top of page

Entrevista a Édouard Louis – Dressé par les hommes / Naomí Titi para “Les Couilles sur la table” (parte 1)

  • Foto del escritor: Revista Adynata
    Revista Adynata
  • hace 5 días
  • 40 Min. de lectura

No hablar de esta violencia masculina, o no hablar de la violencia homofóbica en las clases populares, es no hablar del todo de la violencia que esas mismas clases padecen. Una violencia tan grande que empuja sus cuerpos a reproducirla, a otros niveles, en otros momentos, en otros lugares.


Hablé largo rato con una de las voces más potentes de la literatura francesa contemporánea, un escritor que explora las violencias sociales y las masculinidades. Se llama Édouard Louis.


En todas partes —en la familia, en la escuela, en la iglesia, en el Estado, en la política— todo sostiene la masculinidad.

Quizás no lo conozcan, así que se los presento brevemente: Édouard Louis tiene 32 años. Creció en Hallencourt, un pequeño pueblo del departamento de la Somme, al norte de Francia. Proviene de una familia muy pobre, con cinco hijos, marcados por la violencia social y la violencia a secas. Ese contexto —y la homofobia dominante— lo empujaron a huir hacia una gran ciudad para estudiar.

Cuando se convirtió en escritor, a los 21 años, su vida cambió por completo. Encarnó, por excelencia, la figura del transfuge de classe, esos seres que conocen la violencia del mundo desde adentro y luego vienen a testimoniarla, como una especie de alertadores, de vigías del malestar.

Su primera novela autobiográfica, publicada en 2014 por Seuil, se titula “Para acabar con Eddy Bellegueule”. Vendió más de 500.000 ejemplares y fue traducida a 33 lenguas. Desde entonces, Édouard Louis escribió seis novelas más —todas muy exitosas— sobre su vida y la de su familia. También coescribió textos teóricos y teatrales, tradujo poesía, y el 1 de octubre de 2025 publicará un nuevo ensayo en Flammarion: “¿Qué hacer con la literatura?”

Hoy vive en París, aunque viaja constantemente para encontrarse con sus lectorxs por el mundo. Su éxito y sus posiciones públicas lo inscriben en una larga tradición de escritores comprometidos. Ocupa un lugar central en los medios, desde donde responde a la actualidad social.


“Lo que me impresiona —dice— es cómo un gobierno puede ir tan lejos en la destrucción del derecho al desempleo, en la demolición de las ayudas sociales, con un RSA cada vez más severo…” Expresa sus convicciones políticas, profundamente ancladas a la izquierda. “La situación política actual bajo el macronismo es extremadamente violenta. Un régimen de violencia policial, una suerte de neoliberalismo policial.” Esa postura le ha traído conflictos con su familia, con el personal político, y a veces, malentendidos con su propio público.


Cuando descubrí sus libros, quedé conmovida. Lloré más de una vez, porque todo lo que cuenta lo sentí en mi propia carne. A través de su historia, Édouard Louis nos confronta con la violencia contra lxs pobres, con la violencia masculina, con la violencia homofóbica. Todavía tengo en la mente las imágenes de su casa familiar en ruinas, de sus primeros amores con chicos, o de su hermano desplomado en el salón, a los 38 años.

Si escribe sobre todo eso, no es sólo para conmovernos: es para dar cuerpo a una realidad que ya no podemos ignorar, para mostrar lo que las decisiones políticas y las estructuras de poder hacen con nuestras existencias, con nuestros alientos de vida.

Quizás también, para esbozar estrategias de fuga: por la amistad, el deseo disidente, la lucha política o la literatura. Para intentar dar vuelta todas las formas de dominación.


De todo eso hablé con Édouard Louis en esta gran conversación. Grabamos durante dos tardes y lo convertimos en cuatro episodios. El primero comienza ahora.


—Me llamo Naomi Titi, y están escuchando el episodio 122 de Les Couilles sur la table, un pódcast creado por Victoire Tuaillon.

—Bonjour Édouard Louis.

—Bonjour.


Naomi Titi:

Todo lo que aprendiste sobre las formas de habitar el cuerpo, los gustos que había que cultivar, las maneras de hablar, de vestirse, de expresarse… lo contás especialmente en tu primer libro, Para acabar con Eddy Bellegueule.

Y esos aprendizajes se condensan en ese mantra que te repetías cada mañana de la infancia: “Hoy seré un tipo duro.”

Para empezar, me gustaría preguntarte: ¿qué significaba ser un tipo duro?


Édouard Louis:

En el mundo de mi infancia, en el medio donde crecí —un pequeño pueblo del norte de Francia, postindustrial— hasta los años noventa la mayoría de los hombres y algunas mujeres trabajaban en fábricas.

Cuando cerraron progresivamente esas fábricas, lo que quedó fue pobreza, un sentimiento de abandono, de olvido.

La frase que más se repetía era: “Nadie habla de nosotros. A nadie le importamos. No contamos para nadie. Nosotros, los pequeños, los obreros.”


Crecí dentro de ese universo de desposesión y miseria, donde ser un tipo duro, demostrar la propia masculinidad, la fuerza, la agresividad, era una forma de riqueza —la última riqueza que quedaba.

Era lo único que aún podía darte poder, la única manera de no ser sólo una víctima, de no quedar aplastado: aplastar a los otros, hacerles daño, excluir, abyectar a quienes no encarnaban esos principios masculinos: las mujeres, los gays, las lesbianas, los homosexuales, todas las personas que parecían desviadas.

En el fondo, eso es lo que intento narrar en mis libros: cómo esa violencia masculina contaminó toda mi infancia.

Estaba en todas partes, todo el tiempo, en cada gesto.

Había algo extraño, una obsesión por el adiestramiento masculino (dressage masculin) en el mundo donde crecí.

Había que enseñar a los chicos a volverse “hombres de verdad”, “tipos duros”.

Y eso se manifestaba de modo muy concreto:

mi hermano mayor me decía:

“Caminás como un maricón, como una chica. Tenés que aprender a caminar de un modo más viril. No te contonees tanto, meté las manos en los bolsillos, no agites las manos cuando hablás.”


Toda mi infancia estuve rodeado de hombres —de mi familia y de fuera de ella— obsesionados no sólo con su propia masculinidad, sino también con la masculinidad de los otros.

Como si el hecho de que alguien cerca no respetara los preceptos o las normas masculinas pusiera en peligro la masculinidad de todos.

Como si hubiera un peligro permanente alrededor de la masculinidad.

Y eso es extraño.

¿Qué hace que la masculinidad tenga miedo?

¿Por qué la masculinidad tiene tanto miedo?

Siempre se siente precaria, al borde del colapso.

En el mundo de mi infancia —y creo que en el mundo social en general— la masculinidad se manifestaba así: como una misión de rescate.

Había que salvar la masculinidad porque algo la amenazaba, porque podía desmoronarse.

Y cuando mi hermano veía mi cuerpo de niño gay, un cuerpo que no correspondía a esa idea de la masculinidad, que representaba el opuesto absoluto de lo esperado en un varón, era como si sintiera miedo.

Como si tuviera que hacer respetar la disciplina.

Como si le fueran a quitar algo.


Naomi Titi:

Esa misma forma de miedo también estaba en tu padre, ¿no? Él necesitaba convertirte en un hombre heterosexual y viril para preservar su propia reputación. Y contás eso en un episodio sobre el fútbol: él intentó inscribirte en un club. ¿Por qué era tan importante para él?


Édouard Louis:

Por varias razones.

Primero, porque en el mundo social en general —y particularmente en las clases populares de mi infancia—

un hombre construía su masculinidad de padre a través de la masculinidad de sus hijos.

Mi padre creía que para afirmar su propia masculinidad debía tener un hijo con quien ir al fútbol, con quien compartir anécdotas sobre mujeres, con quien comentar el cuerpo de las mujeres en la calle.

Como si, en el fondo, la masculinidad de los hijos reforzara la masculinidad de los padres.

Mi padre tenía ese fantasma: que yo sería una prolongación de su virilidad.

Pero yo nací gay, con deseo por los hombres, con un cuerpo que no respondía a esas expectativas masculinas.

