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La palabra anarquista / Anónimo

Foto del escritor: Revista AdynataRevista Adynata

a la escritura hipnótica de Christian Ferrer


“Creyeron que leer y escribir era una tarea urgente y liberadora y que anarquistas se hacían al contacto fugaz de las letras de un periódico. O desde el oído, apenas al exponerse al voceo de un orador ardiente. La palabra crea anarquistas”

Laura Fernández Cordero, Amor y anarquismo


Este escrito tiene una relación ambigua con la anarquía. Tanto es así que es dudoso que esa deba ser la palabra que se use aquí. Se ensayó “an-arquismo”, “anarchismo”, incluso “anarjismo”, siempre intentando remitirnos a la etimología de la ausencia de arché. Pero las excentricidades alejan las palabras de la vida. Agamben decía que entre el nombre y el misterio hay una relación excluyente: hablamos solamente para decir el misterio, pero si confundimos el misterio con lo que decimos dejamos definitivamente de hablar. Hablar raro, hablar misteriosamente, no interesa en absoluto. La palabra, entonces, es anarquía. Y todo sucede como si su imposición obligara también a asumir su historia, a recibir lxs antepasadxs que evoca. Sean, pues, bienvenidxs, con todas las afinidades y el rechazo que puedan producir. Como todo aquello que carece de fundamento –que carece de arché– solamente puede hablar a partir de un llamado. No intenta convencer a nadie sino tomar la palabra para dar lugar a algo que exige hacerse presente. Se habla con la confianza en esa exigencia, en que es algo vivido. Qué es lo que exige poco importa, sea el Ser, el amor, el odio, la vida, la política, acaso Edipo. Como ha dicho también Agamben, la exigencia “no se refiere al ámbito de los hechos, sino a una esfera superior y más decisiva, cuya naturaleza puede cada uno de vosotros precisar a su gusto”.[1]


En Cabezas de tormenta, Christian Ferrer ha escrito que en el anarquismo está en juego el “milagro de la palabra”.[2] Una palabra que llega en un momento, que dice a veces lo que nadie quiere decir, que habla de aquello que nadie encuentra, que señala lo que se quería ignorar, que invita a lo inverosímil, que parece llegada de otro planeta con un lenguaje totalmente extraño y que, sin embargo, enciende la vida. Una palabra que toca y, de modo inesperado, lo cambia todo. No porque convenza sino porque entra en contacto con algo que ya estaba ahí, con la exigencia. Se sumerge en la vida diaria hasta tocar algo y lo atrae, como lxs amantes que se tocan y provocan un incendio. Más que una doctrina, si es algo que carece de fundamento, la palabra anarquista quizás sea algo así como el nombre de un fenómeno extraño. Como los insultos, los chistes o el te amo, algo que no tiene nada que ver con su contenido sino con lo que sucede al decirlo. La palabra anarquista: milagro de las vidas que se encienden ante la exigencia en una situación, y después ya veremos.


La libertad

Es sabido que el anarquismo posee deseos de libertad, y ésta, las más de las veces, es interpretada en términos de egoísmo. Deseo a veces romántico, pero que no conoce las “verdaderas” preguntas: las de la organización a nivel macro, las de las grandes regulaciones económicas, entre otras. Roland Barthes dijo una vez que sería ridículo imaginarse en el lugar de un juez siendo “alguien que, etimológicamente hablando, es ‘anarquista’”.[3] La etimología, la procedencia de la palabra anarquía es el término griego arché: el origen, el principio, el fundamento. “El término griego arché tiene dos significados: significa tanto «origen», «principio», cuanto «mando», «orden». Así el verbo árcho significa «comenzar, ser el primero en hacer algo», pero también «mandar», «ser el jefe»”.[4] Estos dos sentidos se reúnen, hay un vínculo entre comenzar y ordenar: “es eso que comanda y gobierna no sólo el nacimiento, sino también el crecimiento, el desarrollo, la circulación y la transmisión –en una palabra, la historia– de aquello a lo que ha dado origen”.[5] Si lo anárquico carece de fundamento quizás sea, por empezar, porque no se propone a sí mismo como fundamento: habla sin ordenar, llama sin someter, se sustrae a la obligación de comenzar.


