Miramos el mundo una sola vez, en la infancia,
el resto es memoria
Louise Glück
La infancia no es un momento del pasado, una fase a superar, algo incompleto.
Es el territorio común de la total radiancia de las palabras,
de la lúcida expresión del juego, de la equivalencia
entre la apertura de una naranja y la apertura de un mundo.
Natalia Ortiz Maldonado
Infancia es uno de los nombres con que designamos nuestra capacidad metafórica, mejor dicho, es el nombre del pulso metafórico que anima lo vivo. Infancia es la metaforicidad misma: un estado de posibilidad del mundo abierto a que toda cosa sea decible a través de otra; y no sólo que todo sea decible mediante otra cosa, sino la constatación de que cada cosa necesariamente requiere de la intercesión de otra para poder existir.
En la infancia las cosas no se afirman como un acto de clausura en el que se cierran sobre sí mismas. En ese desaforado campo metafórico, cada cosa invita a otra cosa, las palabras se convidan y diseminan el sentido graciosamente encantando de formas a un mundo encantado de desenvolverse entre la gracia de esas formas (de modo gracioso, agraciado, con gracia, por gracia. Y también sin búsqueda de interés, recompensa, compensación, contrapartida, remuneración, ni finalidad).
En eso consiste el fundamento poético de la lengua, que -como tal- cuenta la pre-existencia de un paradigma de la alteridad en el centro de funcionamiento del lenguaje. La lengua es una política y una poética de la alteridad: gratuidad de un estado de apertura permanente a la llegada de lo desconocido. De ahí un sentido posible para la idea de Emmanuel Lévinas: “la esencia del lenguaje es amistad y hospitalidad”.
La infancia atestigua que todo lo que existe, existe como un desconcertante estado de gracia de la materia. Cada cosa, elemento, partícula, átomo, existe tendiéndose y disponiéndose para que otra cosa exista.
Una común gratuidad de la materia, en eso consiste el principio de lo existente.
En el fascismo nos encontramos con la contra-operación de la infancia. El fascismo se presenta como la literalidad misma, es exactamente la incapacidad de metaforizar. Aquí las cosas sólo admiten ser dichas para remitir a sí mismas, dichas en sí mismas, las palabras sólo pueden significar una sola cosa, un sentido dado, insusceptibles de adquirir nuevos sentidos, de dar asilo a otros sentidos. Un estado de clausura de la lengua, hostil frente a aquello que la otra.
La literalidad sería esta inadmisibilidad de que una palabra pueda significar otra, que una cosa sea otra cosa, y además más, y otra cosa.
La literalidad conforma la lengua de las órdenes, de la seriedad, de las jerarquías, del autoritarismo, de los mandamientos, de los comandos, de los ejércitos, de la guerra. La lengua de la devastación, el exterminio, la calamidad, el aniquilamiento, el genocidio. Es la lengua con que se dicta la muerte, es la lengua de los dictadores, la lengua de las dictaduras. La literalidad es la lengua del fascismo porque reduce la lengua a un dictado, a un estado de repetición del sentido que somete al mundo a un orden inapelable e inalterable. El dictado siempre proviene de una única voz que se arroga todo poder, literalmente: “gobierno en el que una persona da órdenes”.
Podríamos distinguir entre literalidad y literatura, entre el sentido literal y el sentido figurado. La diferencia entre ambos es que el sentido figurado es imaginal, inventa imágenes de sentido inconcebidas, inventa relaciones inimaginadas con el mundo, mientras el sentido literal detiene el movimiento del sentido, y lo detiene literalmente: lo captura, lo arresta, lo encarcela, lo encierra, lo clausura en una significación inmóvil, unívoca e irrevocable.
El secuestro y la desaparición de la metaforicidad en manos de un régimen de literalidad supone un estado de tortura de la lengua conminada a significar una sola y siempre la misma cosa. Y, por ende, una forma de coaccionar el mundo hacia una sola formulación posible.
Quizás la dictadura se ocupó de secuestrar y apropiar infancias precisamente para secuestrar, confiscar y desaparecer la metaforicidad de la lengua, la infancia del lenguaje: eso que siempre puede inventar otra vez el mundo.