Y lo que cuento en Para acabar con Eddy Bellegueule es que, desde el primer momento, rompí los sueños de mi padre, destruí sus esperanzas de masculinidad.

Y, una vez más, fue como si hubiera atentado contra su propia masculinidad.

La masculinidad es un poder fácil. Un poder que se reproduce siguiendo reglas viejas, aunque se sufra por ellas, aunque se sepa que sólo funcionan a través de la brutalidad y la dominación.

Hay una paradoja muy extraña en el corazón de la ideología masculina —y de la ideología masculinista—: porque esta ideología se sostiene en la idea de que el género es algo natural.

Siempre se lo legitima diciendo que es una construcción natural, que viene —según algunos— de la naturaleza, según otros, de la biología, y para otros, de Dios.

Hay mil maneras de tratar de imponer esa ilusión de eternidad del género.

Pero, al mismo tiempo, los guardianes del género viven en un pánico constante, aterrorizados ante la posibilidad de que esa norma se erosione.

Y si puede erosionarse, si necesitan mantenerla a la fuerza, es precisamente porque no es natural, sino que es algo histórico, sujeto al cambio, a las prácticas, a la vida.


Naomi Titi: Acabas de decir que la masculinidad es un poder fácil. Y, sin embargo, este poder destruye a los propios hombres, ¿no es así?


Édouard Louis:

Sí, exactamente. Esa es la terrible paradoja. Este poder se basa en el sufrimiento.

Los hombres sufren tanto por la masculinidad como se benefician de ella. Pero, claro, la mayoría de las veces no lo saben, o no quieren saberlo.

Cuando era niño, veía a mi padre, veía a los hombres a mi alrededor prohibiéndose la ternura, prohibiéndose el miedo, prohibiéndose la dulzura, prohibiéndose la vulnerabilidad.

Y eso los destruyó.

Se endurecieron, se volvieron violentos, se destruyeron entre sí, y destruyeron sus cuerpos.


Creo que en la clase trabajadora, la masculinidad ha sido una forma de compensación: una manera de decir: «No poseo nada, pero al menos soy un hombre».

Y por eso es tan violento, tan defensivo, tan tenso. Pero esta violencia siempre termina volviéndose contra sí misma.

Es la violencia del cuerpo de la clase trabajadora, el cuerpo del padre, destrozado por el trabajo, por el alcohol, por la vergüenza, por el silencio.

Y creo que eso es lo que la literatura debe contar: este vínculo entre sufrimiento y dominación, entre virilidad y muerte.

Cuando escribo, intento hacer visible esta doble tragedia: la de quienes sufren la dominación, y la de quienes la infligen, porque fueron educados en el mismo sistema, criados por hombres.


Naomi Titi:

 A menudo usas la palabra «criados». ¿Por qué esa palabra en concreto?


Édouard Louis:

Porque es brutal. Porque describe a la perfección lo que me hicieron. Cuando se adiestra a un animal, se busca que obedezca, que deje de pensar, que tenga miedo.

Y eso fue exactamente lo que viví. Me educaron para ser un hombre.

Me educaron para no llorar, me educaron para desear a las mujeres, me educaron para ocultar el más mínimo gesto considerado femenino.

Es una educación basada en el miedo y la vergüenza. Y lo terrible es que incluso cuando huyes, incluso cuando te conviertes en adulto, sigues llevando esa educación dentro de ti.

Está en tu cuerpo.

En tu voz.

En tu forma de moverte, en tu forma de mirar a los demás.

Te pasas la vida desaprendiendo, desaprendiendo el miedo, desaprendiendo la masculinidad.

Y creo que esa es la verdadera revolución: no solo derrocar las instituciones, sino aprender a movernos de otra manera, a respirar de otra manera, a amar de otra manera.


Naomi Titi:

Decís “desaprender la virilidad”. ¿Qué significa eso, concretamente? Porque se podría pensar que vos ya lograste hacerlo, que lograste escapar.


Édouard Louis:

No, no creo que uno logre realmente escapar. Creo que pasamos la vida luchando contra lo que aprendimos. Lo digo a menudo: todavía hoy estoy atravesado por reflejos viriles.

Por ejemplo, cuando tengo miedo, me da vergüenza sentir miedo. Cuando tengo ganas de llorar, me da vergüenza llorar. Y eso demuestra que la virilidad nunca desaparece del todo. Se inscribe en el cuerpo, en la memoria, como una cicatriz. Recuerdo que incluso en París, después de haber dejado el pueblo, seguía hablando de cierta manera, moviéndome de cierta manera.

Es un proceso muy largo, desaprender. Muy largo recuperar una inocencia del cuerpo.

Y además hay algo más: vivimos en un mundo donde la virilidad sigue siendo la norma.

Entonces, incluso cuando uno intenta huir de ella, se la encuentra de nuevo.

En la calle, en la mirada de los demás, en el miedo a ser agredido, en el miedo al juicio.

Desaprender la virilidad significa aceptar vivir en la fragilidad.

Y eso es difícil, porque la fragilidad se castiga.


Naomi Titi:

Pero entonces, si la fragilidad se castiga, ¿qué hacemos con la ternura?

¿Cómo se la salva?


Édouard Louis:

La ternura es eso que siempre intentamos recuperar. Creo que escribo por eso,para reencontrarla, para hacerla visible, para decir que también es política.

Hemos separado tanto la ternura de lo político, como si lo político tuviera que ser duro, frío, racional. Pero para mí la ternura es una fuerza revolucionaria.

Cuando escribo sobre mi padre, no intento juzgarlo, intento comprender de dónde viene su dureza, de dónde viene su violencia.

Y al comprender, ya hay un poco de ternura.

La ternura no es perdonar, no es justificar.

Es negarse a reducir a alguien a su brutalidad. Es mirar de otro modo. Es resistir de otro modo.


Naomi Titi:

Hablás de tu padre con esa ambivalencia: lo condenás, pero también querés amarlo.

¿Escribir es una forma de amar igual?


Édouard Louis:

Sí, exactamente. Es una forma de amar cuando ya no se puede amar. Cuando el amor se vuelve imposible en la vida, entonces queda la escritura.

Yo no podía amar a mi padre en la vida real, porque la violencia era demasiado fuerte, porque la vergüenza, el miedo, la distancia eran demasiado grandes.

Pero podía amarlo en un libro.

Escribir es eso: crear otro tipo de relación, una relación que la realidad prohibió.

Es un lugar de reparación, o al menos, de intento de reparación.

Y por eso la literatura es política: porque inventa otros posibles, porque repara lo que el mundo rompió.

La cerveza, seducir chicas… Durante años, como muchas personas gays, lesbianas o trans, cargué dentro de mí el odio que se derramaba sobre mí y lo volví contra mí mismo.

En el fondo, los dominados sufren dos veces el poder: primero cuando los dominantes lo ejercen sobre ellos, y luego cuando los dominados prolongan ese poder dentro de sí mismos.

Recuerdo algo muy concreto: cuando alguien del pueblo me decía “maricón de mierda”, esa persona lo decía una vez, al pasar, en la calle. Pero yo me lo repetía durante dos días.

Durante dos días me decía: “sí, soy un maricón de mierda, soy repugnante, soy un monstruo, ¿por qué soy así?, debería morirme, debería desaparecer, debería curarme, ojalá pudiera curarme.”


Naomi Titi:

Sí, decís que incluso soñabas con terapias de conversión, lo contás en tu primer libro. Es muy fuerte.


Édouard Louis:

Sí, es impresionante. Tenía ocho, nueve, diez años. Nunca había oído hablar de las terapias de conversión, y sin embargo soñaba con eso. Me las había imaginado antes incluso de saber que existían. Porque ya había hecho mío el odio que me rodeaba.

Veía mi deseo, mi sexualidad, mi cuerpo, como enfermedades que había que curar.

Así que bastaba con que alguien me insultara tres segundos, para que yo sufriera durante dos días. Y durante esos dos días era yo mismo quien me insultaba.

Ese es el paradojo de la violencia: hasta qué punto puede convertir a las víctimas en instrumentos de su continuación.

