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  • Foto del escritorRevista Adynata

Esa última pregunta. (undécima entrega de esquirlas del miedo) / Marcelo Percia

Fracciones que piensan no corresponden a un todo designado con un número debajo de una barra horizontal. Se trata de quebraduras que gustan de la asociación de ideas.

Llamamos asociación libre a una secreta voluntad que recoge piezas que quedan desperdigadas tras los naufragios de las noches.

Asociación libre de sobornos de la razón. Eximida de tener que responder a una objeción que dice: “Pero esto, ¿qué tiene que ver?”.

Algunos pensamientos esperan años un súbito instante que los piense.


Cuesta arrancar.

Desprenderse de adherencias que, como lastres, pesan e inmovilizan.

Hace falta un primer movimiento.

Pero cuando no se nos ocurre nada, ¿cómo darse envión para pensar?

Al final, todo reside en si contamos o no con la propulsión de una cercanía que nos espera.


Esquirlas lastiman y lastiman hasta que, al cabo, tras el paso de los días, el miedo –exhausto- cose las heridas con hilos de indiferencia.


¿Cómo ocurre que se llega a sentir la propiedad como un bien más sagrado que la vida?

Cuánta violencia la de los posesivos gramaticales que cavan zanjas, levantan muros, alambran zonas.


Casillas hechas con chapas, maderas, cartones, plásticos. Incendiadas y derribadas con topadoras. Humo de gases y estruendos de balas. Tierras yermas.

Edificios en ciudades se levantan como inmensos nichos apilados.

Cuesta seguir pensando.


No alcanza con cuestionar la propiedad del capital y demás medios que producen riquezas e ideas que nos piensan; se necesita discutir en qué manos estarán los instrumentos de destrucción y cuidado de la existencia.


Se suele decir mi vida como si se tratara de una materialidad territorial, como si se afirmara un bien, como si se declarara un mueble o inmueble sobre los que se tiene derechos.

Se intenta acapararla como se hace con una posesión tangible.

Ante la sola insinuación de que la vida no nos pertenece, nos comportamos como criaturas a las que se les quiere arrebatar un juguete.


Escribe Juan L Ortiz (1937) “¡Qué torpes las palabras para las presencias misteriosas y ardidas!”.

No alcanzan los trajes ignífugos para tantas afectividades encendidas.

Combustiones de miedo dejan cenizas ateridas.


Recuerda Ítalo Calvino (1983) que estamos hechos de sufrimientos y que, sin esas aflicciones vagaríamos, como carnaduras indolentes.

Los mismos laboratorios que investigan vacunas, fabrican sustancias que regulan emotividades.

Las vidas que se salven del virus, ¿sobrevivirán como robusteces insensibles?


En sus Lecciones de Estética (1832-1845), Hegel escribe: “El variado colorido en el plumaje de las aves sigue resplandeciendo aunque no lo veamos, y su canto no se extingue cuando dejamos de oírlo. El cirio, que florece una sola noche, se marchita sin ser admirado en las soledades de los bosques del sur; y estos bosques mismos, trenzados de la más bella y exuberante vegetación, y mecidos en los más aromáticos olores, también se consumen y marchitan sin que nadie goce de ellos”.

Hegel advierte que la vida acontece sin que nos demos cuenta ni lo sepamos ni nos deleitemos con ella.

Cien años después, otra sensibilidad poética observa que tanto el aire como otras existencias ignoradas se llenan de esas felicidades que se dan porque sí.

Escribe Juan L. Ortiz (1947) en Los perfumes solos…: “Cuánta dicha que se da para nadie, ay, para nadie. / Pero el aire se llena de ella y algo de ella debe llegar a sus criaturas, / a sus criaturas menos visibles o conocidas”.

Se refiere a una dicha de azucenas rojas, ceibos encendidos junto a los arroyos, madreselvas florecidas en un rancho abandonado.

Juan L. lamenta esos contentos cuando observa infancias rotosas, mujeres pálidas, adulteces que bajan los brazos.

En tiempos de hablas del capital, mientras innumerables dichas se dan para nadie, desdichas seleccionan y organizan destinos.

Desdichas aleccionan y disciplinan.

En el mismo poema, anota: “Siento, sin embargo, la casi soledad de este perfume, / la casi pérdida de ese hálito feliz / o la casi frustración de ese sutil destino. / Pero cuántas cosas finas y flotantes no son recogidas / cuántos llamados de la tierra / a través de las criaturas que se ha dicho dormidas no son escuchados!”.

La suave y apacible vida que levita se consume y marchita en una casi soledad.


Los tantos días de la peste solicitan una común apertura entre sensibilidades que cuiden mundos que respiran. Entre ternuras que abracen y protejan desamparos. Entre receptividades que se conmuevan por la casi soledad de lo vivo que no habla.