En este sentido, quizás no fue exactamente el retorno del estado de derecho lo que interrumpió el terrorismo de estado, sino más bien la intervención de Madres y Abuelas de plaza de Mayo: las que se declararon Madres y Abuelas de la infancia, y dispusieron la vida para buscar, recuperar y restituir las infancias sustraídas por el terrorismo de Estado, sin saber cómo más que la orientación de un pulso de las entrañas, como dice Nora Cortiñas[i]. Nunca Madres y Abuelas de “sus” infancias, desde el principio: Madres y Abuelas de la infancia del mundo, esa reserva de imaginación a la que el terror tanto teme.
Cuando decimos “me rompieron el corazón” es la metaforicidad de la expresión, el sentido figurado de las palabras, lo que permite que sigamos viviendo tras la desolación del desconsuelo amoroso. Sin la metáfora moriríamos de amor literalmente, moriríamos de literalidad. La metaforicidad nos permite morir de amor literariamente.
Es por este totalitarismo del sentido de la literalidad (totaliteralismo -y qué cercano literalismo de liberalismo-) que el fascismo es una praxis del dar-muerte, porque cree que la muerte significa literalmente la abolición absoluta de lo dado-por-muerto, que significaría la desaparición de los efectos y afectos que provocaba lo dado-por-muerto. Por eso, la acción atroz y macabra que le otorgó al terrorismo de estado su distinción en la historia de la infamia fue la desaparición de vidas.
La literalidad del fascismo razona que la desaparición de un cuerpo hace desaparecer su potencia de afectación.
En este punto un régimen de literalidad es una práctica de la crueldad. La crueldad de la literalidad radica en que impone a la vida el escenario histórico de una “encerrona trágica” en la lengua[ii]: el movimiento del sentido queda encerrado y restringido a un régimen de significaciones inconmovibles que lastiman la vida. La vida sólo puede significar una cosa, sólo puede decirse de una manera, sólo puede realizarse de una manera, sólo puede haber un modo de vida. Lo trágico de la encerrona es que la interrogación del sentido nos coloca en riesgo de muerte. El lenguaje no conforma una intimidad común sino una intimidación sobre lo común y una intimación sobre cada hablante. Una lengua mortificada no puede sino enunciar un mundo mortificador.
En contrapunto a la crueldad de la literalidad, ¿qué es la infancia (la metáfora, la poesía) sino la apertura a la venida de lo otro del mundo que se nos impone a fuerza de dolor y sufrimiento? ¿sino el des-encierro de la univocidad del sentido? ¿sino el indómito furor de lo vivo galopando en fuga de las determinaciones de la literalidad?
En un texto reciente, Viviana Garaventa[iii] recupera algo que escribe George Steiner en “El milagro hueco” acerca de la relación entre lenguaje, fascismo y crueldad:
Concernido por los hechos de la Segunda Guerra Mundial, [Steiner] precisa que el idioma alemán no fue inocente de los horrores del nazismo. La poética de la lengua alemana de Goethe, de Heine, de Nietzsche, fue atacada ferozmente por la erupción del nazismo en la tercera década del siglo XX.
Establece la antecedencia de ese ataque a fin del siglo XIX en la Alemania de Bismarck, en el “estilo Potsdam”, mezcla de groserías y clisés pomposos, a través del cual el odio y el oscurantismo ya habían sido instilados en la lengua alemana, y ya contenía los elementos de la disolución de su poética para convertirla en un arma política: la más absoluta y efectiva que cualquier otra conocida por la historia para degradar la dignidad del habla humana. La lengua fue así utilizada para incorporar a su sintaxis los modales de lo infernal. Poco a poco las palabras perdían su significado original y adquirían acepciones de pesadilla. Jude, Pole, Russe vinieron a significar piojos con dos patas, bichos pútridos… que debían ser aplastados por los maravillosos arios.
El fascismo en tanto literalidad constituye un ataque a la dimensión poética de la lengua. Y, siguiendo nuestro hilo, un ataque a la infancia, más exactamente, su revocación. Revocar es "convocar para cancelar, anular o retroceder un mandato o una resolución”, también "llamar a alguien para disuadirlo o convencerlo de abandonar cierto designio o propósito".
La literalidad dicta la muerte de la posibilidad de sentido, mientras que la infancia es el inagotable furor de un sentido que disemina vida entre las palabras.
La correspondencia entre fascismo y literalidad cuenta una voluntad de destrucción de la infancia: la erradicación de la potencia metafórica de la lengua. El despojamiento de su potencia enternecedora (ablandar, mover a ternura) para abrirse a los sentidos del mundo y abrir sentidos en el mundo, eso que llamábamos “esencia de amistad y hospitalidad” con Lévinas, y que encuentra afinidad con la proposición de Ulloa que ubica la ternura como primer amparo del viviente, sin la cual no hay experiencia posible de lo común.