Eso es lo que Pierre Bourdieu llamó violencia simbólica: el modo en que los dominados interiorizan y reproducen sobre sí mismos su propia dominación.

Y esa idea plantea preguntas a muchos discursos políticos actuales, sobre todo a aquellos que se preguntan cómo dejar que los dominados hablen por sí mismos.

La cuestión de que los gays hablen sobre homosexualidad, las mujeres sobre las mujeres, las personas oprimidas sobre sus propias violencias y experiencias…

Es una lucha fundamental, claro: durante siglos, se habló por ellas y en su lugar.

¿Qué significó, en la literatura, haber tenido durante doscientos años a mujeres narradas por hombres, a negros narrados por blancos, a colonizados narrados por colonizadores?

Esa es una violencia extrema: la violencia de la invisibilización.

Pero, al mismo tiempo, surge otro problema: ¿cómo hacer hablar a quienes sufren la violencia, sabiendo que esa misma violencia puede volverlos cómplices de ella?


Si a mí, a los diez o doce o trece años, me hubieran preguntado —como vos hoy— sobre la homosexualidad, habría dicho cosas terriblemente homofóbicas.

Y quizá una persona heterosexual habría dicho algo menos homofóbico que yo.

El hecho de haber vivido algo no me hacía más sensible ni más lúcido al respecto; al contrario, me hacía más violento, porque quería alejar de mí eso que había aprendido a odiar.


Naomi Titi:

Y contás muchas escenas así: momentos en que insultabas a otras personas, o a gente que aparecía en televisión, situaciones en las que repetías la misma injuria homofóbica —maricón—, pero dirigida hacia otros, como si al hacerlo pudieras limpiarte de ella.

Y eso también habla del grupo, ¿no? Porque el grupo es fundamental en la construcción de la masculinidad: todo tiene que ver con la comparación, con cómo los hombres se refuerzan entre sí en esa virilidad.

En el medio donde creciste, eso pasaba también por ocupar ciertos espacios.

Por ejemplo, contás que el lugar de la parada del autobús era muy importante en tu infancia, que en muchas generaciones se repetía el mismo escenario, que vos mismo ibas allí con otros chicos, y que el alcohol empezaba a ocupar todo el espacio.


Édouard Louis:

Sí, porque para volverse un chico —lo cual era obligatorio, no había elección— uno tenía que pasar por una serie de ritos de iniciación: jugar al fútbol, beber alcohol, y, en los pueblos postindustriales del norte de Francia, pasar horas en la parada del autobús.

Era una estructura de ladrillos rojos, típica del norte, donde nos juntábamos los chicos a beber, a hablar, hasta muy tarde en la noche. Yo intentaba ser el participante más asiduo de esas reuniones.

Como dije al principio, toda mi infancia soñé con ser un tipo duro, con ser masculino,

con ser un verdadero chico. Toda mi infancia fue una lucha por la conformidad.

Quería ser normal por encima de todo, ser lo que me mostraban como la normalidad.

Porque el precio para quienes no la respetaban era demasiado alto: violencia, rechazo, exclusión. Y eso es también lo que intenté narrar en mis libros: contar de otro modo la historia de las infancias diferentes.

Porque muchos relatos sobre “infancias diferentes” cuentan siempre la misma historia: la del niño que ya desde pequeño estaba destinado a ser distinto, que tenía dentro de sí una libertad o una gracia especial y que, poco a poco, logra escapar de la sombra, de la violencia, para alcanzar un mundo nuevo, una vida más luminosa, más privilegiada.

Es el síndrome de Billy Elliot, pero también está en la literatura más clásica: en Rojo y negro de Stendhal, por ejemplo, donde un chico de origen obrero nace “más sensible”, “más lúcido”, “más elegante” que los demás, y gracias a eso logra salir de su clase, acceder a otros mundos, a otra vida.

Y es curioso ver hasta qué punto esa idea —la del elegido, el diferente iluminado— sigue estructurando nuestra cultura…

Y pasa que, tanto en la cultura popular con grandes blockbusters como Billy Elliot, como en la literatura más “seria” y consagrada —pongamos a Stendhal—, dos cosas que podrían ser absolutamente distintas reproducen los mismos mitos.

Y, en el fondo, cuando escribí Para acabar con Eddy Bellegueule quise contar esa historia al revés: no la historia de un niño nacido distinto que recorrió un camino recto hacia la luz y la realización de su diferencia —un trayecto lineal—, sino la historia de un niño que lucha con todas sus fuerzas por no ser diferente, que quiere ser normal, que quiere ser conforme.

Y esa conformidad que esperaban de mí era la masculinidad.

Así que durante todos los años de mi infancia me sometí a todas las reglas de la masculinidad. Me obligaba a jugar al fútbol aunque lo odiara. Me obligaba a beber cerveza aunque lo odiara. Me obligaba a ir a la parada del autobús aunque lo odiara. Me obligaba a reírme de los chistes de los otros chicos aunque lo odiara.

La infancia gay, la infancia disidente, la infancia lesbiana, la infancia trans… son infancias extrañas sobre las que deberíamos detenernos más tiempo.

¿Qué supone, a los ocho, a los nueve, a los diez años, interpretar un papel todos los días para sobrevivir? ¿Qué es ser un actor forzado por defecto?

Están obligados a actuar: actuar o morir.

Si no actuás ese otro papel, te aplastarán, te hundirán, te enterrarán.

¿Y qué es una infancia donde mientras los otros juegan a los ocho o nueve años, vos estás en algún otro lugar, como en un espacio sobre el escenario, mirándolo todo desde afuera como si fueras una cámara, diciéndote: “tengo que actuar así o me pegarán”?

“Cuidado, tengo que beber cerveza, si no me dirán que soy una marica que no aguanta el alcohol”; “tengo que jugar al fútbol aunque lo odie, tengo que intentar ser mejor que los demás o me dirán ‘es normal, es un maricón porque no sabe jugar’”; “tengo que reírme de los chistes en la parada del bus o me dirán ‘es un maricón, no se ríe de los chistes sobre las chicas’”.


Naomi Titi:

¿Qué es una infancia contaminada por la performance forzada?

Creo que es un tema vertiginoso.

Este asunto del alcohol: hablás del hecho de beber cervezas muy joven en tu libro; contás que a los trece o catorce años los chicos con los que estabas en la parada del bus ya caían en comas etílicos.

El alcohol es realmente central en la construcción de la masculinidad.

No es algo exclusivo de las clases populares, atraviesa todas las capas sociales.

Lo tratamos en un episodio de Les Couilles sur la table que se llamaba Il a bu son verre comme les autres.

Pienso también en series como Mad Men, que lo muestran muy bien: la publicidad de los años 50 donde todo el mundo bebe whisky en todas las escenas.

Pero en el contexto de las clases populares tiene otro peso: según Santé Publique France, los riesgos sanitarios vinculados a adicciones como el alcoholismo son más altos entre las personas más precarias, y estadísticamente las personas desempleadas consumen más alcohol.

En tus libros mostrás eso con mucha claridad: en tu padre, en tu hermano mayor, en la familia ampliada y en los hombres del pueblo donde creciste.

Lo más triste es que muchas veces el alcohol acentuaba la violencia que describiste contra sus compañeras, entre ellos o en la educación de los hijos.

Por ejemplo, la relación entre tu padre y tu hermano mayor era muy eléctrica.

Lo narrás muy bien en tus libros y en parte es por la embriaguez.

La idea de la fuerza masculina, la ideología de la fuerza masculina, pasa —como decíamos— por el adoctrinamiento de quienes parecen no ajustarse a la norma, pero también por el aplastamiento de los demás hombres a tu alrededor.


Édouard Louis:

Mi hermano, mi padre y los círculos en torno a nosotros eran gente que ejercía una violencia extrema entre sí, una brutalidad: una manera de triunfar sobre la masculinidad de los otros. No solo había que ser masculino, sino había que ser más masculino que los otros.

Había una competencia, como en un mercado, por ostentar la masculinidad más triunfante y más fuerte.

En la propia masculinidad está contenida una forma de brutalidad entre los demás, incluso entre quienes pertenecen al mismo bando de los dominantes y de los que detentan el poder.