¿Qué es la exigencia de libertad de quien no se quiere proponer como modelo, quien no quiere ser fundamento, quien no quiere ordenar? Partiendo de esta etimología no resulta obvio qué se entiende por libertad. Barthes aclara por qué lo dijo: “se llama libertad no sólo a la capacidad de sustraerse al poder, sino también y sobre todo a la de no someter a nadie”.[6] Se descarta una definición demasiado obvia: la libertad consiste en sustraerse del poder, en que no nos gobiernen, en cierto ejercicio que a veces se superpone con el individualismo. Es cierto que hay algo de eso, pero ahí no acaba la cuestión. Barthes nos dice que uno de los nombres de la libertad es el no someter a nadie. Mi propia libertad está en juego cuando me rehúso a someter. Quizás sea cierto eso que dijo Agamben una vez, que un poder cae cuando ya no emite órdenes. Si las órdenes existen, siempre habrá alguien que obedezca. Y, por otra parte, ya sabía Rousseau que “es muy difícil reducir a la obediencia al que no tiene el menor interés en mandar”.[7] La palabra anarquista: habla que extrae su libertad del deseo de no someter a nadie.


El presente

¿Qué hace que, a veces, pueda pasarse por alto el espanto presente en nombre de un futuro que vendrá, en nombre de Godot? Diseñar el futuro, imaginar cómo querríamos que fuera, muchas veces no se lleva bien con el deseo de no mandar. La idea de vanguardia, en cierto sentido, implica la idea de fundamento, de comienzo. También, la de una jerarquía de las luchas: un centro, una periferia, una línea unificante. Foucault ha dicho que las luchas transversales, aquellas que no se delimitan por países o gobiernos, aquellas que resisten a distintas formas de sometimiento, “no esperan encontrar una solución a sus problemas en una fecha futura (esto es, liberaciones, revoluciones o fin de la lucha de clases) en comparación con la escala teórica de un orden revolucionario; se trata de luchas anarquistas”.[8] La palabra anarquista no se siente cómoda en el llamado a la espera.


Inventar algo, prestarse como laboratorio para vivir hoy de otra manera, es ya una cuestión inmensa. Puede entenderse de modo marginal, pero, como decía Christian Ferrer, si no hubiera existido el anarquismo la imaginación política sería aún más pobre de lo que ya es. Emma Goldman escribió en 1914 que “ya sea que el amor dure un momento o una eternidad, es la única base para de creatividad, inspiración y dignificación”.[9] Desde luego la unión libre por oposición al matrimonio es una cuestión anarquista. Cuesta imaginar que el hecho de que un vínculo dure tanto como el deseo, y luego termine y ya, haya tenido que ser una reivindicación, pero estas memorias encienden.


Laura Fernández Cordero recupera en Amor y anarquismo una experiencia preciosa ocurrida en 1890. Se hizo en Brasil un experimento que buscaba probar la viabilidad de la organización de la vida cotidiana bajo la anarquía, sosteniendo una pequeña comunidad. En ella, una tal Eléda decide proponer el extraño experimento de compartir amor con dos compañeros. No es sencillo: “Aníbal sufre a causa del resabio indeseable de los celos; sabe que Eléda no es su propiedad, pero los prejuicios y el hábito todavía se ensañan con él la primera noche que duerme con Cardias”.[10] Finalmente el malestar se supera y el experimento se sostiene, pero poco importa eso. No se trata de la instalación de una vanguardia, de la nueva moral de cómo deberíamos vivir. En todo caso, de sentir que ese problema existió en 1890, que hay quienes se dedicaron a inventar otras formas de vida. No como promesa para mañana sino como algo que se desea hoy, acaso algo que no se sabía que podía desearse. Si los ejemplos sirven de algo, decía Ferrer, también es para sentir cómo en los últimos cien años ha decaído “la capacidad humana para anhelar e imaginar libertades”.[11] Se podría decir: pero, ¿y qué pasaría si todo el mundo viviera así? Pregunta sin sentido, pues, para dirigirse a todo el mundo, es necesario mandar, postularse como fundamento. La palabra anarquista: invitación amorosa a tentar al presente.


Las moléculas

Se ha dicho mucho del atomismo de la anarquía, del individuo egoísta, del deseo del yo. Sin abusar de Deleuze y Guattari, sin abandonar la palabra cotidiana, antes que los átomos, quizás habría que hablar de las moléculas anarquistas. No insistir en que esas cosas tengan que ser una –una persona, un deseo, un impulso, una voluntad, una libertad– sino en que no están tomadas por un conjunto rígido. Pasó mucho tiempo hablándose de las incoherencias y el caos de las vidas anarquistas, lo que a veces desde luego es cierto, pero la imagen es la de un átomo alocado que no dejaría de ir hacia todas partes y ninguna. En cambio, podría pensarse de otra manera. Un cuerpo, numéricamente uno, pero que está en un intercambio de moléculas con su entorno. La palabra anarquista toca esas moléculas sueltas: a un momento dado, una palabra que llega nos hace descubrir que, en contra de esa identidad unitaria que pensábamos que éramos, tenemos que ver con tal cosa.

