adynata

Aurora (La moral del sufrimiento voluntario) / Friedrich Nietzsche (1881)

¿Cuál es el goce más elevado para los hombres en estado de guerra, en esa pequeña comunidad constantemente en peligro, en donde reina la moralidad más estricta? Me refiero a las almas vigorosas, sedientas de venganza, rencorosas, pérfidas, dispuestas a los acontecimientos más terribles, endurecidas por las privaciones y la moral. El placer de la “crueldad”. En semejantes almas, y en tales situaciones, mostrarse insaciable en la venganza es una virtud. La sociedad se reconforta con el espectáculo de las acciones del hombre cruel y arroja lejos de sí, de una vez, la austeridad del temor y de las continuas precauciones. La crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad. Por consiguiente, se cree que los dioses también se regocijan cuando se les ofrece el espectáculo de la crueldad, de tal modo, que la idea del sentido y del valor superior que hay en el sufrimiento voluntario y en el martirio aceptado libremente se introduce en el mundo. Poco a poco, la costumbre establece en la comunidad una práctica conforme a esta idea; desde entonces se desconfía de todo bienestar y se adquiere cada vez más confianza en los grandes estados de dolor, se dice que los dioses podrían sernos hostiles viendo nuestra felicidad y favorables viendo nuestro dolor; ¡sernos hostiles y no apiadarse de nosotros! Pues la piedad es considerada como despreciable e indigna de un alma fuerte y terrible; pero los dioses nos son propicios porque el espectáculo de las miserias les divierte y les pone de buen humor, pues la crueldad proporciona la más a voluptuosidad al sentimiento de poderío. Así es como se ha introducido en la noción del hombre moral, tal como existe en la comunidad, la virtud del sufrimiento frecuente, de la privación, de la existencia penosa, de la mortificación cruel: “no”, lo repetimos como medio de disciplina, de dominio de sí mismo, de aspiración a la felicidad personal, sino como una virtud que dispone favorablemente hacia la comunidad a los malos dioses, elevando constantemente hasta ellos la humareda de un sacrificio expiatorio. Todos los conductores espirituales de pueblos que supieron poner en movimiento el limo perezoso y terrible de las costumbres han tenido necesidad de la locura, a más del sacrificio voluntario, para encontrar crédito; y, sobre todo, han tenido necesidad de la fe en sí mismos. Cuanto más seguía su espíritu los nuevos derroteros y era atormentado por los remordimientos y el temor, más cruelmente luchaba contra su propia carne, contra su propio deseo y contra su propia salud, como para ofrecer a la divinidad una compensación en goces, en el caso en que se irritase a causa de las costumbres olvidadas o combatidas a causa de los nuevos fines que se había trazado. Sin embargo, no hay que pensar, mostrando así demasiada complacencia, que en nuestros días estamos completamente desembarazados de semejante lógica de los sentimientos. Que las almas más heroicas se interroguen en este punto en su fuero interno. El menor paso dado hacia delante, en el dominio del libre pensamiento y de la vida individual, ha sido conquistado, en todos los tiempos, con torturas intelectuales y físicas; y no solamente el paso adelante, no: toda clase de pasos, de movimientos, de cambios, tiene necesidad de innumerables mártires, en el curso de esos miles de años que buscaban sus caminos y que echaban los cimientos, pero en los cuales no se piensa cuando se habla de esta clase de espacio de tiempo ridículamente pequeño en la existencia de la humanidad y que se llama “historia universal”; y aun en el dominio de esta historia universal, que no es, en suma, más que el ruido que se hace alrededor de determinadas novedades, no hay asunto más esencial ni más importante que la antigua tragedia de los mártires que quieren “remover el pantano”. Nada ha sido pagado más caro que esta pequeña parcela de razón humana y de sentimiento de la libertad de que tanto nos enorgullecemos hoy. Mas por este mismo orgullo nos es casi imposible adquirir el sentido de ese enorme lapso de tiempo en que reinaba la “moralidad de las costumbres” y que precede a la "historia universal”, “época real y decisiva, de primera importancia histórica, que fijó el carácter de la humanidad”, época en que el sufrimiento era una virtud, la crueldad era una virtud; el disimulo, una virtud; la venganza, una virtud; la negación de la razón, una virtud; en que el bienestar, por el contrario, era un peligro; la sed de saber, un peligro; la paz, un peligro; la compasión, un peligro; la excitación a la piedad, una vergüenza; el trabajo, una vergüenza; la locura, algo divino; el cambio, algo inmoral, preñado de peligros.

¿Creen que todo esto ha cambiado por el hecho de que la humanidad ha variado de carácter? ¡Oh, conocedores del corazón humano, aprendan a conocerse mejor!



Fuente: Libro Primero, 18 “La moral del sufrimiento voluntario“, 1881. En Aurora, reflexiones sobre los prejuicios morales. Traducción de Eduardo Ovejero Maury, Biblok, España, 2019.


Rafael Canogar Descolorida paz, preciosa guerra. La Violencia 1969 Litografias 56 x 76.6cm





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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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