De manera imperceptible, aparecen, de tanto en tanto, capas en la pintura de Villa Berthet que dejan ver lo que todo indica que no se puede ver; el clima familiar se torna, de repente, siniestro. Como si bajo la vida apacible y transparente del pueblo fluyera una corriente de violencia que de a ratos emerge, trastocando la calma de lo cotidiano. Se trata de un río subterráneo, continuo: una serie de complicidades familiares lo entuban, permiten su curso sin que aflore a la superficie, y así arrastra en silencio lo innominable. Gladis, lejos del pueblo, con extraños como nosotros, habla de eso, y devuelve ausencias.
“Llevame a Buenos Aires con vos”, le había dicho la hija de Liliana, una de sus primas, “porque a mí no me gusta vivir acá con el marido de mi mamá”. Gladis indagó por teléfono, y nos resume: “me contó”. Ante eso, la respuesta de Gladis fue resolutiva y a-institucional: llamó a la prima y le dijo que se la quería traer un rato a Buenos Aires. Ante estos modos de pensar la familia, que a mí me extrañan, Gladis no se detiene. Del dicho al hecho, el largo trecho que distancia a ambas ciudades. Y el del dinero necesario para atravesar el camino entre geografías. En tres meses, Gladis logró conseguirlo y, al volver a Villa Berthet, se encontró con una noticia: Irma le cuenta que “se mató la hija de la Liliana”. Once años tenía, y se ahorcó con una soga desde el techo. Había dejado una carta.
“Me fui a investigar por la carta y verla a mi prima”, nos cuenta Gladis, para después confirmar que no había ningún secreto a revelar, más que el que la nena le había contado por teléfono: Diego, el esposo de Liliana, abusaba de ella. Gladis, con dolor, se resolvió, no se guardó de preguntar a Liliana:
—¿Por qué no dijiste nada?
—Porque es el padre de mis otros dos hijos.
Liliana sabía.
Muere a los 8 meses. Al mes muere el hermano, su primo. Ninguno de los dos era viejo. Luego murió la otra prima de ese lado de la familia. Y después otro primo se suicidó: se colgó de un quebracho. Gladis no sabe por qué, pero el comentario es que el tipo abusaba de las dos primas. Gladis se desvía en su relato: “ahí corre la marihuana a dos manos”. Pero vuelve: vuelve porque los hechos se repiten, retornan, se acercan bastante a lo normal –más que a lo excepcional– una vez que se corre el manto de silencio, tarde.
En esa misma conversación, me cuenta el caso de un primo de ella que abusó de todas sus hijas. De profesión, pastor evangélico. Gladis recuerda que, cuando ella era joven, su papá un día lo corrió con una escopeta de su casa. Por toda explicación, recuerda:
—Tu primo es Alma-mula.
—¿Qué es eso?
—Dije que es Alma-mula y no quiero más preguntas.
Hará diez años atrás, ya de grande, en una de sus visitas a Villa Berthet con Mati y Alberto, vio pasar las camionetas de la policía de Villa Ángela, rompiendo con los tránsitos redundantes y esperables que circulan por el pueblo. Habían venido a detener al pastor. Su hija mayor, Herminda, “se cansó”. Se escapó de la casa y dio con un comisario de Villa Ángela, que le tomó la denuncia –¿no se la había querido tomar la policía de Villa Berthet?–. Y lo fueron a buscar. Herminda se había atrevido a denunciar a su padre, que es también padre de uno de sus hijos. Según el recuerdo de Gladis, también iban a imputar a su madre, por encubrimiento.
La leyenda de la “Alma-mula” proviene de Santiago del Estero, pero no es difícil imaginar que ella pueda migrar, en parte por los desplazamientos poblacionales, pero acaso, sobre todo, porque lo referido en su leyenda se expande sin territorio definido. El Alma-mula es una especie de mula aterrorizante que encierra el alma de una mujer que debe pagar por sus pecados: licenciosa, se le adjudica haber mantenido relaciones sexuales con su padre o con sus hermanos; algunas versiones incluso le imputan comercio carnal con un cura, por lo que está condenada a vagar por las noches convertida en animal, arrastrando largas y pesadas cadenas. Su vagar aterroriza a los vivos, buscando que alguno de ellos no se espante de su aspecto ni de su pasado, la enfrente y la redima de sus pecados haciéndole un corte en una de sus orejas con un facón, arma masculina por excelencia, que delata de quién depende el destino de esa alma en pena. Advierte la leyenda, también, que de no tener el coraje para realizar aquella hazaña –de no tener “los huevos”, como se ha medido la valentía desde siempre–, mejor taparse los oídos y alejarse pronto del lugar: no puede olvidar quien escuche su lamento que al borde de la locura puede arrastrar.
Curiosa leyenda, cuyo núcleo de verdad reside en su inversión proyectiva: a las mujeres se le atribuyen los deseos y consumaciones incestuosas al interior de la familia. E, incluso, se sella la verdad invertida que habita el mito con una advertencia que garantiza (la necesidad de) su perpetuidad: mejor no escuchar. Gladis, que se acercó a Herminda después del episodio y se animó a escuchar, desplazó el lugar en el que el mito pone a la locura: “tu papá estaba loco”.
Quizá la recurrencia de estos abusos masculinos al interior de la familia disipe la pertinencia de la palabra “locura” para nombrar a sus perpetradores, con las connotaciones excéntricas que ella carga. ¿No serán, acaso, hijos sanos del patriarcado?
*Fragmentos del libro Gladis Cáceres. Esbozo de una vida viva (Tocoymevoy Ediciones, 2019)
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