Ciertas moléculas son atraídas por una situación: somos un artesano en el Bolsón, pero descubrimos ciertas moléculas mapuches. El error sería pensar que Santiago Maldonado decide ir de aquí para allá, cuando es la situación la que exige, la que convoca a los cuerpos a hacerse presentes. ¿Qué es una vida anarquista? Quizás, una vida absolutamente tomada por este intercambio con el mundo, que no puede detenerse sobre sí misma sin verse arrastrada a cada situación que lo exige. No es una, son muchas vidas, tantas que un solo cuerpo las más de las veces no las resiste. Si conocemos ese vértigo, en cierto sentido, es porque conocemos la palabra anarquista. Es porque, hasta cierto punto, sabemos que actuamos de mala fe. La buena noticia es que aquí no hay moral: no hay modelo de vida anarquista a la cual deberíamos ajustarnos. Es simplemente una exigencia, una suerte de zumbido en el oído: ¿así vamos a vivir nuestra vida? Cuesta sentir la exigencia de esa pregunta sin el peso de la moral, sin suponerle una buena forma a la que acercarnos, respecto a la cual deberíamos corregirnos.


Lo cierto es que no todas las vidas son anarquistas. En general, vivimos pocas vidas. La pregunta funciona a ese nivel: usted, átomo, individuo, ¿es o no es anarquista? Así llegamos al romanticismo, al altruismo paradójico, a las pasiones alocadas, a la incoherencia. Otra pregunta sería quizás más llamativa: ¿tiene usted la seguridad de conocer todas las moléculas que componen su cuerpo? La palabra anarquista llama, y eso que atrae no es necesariamente una vida anarquista, a veces son solamente un par de moléculas. Una persona, una vida, como un centro de gravedad alrededor del cual orbitan algunas moléculas algo perdidas, disponibles para entrar en composición con algo del entorno. Escuchamos la palabra anarquista y, de modo inexplicable para la unidad del individuo, algo atrae, algo afecta, algo exige. La policía asesina, todos los días, pibes y pibas en los barrios. ¿Nadie siente un nudo en su cuerpo, un hilo tenso que toca y arrastra que, al mismo tiempo, es retenido por la pesadez de un cuerpo demasiado unido, sin ánimos de perderse?


El discurso de los fundamentos engendra la culpa: usted debería estar haciendo algo al respecto. Así, se vuelve palabra reactiva: “¿y qué voy a hacer yo, si soy empleado en un banco?”. La palabra anarquista no hace eso, dice otra cosa: usted desearía estar haciendo algo. Carente de órdenes, sin someter a nadie, penetra hasta lo más hondo porque no hay nada que oponerle. Exige, pero no exige nada en particular. Incluso, se diría, no exige nada que no esté en parte ya ahí: si la palabra toca, si tironea, es porque ya estaban allí las moléculas. Es una cuestión de contagio, de entusiasmo, el dibujo de un círculo mágico. La palabra anarquista: invención de un laboratorio que expone lo que nos compone, de qué somos capaces.


La toma de la palabra anarquista

Uno de los grandes problemas al tomar la palabra es el del comienzo. ¿Por dónde empezar? Es la fascinación salvaje de los cuentos de Raymond Carver: como una inyección de urgencia, todo sucede lo suficientemente rápido para que no tengamos tiempo de saber que hemos entrado a alguna parte (acaso sus finales abruptos, su filo decisivo, sean una suerte de antídoto por el hecho de, a pesar de todo, haber tenido que comenzar de alguna manera). A Foucault le era insoportable empezar: odiaba los prólogos, los omitía cuando podía y, al mismo tiempo, tenía una extraña fascinación por los comienzos. Al tener que tomar la palabra en su lección inaugural siente esta incomodidad y nos dice: “me hubiera gustado anoticiarme de que al momento de hablar una voz sin nombre me precedía desde tiempos remotos”.[12] Si la palabra anarquista despliega una atmósfera donde nuestras moléculas comienzan a alborotarse, el problema es por dónde empezar. A John Cage le gustaba recordar que la cualidad más bella de la atmósfera es que no se centra en ninguna parte. De algún modo comenzar es proponer un centro, un arché. Ausentarse de ese sitio es una de las grandes dificultades de la palabra anarquista.