Griteríos, que interpretan y dictaminan desde las pantallas, no dejan oír llamados de una callada dicha que, sin embargo, espera una común llegada que viene demorada.


Quizás estos tiempos se recuerden por la ausencia de una común decisión planetaria que impida dañar.

No se necesitan ciencias para saber que los daños del capital, los daños de las crianzas, los daños del amor, los daños de la desigualdad, se intrican hasta estrangular la vida.


Como ante el terror de Estado, ante la gestión y administración de las pestes no nos podemos olvidar ni distraer. Crueldades, prontas a ejercer sus poderes, siempre están a punto de retornar.


Lo que pensamos, lo que nos hace pensar, nos llama por su peso, por su gravedad. Solicita atención. Pide que se lo considere.

Lo preocupante no solo concierne a lo que perturba, inquieta, desconcierta; lo preocupante también incumbe a las dichas y bellezas.

Lo preocupante no se desactiva con excusas, no se calma con consuelos, no se aplaza con distracciones.

Lo preocupante, que hiere como un aguijón sin nombre, merece llamarse angustia.

Escribe Heidegger (1952): “Lo preocupante de nuestro tiempo –un tiempo que da que pensar- se muestra en que todavía no pensamos”.

La paradoja del pensamiento reside en que lo que da que pensar (y pide que lo pensemos) se resiste a que lo hagamos. Se escabulle, nos da la espalda, se retira, se repliega. Escapa al entendimiento, desconcierta a las formas con las que solemos razonar, inunda de extrañezas.

Pensar quiere decir que hay algo que no sabemos cómo pensar. Supone la admisión de una zozobra. No saber qué hacer ni qué decir ante la demasiada muerte. Ante la vulnerabilidad, el desamparo, la incertidumbre, el desamor, la soledad.

Cuando Heidegger señala que todavía no pensamos, advierte que evitamos saber lo que, si pensáramos, se intensificaría: aturdimiento, confusión, amenaza, desesperación.

Tal vez pensar consista en habitar la angustia. Abrazar lo que no se sabe pensar, pensándolo sin saber.


El virus está poniendo a prueba la posibilidad de una solidaridad planetaria. Lo mismo ocurre con la vacuna.

Estamos viendo que, para muchas voluntades, el odio a un gobierno está antes que la decisión de un común cuidado ante los contagios.

Todo lo que pasa no se puede imputar a los males que disemina la civilización del capital. Sin embargo, en nombre de la llamada libertad, el capital sigue procurando ganancias en medio del mal.

Nos habitan imperativos de acumulación, insaciabilidades apropiadoras, angurrias que acaparan, voracidades depredadoras.


Y, sin embargo, ¡qué cosa la gratitud! Da alegría la sola oportunidad de decirla.


Casi nunca encontramos palabras para decir qué nos pasa. En ocasiones, por impaciencia, fatiga, desazón, adiestramiento, adherimos a términos que funcionan como sentencias.

No conviene apresurarse en entender la proposición clínica que dice que nuestra labor reside en dar con las palabras que arropen el dolor.

Dar la palabra puede consistir en darla sin decir, en darla sin nombrar, en darla sin etiquetar, en darla volviéndola a escuchar.

Dar la palabra en sus indecisiones y temblores, en sus vacilaciones y en sus arrepentimientos, en sus suspensos e insinuaciones.

Dar la palabra absteniéndose de darla cuando un nombre puede lastimar, reducir, confiscar, lo que se está viviendo.

Pero, también, dar la palabra sin dudar, como torniquete silábico, cuando se trata de detener hemorragias sintientes que ahogan.


Clarice Lispector (1977) interroga cómo nombrar lo que siente, escribe: “Si recibo un regalo dado con cariño por una persona que no me gusta, ¿cómo se llama lo que siento? Una persona de quien ya no se gusta más y ella tampoco gusta más de uno, ¿cómo se llama esa amargura y ese rencor? Estar ocupada, y de pronto parar por haber sido tomada por una despreocupación beata, milagrosa, sonriente e idiota, ¿cómo se llama lo que se sintió? El único modo de llamar es preguntar: ¿cómo se llama? Hasta hoy solo pude nombrar con la propia pregunta. ¿Cuál es el nombre? Es éste el nombre”.

Algo único comienza en ese momento de expectación en el que se quiere nombrar lo que nos pasa y no tenemos palabras para hacerlo. En ese temblor sin nombre, en ese silencio sintiente, se pone en marcha el pensar que no sabe cómo llamar a la vida que fluye a raudales.

Practicamos eso que alguna vez se llamó psicoanálisis para asistir a ese momento.


¿Por qué decir un común estar en lugar de estar en común?

La expresión un común estar altera la sintaxis habitual, enrarece la expresión, sacude automatismos. No solo decide un énfasis. Persigue la invención de un sintagma.