La vigencia del fascismo evidencia un estado de devastación de la infancia. La figura alternativa al fascismo, su otro, no es la democracia, sino la infancia.
¿Y qué sería la infancia? La vigencia en el presente de la posibilidad de mirar el mundo por única vez, otra vez, y las veces que se hagan necesarias para relanzar, recrear, reinventar el mundo cada vez que la literalidad pretenda de-terminarlo de-finitivamente.
Arribamos al punto en que la crueldad y la poesía se relacionan con lo indecible. Mientras la crueldad goza produciendo indecibilidades mediante las que pretende sumirnos en el espanto de lo sin-palabras, la poesía vuelve decible la indecibilidad de lo indecible, torna decible lo que la crueldad decreta -y cifra- como indecible. la poesía dice la no-decibilidad de lo cruento.
En “Carta Abierta” (1980) Gelman escribe cartas-poema a su hijo Marcelo, secuestrado en 1976 junto a Claudia, esposa embarazada. Puede leerse como un epistolario poético que inventa un lenguaje para refutar la indecibilidad del horror partiendo desde el abismo enmudecido del horror. En el final del libro escribirá: “el 24 de agosto de 1976 mi hijo marcelo ariel y su mujer claudia, encinta, fueron secuestrados en buenos aires por un comando militar. Como en decenas de miles de otros casos, la dictadura militar nunca reconoció oficialmente a estos «desaparecidos». Habló de «los ausentes para siempre». Hasta que no vea sus cadáveres o a sus asesinos, nunca los daré por muertos.”
A través del poema Gelman destrabaja lo que la crueldad del estado de literalidad fascista ha dictado como destino para el hijo. En “Carta abierta” escribe al hijo, a través de la infancia para destrabajarlo del dictado de la desaparición y la muerte.
Inventando una gramática de lo imposible, la poesía impugna la determinación mortífera y fatal con que la lengua de la crueldad enuncia al hijo: “ausente para siempre”. El poema opera una desliteración del lenguaje de la muerte, hiriéndolo de infancia, y haciendo emanar, como una incandescencia fulgurante, la decibilidad de lo indecible.
Dar a luz palabras imposibles para decir lo inenarrable: destrabajar lo que la crueldad ha declarado irrevocable. Solicitar a la infancia del lenguaje, la materia áurea de lo increado para refutar lo desimaginado.
te destrabajo de la muerte como
puedo/pobre de vos/la alma camina
dentro de sí/y ojalá resplandezcan
piedras que pulo con tu respirar/
niñísimo que munda/o trista/o cómo
serán las obras que te traigan/vos/
por mi desfuera solo/compañero
de los creídos/de los afligidos/
por tu pobrear se alzan los soles que
iluminaban rostros/sufrideras/
para que nadie se humillara/fuera
ternura que estuvieras/vivo/sos
Donde la crueldad busca signar la vida sometiéndola a vivencias de dolor indecibles, la poesía impugna y recusa la indecibilidad de lo atroz, la indecibilidad de la internura. Poesía es restitución de la infancia en la lengua, de la lengua como infancia y de la infancia como iridiscencia del mundo. La poesía no da nada por muerto. En la poesía todo está vivo,
infinitamente presente
Ahora y siempre
[i] En una entrevista Nora recuerda “Todo fue como espontáneo, salimos a la calle y de acuerdo a lo que pasaba así fuimos haciéndolo, por eso yo digo que esa lucha, además de ser colectiva es visceral”.
[ii] Recupero el trabajo de Ulloa sobre la crueldad como un vector constitutivo de lo social: “ese desamparo mayor en que quedan sumergidas las víctimas. Un desamparo que está básicamente expresado por una figura clínica: la encerrona trágica, que extraigo de mi práctica psicoanalítica con personas que han sido torturadas; figura que bien puede ser extendida a muchas situaciones del acontecer social. La encerrona trágica es paradigmática del desamparo cruel: una situación de dos lugares, sin tercero de apelación, sin ley, donde la víctima, para dejar de sufrir o no morir, depende de alguien a quien rechaza totalmente y por quien es totalmente rechazado” (En “Contra la crueldad”)
[iii] Garaventa, V. (2023) Desde el espesor de la perplejidad: George Steiner, un maestro de la lectura. En Revista digital En el Margen.
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