La historia, como pensaba Foucault, tiene la posibilidad de mostrar que no hay fundamentos necesarios de los modos en que vivimos. Escuchar una historia puede ser la ocasión de descubrir que es posible vivir de otra manera. Anoticiarnos que las cosas no siempre han sido así, que son contingentes, es ya algo de inmenso valor. Incluso la fábula del Rousseau del segundo discurso: para sacar a la luz que no hay un fundamento de la desigualdad, que esta es contingente, nos habla de “un estado que ya no existe, que tal vez nunca ha existido, que probablemente no existirá jamás”.[13] Nos cuenta una historia y, al escucharla, dedicada a su contemporaneidad, se introducía por los oídos bañando los cuerpos de una nueva noticia: ¡es cierto, quizás no tenga que ser así! Y bien, como dice Christian Ferrer, resulta que “los anarquistas creían. Eso es un don que no se le concede a cualquiera”.[14]


Hace falta amar mucho la vida que cuida una historia para saber que no se nos miente, que se eligen las palabras para encender el deseo de vivir. Y, sin embargo, tampoco puede decirse cualquier cosa. Como ha dicho Agamben, no sería creíble ningún relato que no tuviera ya ninguna relación con el fuego, con la calidez y el ardor sentido de la vida a la que invita hoy, en el mundo tal y cual es, con los deseos de los que somos capaces. La toma de la palabra anarquista parte de este rodeo que no desea comenzar pero sí llamar, que no intenta convencer pero sí dar con el tiempo histórico al que se dirige. Toca el cuerpo con la oscuridad de lo intolerable, de lo urgente, de lo que no admite más demora; seduce el alma con el brillo del deseo de averiguar de qué somos capaces. Dice cosas que nunca pensamos que íbamos a escuchar y que, una vez que las oímos, no podemos volver a imaginar nuestra vida sin ellas. En esa tensión, el misterio de su eficacia, el milagro: la palabra crea anarquistas.



* Publicado originalmente en la Revista Diógenes (https://revistadiogenes.com)

[1] Agamben, G. (2014) El fuego y el relato (trad. Kavi). Bs As, Sexto Piso, 2016, p.67. [2] Ferrer, Ch. (2004) Cabezas de tormenta. Buenos Aires, Utopía libertaria, p.79. [3] Barthes, R. (1977) “Lección inaugural” (trad. Terán) en El placer del texto y la Lección inaugural. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p.102. [4] Agamben, G. (2017) Creación y anarquía. La obra en la época de la religión capitalista (trad. Molina-Zavalía y D’Meza). Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2019, p.81. [5] Agamben, G. (2017) Creación y anarquía. La obra en la época de la religión capitalista (trad. Molina-Zavalía y D’Meza). Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2019, p.83. [6] Barthes, R. (1977) “Lección inaugural” (trad. Terán) en El placer del texto y la Lección inaugural. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p.96. [7] Rousseau, J-J. (1755) Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (trad. Masó). Madrid, Gredos, 2014, p.195. [8] Foucault, M. (1982) “El sujeto y el poder” en Dreyfus, H.L. y Rabinow, P. Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica (trad. Paredes). Buenos Aires, Nueva Visión, 2001, p.244. [9] Goldman, E. (1914) “Matrimonio y amor” en La tragedia de la emancipación femenina y otros textos (trad. Traductoras e Intérpretes Feministas de la Argentina). Buenos Aires, Red Editorial, 2019, p.72. [10] Fernández Cordero, L. (2018) Amor y anarquía. Experiencias pioneras que pensaron y ejercieron la libertad sexual. Buenos Aires, Siglo XXI, p.108. [11] Ferrer, Ch. (2004) Cabezas de tormenta. Buenos Aires, Utopía libertaria, p.50. [12] Foucault, M. (1970) L’ordre du discours. Leçon inaugurale au Collège de France prononcée le 2 décembre 1970. Paris, Gallimard, 1971, p.7. [13] Rousseau, J-J. (1755) Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (trad. Masó). Madrid, Gredos, 2014, p.129. [14] Ferrer, Ch. (2004) Cabezas de tormenta. Buenos Aires, Utopía libertaria, p.23.


Karma, Do-Ho Suh 2003. Pintura de uretano sobre fibra de vidrio y resina

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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