Y yo, desde muy temprano, me asfixié con eso. No me reconocía en esa especie de violencia permanente. Y aun cuando me forzaba, algo en mi cuerpo resistía. Y eso empieza tan pronto en la infancia.

Sabés, hay trabajos de una gran psicóloga de Cambridge —Carol Gilligan— que investigó la psicología infantil y las diferencias entre niñas y niños en la infancia.

En uno de sus libros cuenta que se les pregunta a niños y niñas: imaginá que tu papá o tu mamá tiene una enfermedad grave y sabés que el farmacéutico de al lado tiene el tratamiento pero no podés pagarlo. Se interroga a los niños y a las niñas.

Los niños mayoritariamente responden: hay que robar la farmacia, hay que cogerle el tratamiento al farmacéutico; de todos modos, no es su propiedad, también es mía, una especie de competencia por la propiedad.

¿Se tiene derecho a tomar algo? ¿Qué pertenece a alguien y qué no? Surge de inmediato una relación de fuerza.

Y mientras tanto, las niñas…

Las niñas suelen responder mayoritariamente cosas como:

“¿Y si vamos a hablar con el farmacéutico, le explicamos el problema, tratamos de convencerlo?”

En el fondo, las niñas muy pequeñas tienden a orientarse hacia las relaciones humanas, la negociación, la palabra, el diálogo; mientras que los niños se orientan hacia el terreno de la propiedad, el robo, el combate, el enfrentamiento.


Lo que muestra Carol Gilligan es que todo en la cultura valora el comportamiento de los chicos como el correcto, como el adulto, como si el comportamiento de las niñas fuera un comportamiento un poco atrasado, demasiado blando.

La escuela, las instituciones, la familia nos enseñan a desarrollar ese carácter.

Esa brutalidad masculina marca de inmediato las relaciones de género y produce una especie de vórtice de violencias masculinas, dentro del cual incluso hombres como mi padre o mi hermano podían enfrentarse entre sí.

Vivían en un espíritu de confrontación permanente, con disonancias entre ellos sobre cómo había que educarnos —a mí, a mis hermanos y hermanas menores—.

Recuerdo una escena bastante fuerte, creo que está en Para acabar con Eddy Bellegueule: un momento en que mi hermano pequeño, al que yo llamo Rudy, desaparece.

Eso provocó una disputa enorme entre mi padre y mi hermano mayor.

Fue durante una fiesta del pueblo, una feria que se hacía cada año a principios de septiembre: pequeños juegos, autos chocadores, tiovivos, carabinas, máquinas de monedas…

Un día, toda la familia estaba allí —íbamos todos los días—, y de repente mi hermano desapareció. Era una época, a comienzos de los 2000, en que los juicios por casos de pedofilia ocupaban mucho los medios. Había una especie de paranoia colectiva: hombres con furgonetas blancas que secuestraban niños por la calle.

Mi madre empezó a entrar en pánico enseguida: “¡Alguien se llevó a mi hijo, un hombre en una furgoneta blanca!”

Todo el pueblo salió a buscarlo.

En un pueblo tan pequeño, la gente recorría los parques, los patios, los alrededores de las casas…

Y al final nos dimos cuenta de que mi hermano simplemente estaba en los márgenes de la casa, cansado, que había vuelto solo. Tendría seis o siete años.

Cuando lo encontramos frente a la casa —esa es una de las escenas que narro en Eddy Bellegueule—, mi madre se derrumbó llorando.

Lo abrazó, tan aliviada que rompió en lágrimas.

Y mi hermano mayor, que era como una condensación de la masculinidad, de la fuerza y de la violencia, no soportó ver esa escena.

Le gritó: “Tenés que darle una paliza. Tenés que pegarle. Tenés que enseñarle lo que es ser un hombre. Porque si sos demasiado blanda con él, vas a hacer de él un maricón, como Eddy.”

“Eddy” era el nombre que yo llevaba en mi infancia, o sea, yo mismo.

Eso era lo que mi hermano sospechaba de mí, aunque en ese momento no se dijera.

Entonces mi hermano se volvió hacia mí. Como estaba borracho, quiso pegarme.

Mis padres se interpusieron. Y en medio de esa crisis, a causa del alcohol, terminó golpeando a mi padre.

Fue una escena extremadamente violenta, una especie de tragedia familiar. Y, una vez más, estaba esa paranoia de la contaminación de la homosexualidad.

Muy a menudo, la homosexualidad se asocia a esa idea de contagio. Es interesante: hay incluso investigaciones históricas del siglo XVII que muestran que, en épocas en que la homosexualidad era castigada por la ley —con prisión, incluso con la pena de muerte, aunque luego se abolió—, a veces los tribunales preferían no procesar ni condenar a los llamados sodomitas, a las personas homosexuales, porque temían que si se hablaba de ello se estaría haciendo publicidad del tema.

Hablar de eso significaba exponer a otros a la posibilidad de verlo, de pensarlo, y que entonces ellos también se volvieran homosexuales.

Es curioso, pero es una prueba más de esa fragilidad de la masculinidad y de la heterosexualidad masculina, que se vive como una especie de bastión constantemente asediado, que necesita protegerse no solo de su disolución, sino también de la contaminación.

Y mi hermano tenía miedo de esa contaminación.


Naomi Titi:

El hecho de que tu hermano estuviera embriagado influyó mucho en su violencia: contra vos, contra tu padre, contra sus parejas. Y también había una forma de autodestrucción en la relación con el alcohol. Volveremos a hablar de tu padre después, pero eso que contás también aparece en otras personas del pueblo donde creciste. Por ejemplo, hablás del caso de tu tío, que era muy alcohólico y cuya salud se deterioró hasta quedar hemipléjico.


Édouard Louis:

Sí, hemipléjico. Murió joven. Era uno de mis tíos, bebía cantidades enormes de alcohol, verdaderamente peligrosas para él. Tanto que, hacia los cincuenta años, un día se desplomó en la calle —esa anécdota también la cuento en Para acabar con Eddy Bellegueule—. Lograron reanimarlo, pero cuando despertó estaba paralizado en la mitad del cuerpo.

La autodestrucción y la falta de miedo a la autodestrucción formaban parte de la cultura masculina. En mi infancia —y eso lo cuento en mis libros—, había que hacer cosas peligrosas para demostrar que uno era un hombre de verdad, que no tenía miedo. Beber mucho alcohol para probar que uno era un hombre y que no tenía miedo. Y también resistirse a la medicina, que era algo muy importante: rechazarla, considerarla algo de débiles, de mujeres, de chicas, de gente que necesita algo exterior para sostenerse.

Tengo un primo —también aparece como personaje en Eddy Bellegueule— que tuvo cáncer de pulmón cuando tenía treinta años. Se negó a tratarse. Dijo: “no soy una marica”.Sé que suena demencial y exagerado, pero fue real. Eso pasó.

Había un rechazo total a la medicina, a todo el cuerpo médico, porque esos espacios del cuidado (care) eran percibidos como espacios femeninos. Y eso es lo extraño del poder masculino: es una especie de poder patético que no da ganas de poseerlo y, sin embargo, sigue siendo un poder.

Es curioso. Cuando sos pobre, querés volverte rico. Querés salir de la pobreza. Durante toda mi infancia soñábamos con ganar la lotería, con tener de repente un trabajo que nos hiciera ganar decenas de miles de euros, con tener una casa enorme. Como pobres, soñábamos con ser ricos.

Pero las mujeres no soñaban con ser hombres. Y yo, como gay, no soñaba con ser un hombre. No me veía como un hombre. Más adelante hablaremos de esto, pero yo no me sentía dentro de esa oposición entre hombres y mujeres. No encontraba mi lugar entre los hombres.No me identificaba con eso en absoluto.

¿Y qué clase de poder es ese que no hace soñar?

En mi infancia, la contracara de ese poder patético era el desprecio que las mujeres sentían hacia los hombres. Las mujeres de mi entorno despreciaban a los hombres. Cuando había que hablar, hablaba mi madre. Y existía una especie de desprecio compartido hacia los hombres, un desprecio que, lamentablemente, no bastaba para hacer caer su poder.

Ellos seguían teniéndolo.

