Leer / Alan Pauls
- Revista Adynata
- hace 6 días
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Leer, como se dice, es una práctica solitaria. El lugar es tan común que parece inútil contradecirlo, pero siempre tuve ganas de objetar la serie de sobreentendidos capciosos que contrabandea. En principio, la idea de que esa condición solitaria esté en el origen de ciertas "debilidades" que habría combatir, curar o por lo menos rehabilitar: la tendencia a la asocialidad, el solipsismo, la sustitución de la realidad por los mundos imaginarios, la incompetencia práctica, la renuncia a la participación, la fobia a toda forma de acción, etc.
Confinado a la pasividad y el ensueño diurno, el lector sería así una especie de lumpen letrado, inútil para cualquier destino que no sea gozar de su paraíso privado de páginas. Dediqué un pequeño libro a desmontar ese puritanismo antilectura. Trance, en efecto, puede leerse como un panfleto contra las doctrinas que hacen de la lectura, y sobre todo de la lectura apasionada, febril, exclusiva, la amenaza número uno -porque amenaza disfrazada de virtud de todo lazo social, todo compromiso, y del lector un aristócrata demasiado sensible para un mundo demasiado áspero, del que se protege enclaustrándose en su cocoon de libros y letras, canjeando los cortocircuitos de lo real por el confort de un ecosistema poblado de ácaros eruditos pero inofensivos. Mi tesis, sin embargo, parte de la vindicación del axioma del enemigo: leer, en efecto, es una práctica asocial. Pero esa asocialidad de una distancia asustada que un reparo, una impugnación, hasta un sabotaje. Los adultos a cargo del pequeño lector todo terreno lo saben bien: nada conspira tanto contra la economía familiar (es decir: contra la primera lógica social dominante lee de chico con la que nos medimos) como la lectura. El que lee en todas partes, lee contra todo: la agenda de comidas, las sesiones de aseo, los madrugones escolares, el estudio, los compromisos familiares, el dentista, los buenos modales. Leer no es un gesto de abstinencia; es una intervención activa, el palo que interfiere, interrumpe y pospone las obligaciones de esa mezcla de reality show, fábrica y laboratorio psicopedagógico que es la familia. Lector fanático, Silvio Astier, el héroe adolescente de El juguete rabioso de Roberto Arlt, sólo tiene miedo de una cosa: el momento en que algo en particular su madre lo obligue a apartar los ojos del libro que está leyendo. Teme la interrupción -el único enemigo verdadero de la lectura porque todo lo que él hace al leer, que es lo que hace todo el santo día, es interrumpir esa máquina de interrumpir el placer que llamamos mundo.
Pero Trance, el panfleto, va más allá. Trata de mostrar hasta qué punto esa asocialidad activa, en la que los mundos imaginarios son tan o más reales que los reales e intervienen en ellos de manera efectiva, aunque más no sea para ponerlos en cuestión e imaginar cómo serían si se los transformara en otros, es el germen de una resocialización singular, punto de partida de una comunidad más o menos idiosincrática, más o menos aberrante, en la que libros, enciclopedias, revistas, cómics o lo que sea que se lea -los lectópatas gozan hasta de los prospectos de remedios y los manuales de uso de los electrodomésticos-funcionan como talismanes, testigos y prendas de alianza, emblemas disimulados de una cofradía tan inoficial como militante. Mal que les pese al celular y al kindle, que privatizan las decisiones y los gustos de sus usuarios, uniformándolos con sus diseños idénticos y la gimnasia tourettiana de sus dedos pulgares, los libros siguen luciendo sus portadas-estandarte en el espacio público del subte, el ómnibus, la plaza o el bar, siguen voceando sus títulos para que otros los lean a su vez, los recojan o discutan. Leer, hoy, sigue siendo proponer hablar de lo que se lee. Leer -práctica asocial- es siempre un principio de conversación.
¿Por qué debería sorprendernos? El origen de la pasión de leer no es -como quieren hacernos creer los terapeutas de la asocialidad lectora un reflejo de miedo ni una voluntad de ensimismamiento. Todos los que leemos como locos venimos del mismo lugar, la misma situación, el mismo extraño milagro: alguien nos lee. Somos muy niños, no tenemos idea del sentido que tienen esas muesquitas negras que ocupan la página, no sabemos ni siquiera qué es un libro y alguien nos lee: de noche, para dormirnos; de día, para matar el tiempo; en viaje, para abreviar la espera; en la cama, para mitigar los efectos de la fiebre. Leer es haber sido leído. A menudo soslayada por las fenomenologías de la lectura, esa escena crucial-teatro dialógico por excelencia, teatro de seducción, transferencia, pedagogía, en el que la voz del otro hace existir para nosotros un texto y un mundo que de otro modo serían inconcebibles es la que marca a fuego y para siempre la pasión de leer, su generosidad, su confianza en el poder de la evocación, su curiosidad incesante, inextinguible, por todo aquello que no se ve, que no está, brilla que por su ausencia -empezando por un mundo digno de ser deseado.
Fuente: (2025) Alguien que canta en la habitación de al lado. Ed. Random House. Bs. As.
