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Foto del escritorRevista Adynata

Las orillas como ese espacio imaginario a medio hacer / Ezequiel Buyatti

Actualizado: 2 jun 2023

Yo soy el único espectador de esta calle / si dejara de verla se moriría

Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires


Nos podemos preguntar qué lengua elige Borges para construir el espacio, en este caso, las orillas, como lugar que produce una literatura urbana mediante la unión entre lo moderno y elementos del campo. La respuesta la encontramos en un vocabulario que oscila entre elementos de la pampa y una forma de ser vanguardista: “quichua”, “autoridá”, “ciudá”, “desmelenada” son algunas de las palabras que inundan el espacio imaginario de las orillas.


El arrabal y las orillas son los espacios que merecen ser llenados con literatura. La tradición gauchesca está cumpliendo su ciclo y tampoco le interesa a Borges lo moderno europeizante. Sí lo urbano nacional que, a su vez, lo discute.


Sarlo habla de un criollismo urbano de vanguardia. El criollismo como marca local pero que dialoga con el mundo que no se relaciona con lo europeo. Existe en El tamaño de mi esperanza y en Fervor de Buenos Aires marcas de lo local y de lo universal. Estas marcas se funden con un recorrido por el barrio, la cuadra, el patio (espacios íntimos y locales) vinculados con el todo. Lo urbano nacional dialoga con lo universal.


El yo poético se identifica con el que sabe mirar ese juego de tensiones entre la gauchesca y lo moderno, del cual la síntesis serán las orillas. En este espacio virgen, deshabitado, en el cual no hay valoración moral ni estigmatización social, separado entre la gauchesca y lo moderno, no hay sujeto. El único que camina es el yo poético que reconoce la ciudad y la nutre de vida: “mis andanzas dieron con una calle ignorada” (Borges, 1923, p. 10); “Yo atravieso las calles desalmado” (Borges, 1923, p. 18).


Aparece una lengua del suburbio que tensiona lo gauchesco y lo moderno: “se me adentró en el corazón anhelante / con limpidez de lágrima” (Borges, 1923, p. 10). Las orillas, “como ese símbolo a medio hacer” (Borges, 1993, p. 23), transmutan en un espacio imaginario para resolver tensiones y conflictos. Por ejemplo, la tensión entre la oralidad de lo popular y la escritura de la ciudad letrada: “Las calles de Buenos Aires / ya son la entraña de mi alma / No las calles enérgicas / molestadas de prisas y ajetreos, / sino la dulce calle de arrabal / enternecida de árboles y ocasos /” (Borges, 1923, p. 7). Estamos ante la presencia, entonces, de la unión de términos de lo gauchesco (“entraña”) y lo más sublime (“alma”). A su vez, la velocidad de la modernización produce un contraste entre la ciudad y el arrabal. Las orillas, en este sentido, funcionan como un espacio literario, una construcción literaria que entra en tensión con esa ciudad que todavía se estaba erigiendo:


La ciudad está en mí como un poema / que aún no he logrado detener en palabras / A un lado hay la excepción de algunos versos / y al otro, arrinconándolos, / la vida se adelanta sobre el tiempo / como terror / que usurpa toda el alma /. (Borges, 1923, p. 22)


Las orillas están dentro del poeta. Cuando él deambula, crea el poema. Las orillas son ese espacio virgen que espera ser escuchado: “ayer fue campo, hoy es incertidumbre”, se lee en “Villa Urquiza”. Un espacio que todavía no contiene una lengua literaria. Y, por eso mismo, necesita ser creada: “Yo soy el único espectador de esta calle / si dejara de verla se moriría /” (Borges, 1923, p. 51).


La ciudad se adueña del espacio, por ello existe un afán para escribir la poesía antes de que el espacio sea modernizado: “¿Para qué esta porfía / de clavar con dolor un claro verso / de pié como una lanza sobre el tiempo / si mi calle, mi casa, / desdeñosas de plácemes verbales, / me gritarán su novedad mañana /” (Borges, 1923, p. 22).


Para Borges existe una “esencial pobreza de nuestro hacer. No se ha engendrado en estas tierras ni un místico ni un metafísico, ¡ni un sentidor ni un entendedor de la vida! […]. No hay leyendas en esta tierra y ni un solo fantasma camina por nuestras tierras” (Borges, 1993, p. 13). Sin embargo, lo que ya tiene su leyenda son la pampa y el suburbio. Ya tienen su letra y su discurso:

Dos presencias de Dios, dos realidades de tan segura eficacia reverencial que la sola enunciación de sus nombres basta para ensanchar cualquier verso y nos levanta el corazón con júbilo entrañable y arisco, son el arrabal y la pampa. Ambos ya tienen su leyenda […]. (Borges, 1993, p. 21)

Los poemas de Fervor de Buenos Aires, por su parte, tienen objetos que son restos de esas historias que ya pasaron: guitarra, puñal, farol. Huellas de algo que está desapareciendo. Huellas que dialogan con la “lejanía” y el “infinito”.


Existe, además, una idea de no lugar-tiempo desde una mirada vanguardista: “… donde austeras casitas apenas se aventuran / hostilizadas por inmortales distancias / a entrometerse en la onda visión / hecha de gran llanura y mayor cielo” (Borges, 1923, p. 7). Una suspensión condensada en los atardeceres, en las fronteras, en las orillas: “Sin miras a lo venidero ni añoranzas de lo que fué, / mis versos quieren ensalzar la actual visión porteña, / la sorpresa y la maravilla de los lugares que asumen mis caminatas /” (Borges, 1923, p. 4).