Las mujeres, como mi madre, eran las que se quedaban en casa, limpiaban, cocinaban, lavaban los platos, cuidaban a los hijos, hacían las compras.

Pero era un poder muy singular.

¿Qué es un poder miserable? ¿Qué es un poder patético? ¿Qué es un poder despreciable, risible?


Y sin embargo, incluso siendo patético, sigue siendo un poder extremadamente violento, que puede conducir a la muerte.

A los feminicidios, a las agresiones contra personas trans, a los gays que se suicidan después de haber sido abyectados toda su vida.

Y es interesante porque, en lo que respecta a la medicina, esos datos están medidos: hasta los 65 años, los hombres recurren menos a la atención médica que las mujeres —y no solo en los sectores populares—, todavía menos cuando se trata de consultar a especialistas.


Naomi Titi: Sí, vamos a poner todas las referencias en la descripción del episodio.


Édouard Louis:

Sí. Y solo una cosa más sobre eso: lo que también me impactaba era a veces la falta de complejidad de la violencia masculina. Tendemos a decir, cuando tratamos de comprender algo, “es complejo”. Pero a veces, la violencia no es compleja.

A veces, justamente, es eso: el rechazo a la medicina, el consumo de alcohol, la brutalidad, el fútbol…

Veía tanto, todo el tiempo… y, en el fondo, rara vez era más complejo que eso.

Parece una caricatura, ¿no?

Y, sin embargo, cuando uno se enfrenta a la violencia, se da cuenta de que la violencia a menudo es caricatural.

Eso me recuerda a una escritora que admiro muchísimo, Maaza Mengiste, una gran autora etíope, amiga mía.

Hace algunos años, fue a Gaza. Vio la situación allí —esto fue antes del genocidio que siguió al 7 de octubre—.

Y me dijo: “¿Sabés qué es lo sorprendente? Que no es para nada complejo. Pensé que lo sería, y no lo es. Son palestinos apuntados con armas, asesinados. Se arrojan montañas de basura en sus jardines. Les roban sus tierras. Los humillan. Los controlan.”

Y me dijo algo que me marcó mucho:

“Fui buscando la complejidad, y lo que más me sorprendió fue cuán poca encontré.”


Creo que con la masculinidad pasa algo similar. A veces nos decepciona cuando intentamos estudiarla, porque nos damos cuenta de que no es tan compleja como quisiéramos creer.


Naomi Titi:

Quisiera que volvamos a tu hermano mayor, a quien le dedicaste un libro. Contás su historia en tu última novela, El derrumbe (L’effondrement), publicada en 2024 por Éditions du Seuil.

En ese libro relatás que, unos meses antes de morir —murió a los 38 años, así comienza el libro, muy joven—, le dijo a tu madre: “Bebí para evadirme, y el alcohol se convirtió en mi prisión.”

Al leer esa frase pensé enseguida en una película preciosa que vi hace unos meses, Météor, dirigida por Hubert Charuel junto con la guionista Claude Le Pape.

Météor cuenta la historia de Mika y Anne, dos jóvenes que viven en Saint-Dizier, en lo que se llama tristemente “la diagonal del vacío”. Encadenan períodos de desempleo, trabajos precarios, y en una escena —que vamos a escuchar— están en el drive de un Burger King para pedir comida; uno de ellos trabaja allí a tiempo parcial. Los acompaña otro amigo, Tony, que logró salir de la miseria volviéndose empresario: tiene una pequeña constructora.

(Se escucha el fragmento de la película.)

Los “sueños” de los que hablan son el de irse a vivir a la isla de La Reunión y trabajar en un refugio para gatitos. Ese sueño es lo que les permite sostenerse, intentar salir de la miseria, dejar el alcohol. Uno de ellos tiene poco más de veinte años, pero ya sufre una cirrosis: le dicen “si no dejás de beber, vas a morir”.

Todo eso me hizo pensar mucho en tu libro El derrumbe, y especialmente en la cuestión del sueño. Tu hermano te decía que soñaba mucho, y que eso fue lo que lo empujó hacia su caída. ¿Por qué?


Édouard Louis:

Lo sorprendente es que, muy a menudo, una de las violencias del determinismo social es la manera en que condiciona nuestros sueños.

En el mundo obrero de mi infancia, los sueños estaban moldeados por el entorno.Soñábamos con tener el televisor más grande del pueblo.Soñábamos con hacer un crédito para comprar un coche que impresionara a los demás. Soñábamos con comprar o construir una casa. Era una expresión que todo el mundo repetía: “voy a hacer construir”. Construir una casa de bloques de cemento en medio de un descampado.

En el fondo, todos esos sueños estaban dictados por el medio, por la clase.

A veces escapábamos por un instante imaginando que ganaríamos la lotería, o que heredaríamos de una tía lejana que nunca habíamos conocido… Pero eso no eran sueños reales, eran pequeñas fugas que duraban uno o dos segundos y de las que nos reíamos después. Sabíamos perfectamente que no íbamos a ganar la lotería.

La mayoría de las veces, los sueños estaban dictados por el mundo social. Pero mi hermano tenía sueños inmensos. Soñaba con reconstruir la catedral de Notre-Dame —mucho antes del incendio—. Decía: “voy a formar parte de un cuerpo de élite que la reconstruirá por completo”.

Quería ser un gran empresario. Quería abrir la carnicería más grande de Francia, donde estrellas de todo el mundo —Madonna, Brad Pitt— vendrían a comprar carne, con las luces de los paparazzi mostrando que era su tienda favorita. Tenía sueños que la sociedad había fracasado en dibujar, contener o limitar. Eran sueños demasiado grandes para él. Y, efectivamente, esos sueños terminaron destruyéndolo.

Porque en el mundo en el que vivía, no tenía ninguna posibilidad de realizarlos. Había dejado la escuela muy joven, no podía escribir sin cometer faltas, porque fue expulsado del sistema escolar muy temprano.

Bebía mucho alcohol.

Cada vez que comenzaba una formación —por ejemplo, para la carnicería—, la abandonaba o lo expulsaban. Así que eran sueños prácticos, no simples ensoñaciones: era un modo de intentar proyectarse hacia otra vida.

Pero el hecho de beber tanto lo hacía imposible: lo despedían de todas partes. Todo en su vida le impedía cumplir esos sueños que eran demasiado grandes para él. Y esa contradicción entre sueños inmensos y la sociedad cerrada en la que vivía produjo una especie de choque, una explosión violentísima.

Lo que encontró mi hermano fue el alcohol: el alcohol como forma de olvidar los sueños destruidos, los sueños imposibles.

Y es verdad que el libro sobre mi hermano —a diferencia de Para acabar con Eddy Bellegueule o Quién mató a mi padre— plantea otra pregunta.

En esos libros anteriores hablaba de cómo el mundo social nos determina, nos encierra, nos asigna un papel, una conducta, un comportamiento. En El derrumbe, la pregunta que me hacía era: ¿qué pasa cuando, de pronto, la sociedad fracasa en determinar completamente a un individuo?

¿Qué ocurre cuando algo en ese individuo resiste?


Desgraciadamente, hay situaciones en las que soñar te destruye. Soñar te destruye porque, si todo a tu alrededor conspira para que no puedas realizar tus sueños, cuanto más soñás, más sufrís. No todos somos iguales frente al sueño. Y a veces escucho a la burguesía cultural e intelectual hacer el elogio del sueño…

No hay nada más hermoso que soñar. No hay nada más hermoso que escapar. No hay nada más hermoso que querer emprender, que querer irse.

Pero, en el fondo, eso fue lo que mató a mi hermano. Porque no se puede hablar del sueño sin hablar de las condiciones concretas para realizarlo.

Si te ponen en la cabeza un sueño demasiado grande y te quitan todas las posibilidades de hacerlo realidad, te matan. Te matan.

Y esa manera de soñar demasiado grande chocaba con su incapacidad de digerir los fracasos.