Marx y Engels (1846), al criticar la idea de ideología, advierten que no alcanza con cambiar las conciencias para cambiar la vida. Que combatiendo solo las palabras con las que el capitalismo presenta el mundo, no se termina con la materialidad de ese mundo que se pretende combatir.

Cierto, cambiando la lengua no se cambia la vida, pero practicar deshabituaciones del habla puede servir para advertir y no consentir automatismos que embotan pensamientos.


La expresión un común estar trata de sanear desgastes de lo común que sufren las palabras comunidad, comunismo, comunicación.

A propósito del coronavirus, Nancy (2020) destaca que estamos expuestos a “un virus que nos comuniza”.


Para Althusser (1970) ideas que nos piensan viven enraizadas en hábitos del habla y en prácticas corporales. Recuerda algo que Pascal dice más o menos así: “Arrodillaos, moved los labios en oración, y creeréis”.

Interviniendo gramáticas, aunque no se cambie el mundo, se resquebrajan las ideas que lo sostienen.


Haciendo la experiencia de un duelo, llevando en brazos una ausencia amada, Liliana Lukin (2020) escribe: “…y aunque estoy en este mundo, el adjetivo no es ‘mío’, / ni el verbo es ‘soy’, ni el pronombre es ‘yo’”.

Pensamientos que hacen la experiencia del dolor profanan la lengua.


¿Por qué insistir en la arrogancia del yo cuando se podría decir esta carne, esta sed, este silencio, este puente por el que pasan dichas y pesares?


Hace casi cuarenta años Diana Bellesi traduce un poema de Muriel Rukeyser (1980), quien con humor y feminismo, recrea el mito de Edipo.

Escribe: “Mucho tiempo después, Edipo, viejo y ciego, vagaba por los caminos. Sintió un olor familiar. Era la Esfinge. Edipo la increpó: ‘Quiero hacer una pregunta. ¿Por qué no supe que era mi madre?’. Porque diste la respuesta equivocada”, contestó la Esfinge. ‘Pero era la única respuesta acertada’, insistió Edipo. ‘No -dijo ella- cuando pregunté, qué camina en cuatro patas a la mañana, dos al mediodía y tres al ocaso, contestaste el Hombre. No dijiste nada sobre la mujer’. ‘Cuando dices Hombre -replicó Edipo- incluyes a las mujeres también. Todos lo saben’. A lo que ella retrucó: ‘Eso es lo que vos pensás’”.


Habitar una lengua supone habituarse a violencias y crueldades que esa lengua decide ignorar. Se puede hablar y pensar, complacientes con esa decisión o se puede tartamudear, enrarecer los vocablos, impugnar eso que los hábitos del habla callan.


No se trata de pasar de la impotencia a la imposibilidad, sino de la impotencia al impoder.

Urge descomponer los pares omnipotencia e impotencia, posibilidad e imposibilidad.

Desamarrar la potencia de la prepotencia del yo.

Afincarnos en un común impoder que, sin embargo, pueda sin poder.


Por ahora, no se puede imaginar una existencia sin violencias.

Pero se necesita tomar una común decisión: la de impedirse dañar.

La de aprender a habitar la intemperie. La de inhibir el goce de la crueldad.


Muchas conductas consideradas inapropiadas expresan, lo sepan o no, ofuscadas disidencias.

Lo inapropiado, a veces, resguarda lo inapropiable.

Eso que las normalidades no pueden aplanar, ni despojar, ni privar.

Lo impropio, en ocasiones, afirma lo irreductible.


De pronto una sola muerte da vuelta una página. Suspende miedos, estrecha y expande lo que queda. Junta barajas, retiene el aire, deja vacante el inicio de otra partida.

Gratitud, embriaguez, brindis: tres palabras para decir lo que vamos a extrañar.

Gratitud por potenciar la vida. Embriaguez por posibilitar el olvido de sí abrazándonos en un gol maravilloso. Brindis por levantar los brazos, entrechocar las copas, volver a desear lo brindado. Tanto en la ilusión como en el dolor.

No conviene caer en la tentación de interpretar una vida, de deducir una personalidad, de ilustrar qué representa, de exaltar una excepcionalidad, de blandir banderas, de comparar y hacer paralelismos, de aplicar metáforas y alegorías.

Solo importa esa común tristeza que se suelta, sin un contento.


Hay momentos del no decir.

Callar balbuceando compone una de las sabidurías del duelo y del respeto.

En proximidad de la algarabía desgarrada de una hinchada que canta.

Estar ahí, en vibrante silencio, doliendo en lo que el griterío siente.


Escucho una entrevista en la que Diego se interroga si quienes lo quieren lo seguirán queriendo.

Tal vez lo decisivo del pasaje por la vida resida en esa última pregunta.



Gisela Candas Hexo bogon 70 50, 2020.

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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