En El tamaño de mi esperanza también se aprecia una intensión de síntesis absoluta: una economía de palabras para poder expresarlo todo. La preocupación por el lenguaje y la intención de multiplicar la lengua castellana hasta el infinito son temáticas recurrentes en el ensayo borgeano:

El lenguaje es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Dicho sea con otras palabras: los sustantivos se los inventamos a la realidad. Palpamos un redondel, vemos un montoncito de luz color de madrugada, un cosquilleo nos alegra la boca, y mentimos que esas tres cosas heterogéneas son una sola y que se llama naranja. La luna misma es una ficción. Fuera de conveniencias astronómicas que no deben atarearnos aquí, no hay semejanza alguna entre el redondel amarillo que ahora está alzándose con claridad sobre el paredón de la Recoleta, y la tajadita rosada que vi en el cielo de la plaza de Mayo, hace muchas noches. Todo sustantivo es abreviatura. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de alejamiento de sol y profesión de sombra, decimos atardecer. (Borges, 1993, p. 46)


Insisto sobre el carácter inventivo que hay en cualquier lenguaje, y lo hago con intención. La lengua es edificadora de realidades. […] ¿Por qué no crear una palabra, una sola, para la percepción conjunta de los cencerros insistiendo en la tarde y de la puesta de sol en la lejanía? ¿Por qué no inventar otra para el ruinoso y amenazador además que muestran en la madrugada las calles? ¿Y otra para la buena voluntad, conmovedora de puro ineficaz, del primer farol en el atardecer aún claro? ¿Y otra para inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza?

Sé lo que hay de utópico en mis ideas y la lejanía entre una posibilidad intelectual y una real, pero confío en el tamaño del porvenir y en que no será menos amplio que mi esperanza. (Borges, 1993, pp. 48-49)

El criollismo urbano de vanguardia como nueva concepción de lo nacional es algo que persiste en ambos textos. El criollismo vinculado a la ciudad, a lo urbano mediante la invención de una tradición, de lo familiar, de lo propio, de lo interno, de lo íntimo y de la historia nacional. La vanguardia como lo nuevo mezclando lo pampeano y lo urbano:


Ya Buenos Aires, más que una ciudad es un país y hay que encontrarle la poesía y la música y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen. Ese es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su encarnación. (Borges, 1993, p. 14)

Borges se propone crear Buenos Aires. Buscar un criollismo que converse con el mundo:


No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos […]; el segundo, que antes fue palabra de acción […], hoy es palabra de nostalgia […]. Criollismo, pues, pero un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte. A ver si alguien me ayuda a buscarlo. (Borges, 1993, p. 14)

Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble. La provincia sí está poblada: allí está Santos Vega y el guacho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización. (Borges, 1993, p. 126)


El escritor intenta romper la esencia del ser nacional a partir de un diálogo entre lo local y lo universal:


Lo inmanente es el espíritu criollo y la anchura de su visión será el universo. Hace ya más de medio siglo que en una pulpería de la provincia de Buenos Aires, se agarraron en un contrapunto larguísimo un negro y un paisano y se fueron derecho a la metafísica y definieron el amor y la ley y el contar y el tiempo y la eternidá. (Borges, 1993, p. 79)

La anchura de la visión criolla está presente en el poemario y en el ensayo, como luego estará en las escrituras irreverentes hacia el texto canónico de la literatura argentina, el Martín Fierro, mediante sus cuentos “El fin” y “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. Sostiene que Hernández “no alcanzó a morir en su ley y lo desmintió al mismo Fierro con esa palinodia desdichadísima que hay al final de su obra y en que hay sentencias de esta laya: Debe tener el gaucho casa / Escuela, Iglesia y derechos. Lo cual ya es puro sarmientismo” (Borges, 1993, p. 35).


La ficción borgeana pone de manifiesto que toda letra escrita presiona, que toda letra inscribe una tensión. Que el acto de escribir, como el acto de leer, acaso parezcan (acaso sean) actos tautológicos: “… hablar es incurrir en tautologías” y “La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma”, leemos en la “Biblioteca de Babel”; “Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo”, leemos en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Esta tensión, este tópico recurrente en la apuesta literaria borgeana, que intenta suprimir fronteras entre escritor/lector, sin embargo, no solo las encontramos en sus mejores cuentos, sino que ya estaban presenten en su primera obra escrita en 1923:

Si en las siguientes páginas hay algún verso logrado, perdóneme el lector el atrevimiento de haberlo compuesto antes que él. Todos somos uno; poco difieren nuestras naderías, y tanto influyen en las almas las circunstancias, que es casi una casualidad esto de ser tú el leyente y yo el escribidor –el desconfiado y fervoroso escribidor– de mis versos. (Borges, 1923, p. 6)


Referencias bibliográficas


Borges, J. L. (1993). El tamaño de mi esperanza. Buenos Aires: Seix Barral.

Borges, J. L. (1923). Fervor de Buenos Aires. Buenos Aires: Serrantes.



Lidia Barán. (2020) Un poco de libertad en las orillas. Guernica.


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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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