Naomi Titi:

Eso lo contás muy bien en el libro, y señalás que esa diferencia frente al fracaso tiene una dimensión de clase. Sabemos de muchos chicos que, en el colegio o el instituto, eran insolentes, hablaban mal a los profesores, tenían problemas con sus padres… Eso existe en todas partes, en todos los teen movies, en todas las series del mundo. Pero la diferencia es que, cuando ocurre en la burguesía, esos chicos pueden salir adelante. Tienen margen para equivocarse, para ensayar, para fracasar, y finalmente volver a su lugar de clase. En cambio, para tu hermano, el fracaso no era una opción.


Édouard Louis:

Exactamente. Mi hermano no tenía la posibilidad de fracasar. Y quizás la violencia de clase —la diferencia de clase— sea también eso: la desigualdad frente a la posibilidad de fracasar. Tal vez la injusticia consista justamente en eso: en que a algunos se les prohíbe fracasar.

Si fracasan una vez, se hunden, se derrumban. Mientras que otros —yo lo vi cuando empecé a estudiar—, hijos de la burguesía que estaban en rebelión contra la escuela, contra el sistema escolar… Siempre terminaban con una salida: les pagaban una escuela de teatro carísima, una escuela de repostería, una universidad en el extranjero.Algo que les permitiera apartarse un poco del entorno que rechazaban.

Mi hermano no tenía esa posibilidad. Y además vivía en una especie de esquizofrenia social: por un lado, tenía sueños desmesurados, que el mundo no había sabido delimitar ni contener; y por otro, mantenía una relación masculina con el mundo, donde la autodestrucción era algo positivo, una prueba de dureza, de que no se teme a las heridas, de que no se teme a ser dañado, de que no se teme a las pruebas de la vida.


Así, mi hermano soñaba en grande, pero cada día, con su violencia, con las situaciones peligrosas que buscaba, con el alcohol que bebía, vivía en contradicción total con la posibilidad de cumplir esos sueños.

Había un vínculo profundo entre masculinidad y imposibilidad de realizar los propios sueños, y también entre masculinidad e imposibilidad de transformarse.

Es curioso cómo las relaciones de género también expresan una diferencia frente a la posibilidad de transformación.

Annie Ernaux, por ejemplo, en su libro sobre su padre, cuenta que cuando ella empezó a estudiar —ella, que venía de una familia obrera convertida en pequeña comerciante, y que fue la primera en hacer estudios antes de convertirse en la gran escritora que es—, su padre se cerró completamente, se sintió agredido por lo que ella se volvía.

Cuando hablaba de los libros que había leído, o usaba las palabras que había aprendido en la literatura, él le decía: “¿Pero vos te creés mejor que nosotros? ¿Querés humillarnos? ¿Querés ponernos en nuestro lugar?”

Mientras que su madre, en cambio, quería imitarla, quería parecerse a ella.

Como si, en la polaridad entre lo masculino y lo femenino, existiera también una diferencia radical en la relación con la transformación: las mujeres parecen más abiertas al cambio, los hombres, más amenazados por él.

Mi hermano estaba preso también de eso: de una forma de contentarse con el mundo que estaba en contradicción total con sus sueños desmesurados. Y las dos cosas coexistían: los sueños inmensos y el encierro cotidiano.


Naomi Titi:

Es interesante ese ejemplo del padre de Ernaux que no quería verla cambiar, porque tu padre reaccionaba igual con tu hermano mayor. Cada vez que él anunciaba que había encontrado una formación para ser carnicero, o que quería hacerse compagnon du devoir, tu padre lo rebajaba. Y eso era paradójico, porque al mismo tiempo lo trataba de fracasado, de inútil, de que no era un buen chico.


Édouard Louis:

Sí, es un verdadero paradigma de contradicción. Una especie de llamado al orden frente a los sueños de los otros, de la misma manera que hay llamados al orden frente a las disidencias de género. Una forma de exigencia de igualdad, pero de igualdad negativa.


Mi padre no quería que mi hermano se distinguiera, no quería que fuera diferente de nosotros, que hiciera cosas que él no había podido hacer. La reproducción social, como la describió Pierre Bourdieu —el hecho de que el mundo se reproduzca tal como es, con sus desigualdades, sus violencias, sus jerarquías—, no es solo obra de las instituciones, de la política, de los gobiernos, sino también de los individuos que se baten cada día para que el mundo no cambie.

Toda mi vida vi eso. Vi gente luchar para que el mundo no cambie, para que las vidas no cambien. Como si los individuos interiorizaran tanto el orden social, que hacer cambiar ese orden fuera como romper algo dentro de sí mismos.

Y creo que una de las manifestaciones más evidentes de eso es la transfobia. La transfobia es un odio puro hacia algo que cambia, que se transforma. Quien agrede a una persona trans no le quita nada, no le roba nada…

No le quita nada a su existencia, no le roba nada a su vida, no afecta su vida en absoluto.

Si vamos al extremo, los racistas todavía pueden inventarse discursos mentirosos para excluir a los inmigrantes: “nos van a quitar el trabajo”, “nos van a arruinar la economía”…

Aunque mil quinientos economistas ya demostraron que eso es falso, que no es así, y que además la economía no pertenece a nadie, un país no pertenece a nadie.

Pero al menos ellos tienen mentiras a las que pueden aferrarse.

La transfobia, en cambio —la agresión a una persona trans—, ¿qué es? ¿Qué te quita esa persona? ¿Qué te roba? Nada.

No te obliga a hacer una transición de género. Hace su propia transición, no te dice: “tenés que hacerlo como yo, si no te castigo”.

En el fondo, es la manifestación más pura del odio a lo que cambia, del odio hacia todo lo que se transforma en el mundo.

Y eso existe en todos los niveles: en la familia, en la calle, en la escuela, en la manera en que se mira y se trata a las personas trans… en todos los niveles.


Naomi Titi:

Todo lo que comprendiste sobre la herida —eso que llamás “la herida de tu hermano”— lo entendiste después de su muerte, porque emprendiste una investigación para tratar de entender cómo fue que murió a los 38 años, desplomado por un infarto, encontrado por su compañera de entonces.

A lo largo de tu obra, se nota que más allá de la violencia masculina, que era visible en todos los niveles, había también un dolor muy presente en todos los hombres de tu familia.


Me da la impresión de que, tanto en Quién mató a mi padre (publicado en 2018, donde contás el destino social de tu padre y cómo las estructuras del Estado lo mataron, cómo el trabajo obrero lo desgastó), como en El derrumbe, el libro sobre tu hermano, más allá de la violencia masculina y la violencia social, hay otro gran tema: la empatía, e incluso el perdón.


Una cuestión inmensa, con la que el feminismo también lidia mucho: la posibilidad —o la imposibilidad— de perdonar a los hombres violentos, y, detrás de eso, la posibilidad del amor.

¿Investigar las vidas de tu padre y de tu hermano te llevó a perdonarlos por la violencia que te infligieron?


Édouard Louis:

Sí. Y creo que se puede perdonar y odiar a la vez. No son cosas contradictorias. He odiado a mi hermano y lo perdono. No creo que eso sea incompatible. Tenemos derecho a seguir odiando a alguien que hemos perdonado.

Porque perdonar, en realidad, es darse cuenta de que la violencia de una persona no proviene de ella misma, sino de los condicionamientos, de las fuerzas sociales, de la socialización, de la masculinidad, de la clase, del mundo en que vivimos, del momento histórico que habitamos.

Uno perdona en la medida en que comprende que, cuando investiga a una persona, los actos de esa persona la sobrepasan, la exceden. Y eso no implica tener que amarla.

Pero es cierto —y vos lo decías hace un rato— que las personas que, en mi infancia, eran los garantes del poder masculino —mi hermano, mi padre, los hombres del pueblo—son, paradójicamente, las que más tarde se derrumbaron por completo.

Se asfixiaron en su propia dominación, en su propia violencia, se autodestruyeron representando esa masculinidad violenta, representando la consumición del alcohol, representando el rechazo de la escuela como si fuera un acto de resistencia a la autoridad, a los profesores, al orden, a la disciplina.

Y sí, tuvieron formas de trabajo más duras que las mujeres —eso lo sabemos—. Hay estadísticas: los hombres tienen menos diplomas que las mujeres, lo que implica, muchas veces, condiciones laborales más duras. Por supuesto, las mujeres también sufren en muchos ámbitos, pero hay una diferencia importante en el acceso a los títulos y a la educación.


