Llega mansa pero incisiva una pelota llovida al medio del área grande. Quincosi ensaya un rechazo con la cabeza, pero queda ahí boyando en la medialuna del área grande. Allí el diez de ellos, un tipo flaquito, desgarbado pero muy sensible en su zurda la para como acariciándola, y desairando la marca pegajosa de Bazán, la toca sutilmente con el empeine y la deja caer para que haga un solo pique, al mismo tiempo que prepara su pierna inhábil para afirmarse y acomodarse para el chutazo. Antes de que el Chato lo tape, saca el zurdazo seco, a media altura, fuertísimo que va viboreando en el aire elevándose en busca de las telarañas del ángulo izquierdo de Piraña, que intuyendo la trayectoria empieza a acomodarse para la volada. El área era un remolino, contaminada de jugadores expectantes para el desenlace. Argentino Peralta era un tipo retacón, pesado que jugaba en la zaga central. No era dúctil, ni tiempista sólo estaba porque su figura pesada y rellena impresionaba al más pintado de los delanteros. Recio y disciplinado en la marca y en los relevos se antepone a la figura de retaguardia de Piraña y haciendo una pirueta inusual para su físico, da un salto atlético que devino en desgarro, y se interpuso con su humanidad entera. La pelota pegó de lleno en su glúteo derecho y cayó muerta en el medio del área, ante la estirada inútil de Piraña que se desparrama detrás de la escena. El árbitro, un petizo que estaba en el final de su carrera, tapado por el nueve de ellos, no alcanza a ver toda la jugada. Y lejos de un gesto de hidalguía que dijera: me taparon, no pude ver nada. Se llevó el silbato a la boca, y salió corriendo para el punto del penal sancionando la pena máxima, con el dedo índice apuntado el piso como si llevara a pasear un gran danés. Penal. ¿Penal? ¿PENAL? Fue la pregunta generalizada adentro y afuera de la cancha. Un estupor paralizante duró unos minutos en todos los presentes. Nadie reaccionaba. Sólo Argentino que, persiguiendo al árbitro con los pantalones bajos, le mostraba la aureola roja que le había dejado aquel fulbazo en el culo.
Mi viejo, que era un wing derecho de raza, veloz y con una patada de mula, y que nunca bajaba a colaborar en defensa porque el 7 siempre tenía que estar arriba y abierto a la derecha, justo en esa jugada se había solidarizado casi rompiendo las lógicas del contrataque y había bajado hasta el borde del área, y desde allí había seguido cada instante de la jugada como un espectador de lujo. Cada intervención, de cada uno de los jugadores habían sido como fotos grabadas en sus pupilas y no podía entender tanta desidia. Estaba petrificado intentando procesar la decisión artera del juez. Era duro en sus corridas y firme en sus centros al área, si bien era de discutir las decisiones del árbitro no era un jugador complicado ni quejoso.
No había pensado en el retiro, pero hacía un tiempo que le venían pesando los entrenamientos de los martes y jueves después de la panadería y el no poder tomar tanto los sábados a la noche. A esto se le sumaban sus treinta y cuatro años, el cansancio de un segundo tiempo de ida y vuelta, el dolor en demasía de la patada del tres de ellos apenas empezado el partido, una pelota que intentó parar y se le fue por abajo del botín, un gol increíble errado al final del primer tiempo, las ganas de no tener ganas de vestuario y la furia que le provocaba siempre la arrogancia de los árbitros ante un fallo mal cobrado, más que ese petiso que le llegaba al pecho se había parado como una estatua justo frente de él marcando el punto del penal. La mirada se fue desfigurando rápidamente por la impotencia del fallo mal cobrado. No pidió muchas explicaciones, ya que la decisión la había tomado desde el primer segundo. Solo le preguntó:
- ¿Desde cuándo el culo tiene manos? -
Y sin esperar respuesta alguna elevó su mano derecha dibujando un mazazo monzoniano impulsado por todo el brazo, que se estrelló de lleno en la mollera de incipiente pelada del hombre de negro.
El juez de línea del lado de los eucaliptus dio por suspendido el partido. El petiso se despertó en el vestuario, cuando el bufet había cerrado y ya no quedaba nadie comentando lo acontecido. Cuando se enteró de que el tribunal de penas le había dado noventa y nueve años, no se preocupó por hacer el descargo en la liga. Ya sabía que esa había sido su despedida.
Al otro domingo, agarró al “yaqui”, y con la escopeta del doce empezó a inaugurar otro oficio en su vida: cazador.
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