Y eso es, en el fondo, lo que intento comprender en mis libros: la dinámica de la violencia y la dominación.

Quiero decir: la violencia y la dominación no son fotografías, no son elementos fijos o estáticos. Son movimientos, ríos que fluyen, algo que está en transformación permanente.

Lo que te da poder en un momento puede ser lo que te destruya más tarde.

Y creo que, en la política de los últimos años, tendemos a tener una concepción fotográfica de las relaciones sociales: categorías estáticas, inmóviles.

Cuando publiqué El derrumbe, conté que empecé a escribirlo en un momento en que participaba en muchos movimientos sociales: el movimiento Adama contra la violencia policial y el racismo de Estado, los chalecos amarillos, las movilizaciones contra la reforma de las jubilaciones del gobierno Macron, que empobrecía aún más a los más pobres.

Estaba muy implicado políticamente, y uno de los eslóganes que más se repetía —vos seguramente lo sabés— era la idea del hombre blanco heterosexual como figura del poder.

Y yo sentía un desajuste interno con esa categoría.

Porque pensaba: “Mi hermano era un hombre blanco heterosexual. Murió a los 38 años.” “Mi primo era un hombre blanco heterosexual. Murió a los 30, en la cárcel.” “Mi padre es un hombre blanco heterosexual. Tiene 50 años, ya no puede caminar. Vive con una máquina para respirar, otra para moverse. Tiene dolores terribles que lo despiertan de noche, porque fue obrero, porque fue barrendero.”

Entonces, yo no me sentía cómodo con esa categoría. Sabía que mi padre, como hombre, tuvo privilegios que mi madre, como mujer, no tuvo. Sabía que, como heterosexual, tuvo privilegios que yo, como gay, no tuve. Sabía que, como blanco, tuvo privilegios que Adama Traoré, un hombre negro, no tuvo cuando fue agredido o controlado por la policía.

Pero, en un momento, esos privilegios también podían volverse los instrumentos de su destrucción, las razones de su muerte prematura, de su derrumbe, de su disolución.

Por eso, no existe algo así como una “entidad” abstracta llamada hombre heterosexual: existen relaciones de poder que, según el tiempo y la secuencia histórica, adoptan formas completamente distintas.

Y, al revés, lo que cuento en Para acabar con Eddy Bellegueule es que mi falta de poder se convirtió en mi poder. Una evolución temporal, pero invertida.

Porque fui insultado, porque fui abyectado, porque me llamaron maricón, me vi forzado a huir, a estudiar, a leer, a escribir.

Y eso me salvó del destino de mi padre y de mi hermano.

La violencia que sufrí fue, paradójicamente, lo que me salvó.

¿Y qué hacemos con eso?

No lo sé. No tengo una respuesta.

No se puede, obviamente, hacer el elogio de la violencia.

No se puede decir: “Vayan a los patios de las escuelas, escúpanles a los niños y llámenlos maricas, así los ayudarán a salir adelante.”

No. Porque hay muchísimos casos en los que la violencia destruye por completo, en los que la gente muere de esa violencia.

Así que no, no estoy elogiando la violencia. Lo que planteo es una pregunta compleja, para la que yo mismo no tengo respuesta.

A veces, lo que nos violenta es, más tarde, lo que nos libera. Y a veces, lo que nos da poder es lo que termina llevándonos a nuestro derrumbe total. ¿Qué hacemos con eso? ¿Cómo vivir con eso?

Es una pregunta que me persigue.


Naomi Titi:

Sí… y está muy ligada también a la clase social. Depende de quién lo diga, claro, pero los hombres de las clases populares, los hombres de familias muy pobres —como aquella en la que vos creciste—, finalmente, también…

Y por eso mismo cuesta tanto pensar esas dinámicas de violencia que, a veces, juegan a su favor y, otras, en su contra.

Por eso tu trabajo es tan esclarecedor, y además resulta muy conmovedor ver cómo vos mismo cambiaste de postura y de mirada sobre la circulación de la violencia, desde Para acabar con Eddy Bellegueule hasta tu libro más reciente, El derrumbe.

Uno de los riesgos cuando se habla de la violencia de los hombres dominados —como aquellos de tu infancia, los que vienen de las clases populares, pero también pienso en los hombres racializados— es el de esencializarlos, el de sugerir que esos hombres son inevitablemente, constantemente violentos, y que es así y no se puede hacer nada.

Hasta el punto de imaginar que la dominación masculina solo estaría de su lado, y no del lado de los hombres de clase alta o burguesa.

¿Cómo se evita caer en esa trampa?


Édouard Louis:

Lo que hay que hacer es inscribir la masculinidad —y la violencia masculina— en una historia que la hace posible. Eso es lo que intenté en mis libros: mostrar que el peso de la norma masculina en las clases populares de mi infancia no era una esencia, ni una brutalidad innata, sino algo producido por las condiciones sociales de existencia.

Hay una idea de Pierre Bourdieu que cito muy a menudo: dice que a las clases populares se les quita todo — el acceso al dinero, al viaje, a los diplomas, a los privilegios, a casi todas las formas de poder— y que lo único que les queda, por muy poco tiempo, es su cuerpo.

Entonces, Bourdieu dice: no debería sorprendernos que, en ciertas fracciones de las clases populares, aparezca una ideología de la fuerza, de la virilidad, del poder del cuerpo.

Todo eso se inscribe en una historia más amplia de la dominación. Y es interesante ver hasta qué punto la cuestión de la masculinidad está siempre ya entrelazada con la de la clase, con la desposesión económica y social. Se interpenetran, se retroalimentan.

Esa es, en definitiva, la especie de arqueología de la masculinidad que intento hacer. Eso no significa, por supuesto, que no exista en otros lugares, en otras clases sociales, por otras razones y a través de otros mecanismos, que también deben ser descritos.

Autores lo han hecho: en En busca del tiempo perdido, Marcel Proust describe los ambientes dominantes de la burguesía y la aristocracia, y muestra la violencia masculina en esos medios.

Yo intento comprenderla en todas sus capas. Y por eso también llego a pensar que la violencia masculina en las clases populares es más perdonable que la de las clases dominantes. Me cuesta más perdonar la violencia masculina de las clases altas, porque ellos tienen otras cosas, tienen recursos, alternativas.

Lo dije al momento de publicar El derrumbe: la masculinidad, a menudo, representa una forma de riqueza del pobre, la única que le queda.

La masculinidad es el único espacio donde puede no sentirse una víctima, donde puede no ser aplastado, no ser arrinconado por el mundo.

Si pensamos en contextos de pobreza extrema —las favelas de América Latina, los barrios más precarios en distintos países—, vemos que hay una cultura de la masculinidad muy intensa, porque es lo único que queda. Es eso o nada.

Y nadie quiere ser nada. Nadie quiere ser totalmente aplastado. Es una estrategia de supervivencia. Por eso hay que combatirla, sí, pero combatirla comprendiéndola y excusándola.

Mientras que la masculinidad de los dominantes es imperdonable. No tiene otra razón que el poder mismo, el puro placer del aplastamiento.

Y, sin embargo, en los espacios de izquierda —mis propios espacios— existe una violencia política en el hecho de no querer hablar de la violencia masculina o de la homofobia en las clases populares o en los barrios obreros, con el pretexto de que hacerlo sería “esencializar” o “reforzar” la dominación sobre los dominados.

Para mí, hacer eso es prolongar la violencia contra los dominados, porque es negar la violencia que también los atraviesa.

No hablar de la violencia masculina, no hablar de la violencia homofóbica en las clases populares, es no hablar hasta el final de la violencia que ellas mismas sufren.

Una violencia tan grande que termina empujando a sus cuerpos a reproducirla en otros niveles, en otros momentos, en otros lugares.

Y me parece que hay algo profundamente condescendiente en esa negativa. Cuando empecé a publicar mis libros, me lo reprocharon mucho: “¿Cómo decís que hay homofobia o dominación masculina en las clases populares?

Haciendo eso, ratificás la dominación.”

Y yo sentía que esa crítica era una violencia tremenda, porque era como borrar la violencia recibida.

Porque, a veces, en la vida, no hay distancia entre… La violencia ejercida y la violencia recibida son un mismo flujo, son una misma red.

Y no hablar de la violencia que la gente ejerce, ni hablar de la violencia que sufre, es volverse cómplice de la invisibilización de la violencia infligida.


Naomi Titi:

Vos mostrás muy bien cómo esas dinámicas sociales pueden volverse contra esos mismos hombres, pero también lográs ver qué fue lo que cambió en ellos. Y para terminar esta primera parte, me gustaría hablar de tu padre, de quien contás mucho en tus libros.

Decís que durante toda tu infancia fue imposible hablar con él, y sin embargo, al final de Quién mató a mi padre, parece que algo cambió. Entonces, ¿cuál es tu secreto? ¿Qué hizo posible que ahora hayas logrado entablar un diálogo con él?


Édouard Louis:

Es complicado.Y primero quiero decir que lo que acabás de plantear es importante. Es cierto: cuando hablo de masculinidad, hablo sobre todo de la masculinidad en las clases populares. No creo que la masculinidad de las clases dominantes destruya a los hombres de la burguesía del mismo modo; es otra cosa, y necesitaría otro tipo de análisis, que quizá podamos hacer más adelante.

Ahí está también una de las dificultades del tema de la masculinidad: que requiere análisis distintos según la clase social, quizás incluso según el contexto cultural.

No se puede aplicar la misma lectura en todos los casos, porque si lo hacemos creamos una gran abstracción —“la masculinidad”— y dejamos de decir nada concreto.

Caemos en una especie de fantasía, como cuando se dice “el ser humano” o “la civilización” conceptos tan amplios que ya no hablan de nada.

Por eso pienso que, cuando hablamos de política —y sobre todo cuando hablamos de masculinidad—, estamos más cerca de la verdad cuanto más situamos la masculinidad en un contexto concreto, en una situación real, porque puede adquirir significados completamente distintos según dónde y quién la encarne.


En cuanto a mi padre… Después de la publicación de Para acabar con Eddy Bellegueule y Historia de la violencia, mis dos primeros libros, un día mi padre me llamó.

No hablábamos desde hacía varios años. No habíamos tenido una pelea, yo no había cerrado la puerta ni borrado su número, él tenía el mío, pero simplemente no teníamos nada que decirnos. No teníamos nada en común.

Él era un hombre, un obrero heterosexual del norte de Francia que votaba a la extrema derecha. Y yo era un joven gay que se había ido a París a estudiar, militaba en la Liga Comunista Revolucionaria —el NPA—, leía a Toni Morrison y a Marguerite Duras. Nuestras vidas se habían separado tanto que ya no había un terreno donde pudiéramos hablar. La separación se dio casi de forma natural, culturalmente natural.

Y lo que ocurrió fue que, después de esos dos primeros libros, un día mi padre me llamó. Lloraba. Me dijo:

“Estoy orgulloso de vos. Quiero verte. Quiero hablarte. Te escuché en la radio. Estoy orgulloso de lo que hiciste.”

Entonces volví al norte de Francia para verlo. Ese fue el punto de partida de la escritura de Quién mató a mi padre.

En ese momento traté de reconstruir un diálogo con él. Mi padre estaba abierto, tenía ganas de hablar. Sabía que yo era militante de izquierda, así que se contenía: evitaba decir cosas racistas u homofóbicas, incluso hacía esfuerzos. Llegó a decirme: “Si tenés un novio, podés venir con él. Me gustaría conocerlo.”

Y para mí eso era asombroso, porque durante toda mi infancia lo había escuchado decir que los gays había que meterlos en campos de concentración, en cárceles, violarlos con barras de hierro…Ese tipo de frases eran parte de su repertorio cotidiano.

Así que escucharlo decir “si tenés un novio, traelo, me gustaría conocerlo”fue un shock.

Empezamos a hablarnos, a vernos durante unos meses, un tiempo, unos años.

Pero lo que nunca conté en ninguno de mis libros es que esa reconciliación no duró mucho. Muy pronto la diferencia volvió a aparecer entre nosotros. Regresó.

Cada vez que lo visitaba, había una distancia que nada podía reparar.

Los fragmentos no podían pegarse otra vez, porque las estructuras son más fuertes que el diálogo.

Todas esas estructuras de masculinidad, de clase, de relación con el mundo, los modos de hablar que mi padre había interiorizado desde su nacimiento, no podían desaparecer de un día para otro. Cada vez que lo veía, no soportaba su manera de hablar, sus bromas sobre las mujeres…

Todo eso reaparecía, como si no hubiera pasado el tiempo. Y volví a dejar de verlo.

A menudo la sociedad —y lo menciono en otros niveles en mis libros— produce estas especies de divorcios sociológicos. Y en realidad eso es lo que intento contar: historias de divorcios sociológicos. La literatura clásica ha narrado historias de amor y de desamor, historias de lo que significa dejar de ser amado, separarse, perder al ser querido. Es un amor psicológico e individual, hermoso a veces, y conmovedor de leer o contar.

Pero yo quise contar otra cosa: ese divorcio más duro y más profundo, porque es un divorcio en el que, aunque las dos partes quieran hablarse, algo entre ellas —más fuerte que ellas—, llamado sociedad, les impide amarse, a pesar de su voluntad.

Cuando me encontraba frente a mi padre, no podía soportar escucharlo hablar de las mujeres, no podía soportar su tono, sus conversaciones.

Y él, sin duda, se sentía agredido por mi manera de hablar, que seguramente veía como una postura burguesa invertida No lo sé…pero entre él y yo estaba la sociedad, y por más que quisiéramos, nuestras voluntades no eran lo bastante fuertes. Sentí durante un tiempo que había intentos de ambos lados, pero que esos intentos eran impotentes.

Y creo que las personas que han vivido un traspaso de clase —los transfuges de classe—han sentido mucho eso en su vida: ¿qué significa una separación no deseada, más fuerte que nosotros y más fuerte que todo?

Creo que la literatura ha abordado poco este tema. Algunas personas como Annie Ernaux, o antes, James Baldwin, empezaron a hablar de ello, pero sigue siendo un tema muy raro.

Y cuando pensamos que llevamos trescientos o cuatrocientos años de historias de amor en la literatura, de divorcios psicológicos y afectivos, me pregunto: ¿qué significaría hoy crear una historia literaria de la separación social?

Quizás tengamos que escribirla también durante trescientos o cuatrocientos años, desarrollarla, complejizarla, matizarla.

¿Qué es una separación causada por el mundo, por la sociedad, por la desigualdad social, por ese juego de fuerzas que nos impide hablarnos y amarnos?


Naomi Titi:

Antes de cerrar esta primera parte, ¿te gustaría recomendarnos una obra de arte vinculada con lo que estuvimos conversando?


Édouard Louis:

Sí. Recomendaría un libro de literatura que se llama La mala costumbre, de Alana Portero, una escritora trans española.

Es su primera novela, y cuenta su infancia como niña trans en los barrios populares de Madrid.

Narra también esa cruzada de la masculinidad de la que hablamos hoy: los llamados al orden, las tentativas de domesticación, la paranoia masculina, y las maneras de intentar escapar de todo eso.

Creo que este libro, sobre este tema, es uno de los más hermosos y poderosos que se han publicado en las últimas décadas.


Naomi Titi:

Estoy de acuerdo. Es una novela realmente magnífica. Sublime.

Merci, Édouard Louis.



Traducción y edición: Fundamentalismo Estético para Adynata

Nota editorial: La transcripción y traducción comienzan a partir del minuto 8:00 del audio original, luego de la introducción y la publicidad. La entrevista en Francés puede escucharse en: https://open.spotify.com/episode/6hI4vvhg6NX4QLrmSdBjlX?si=NOyfglY_QCmGEw_9WBblqQ


Francis Bacon Figura escribiendo reflejada en un espejo, 1976 Litografía sobre papel Arches 102 × 72,5 cm
Francis Bacon Figura escribiendo reflejada en un espejo, 1976 Litografía sobre papel Arches 102 × 72,5 cm



Comentarios


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page