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Lou Andreas-Salomé a través del espejo: el narcisismo en disputa / Florencia Abadi y Matías Trucco

Foto del escritor: Revista AdynataRevista Adynata

Cuando tenía siete años, Lou Andreas-Salomé se encontró con su imagen en el espejo de una manera inédita: los contornos de su figura le dieron la impresión de estar limitada, enjaulada. Le sobrevino una súbita conmoción y se apoderó de ella una sensación de estar excluida del entorno, ausente de todo lo demás, que trajo aparejado un sentimiento de soledad, de aislamiento y de ausencia de patria. Esta vivencia es traducida por ella como una huida de Dios, una retirada de esa figura protectora que la había acompañado hasta entonces en sus diálogos, pensamientos y fantasías. Toda su infancia había hablado con Él, le había relatado historias reales y ficticias, se había sentido bendecida por su generosidad, su abundancia, su bondad. Ante los castigos de que era objeto por parte de sus padres (que la golpeaban a veces con una vara de abedul) había acudido a Dios para denunciarlos, como a un abuelo más poderoso que ellos, que la consentía y mimaba. Pero a partir de este momento esa protección se esfuma, el espejo la hace caer de ese regazo y la convierte en adelante en una “partícula sobrante”.


Lo especular no será para ella, a partir de entonces, instrumento de la vanidad, interés por la propia imagen, sino más bien un recordatorio nada amistoso de la separación respecto del mundo y de Dios. Esta temprana experiencia, a la que Salomé retorna de manera insistente, determina la elaboración de una de sus ideas centrales: antes de constituirse como individuo, el yo lo abarca todo en una fusión plena con el entorno. Frente a la percepción del contorno limitado de su figura, aparece el dolor como consecuencia de la pérdida de ese todo, de esa unidad. La comunión en la totalidad es reemplazada por la individuación. Estas ideas nutrirán su original concepción del narcisismo cuando, a sus cincuenta años, se acerque al psicoanálisis y se convierta en una de las primeras mujeres psicoanalistas de la historia.



El encuentro con el movimiento psicoanalítico


En 1912 Salomé viaja a Viena para estudiar psicoanálisis y durante casi un año participa de las reuniones de los miércoles que se celebraban en la casa de Sigmund Freud con sus más selectos seguidores. También asiste a los cursos  de Freud y de Tausk, y a las reuniones en torno a Alfred Adler (que abandonará al poco tiempo). Durante ese año lleva un diario donde relata las discusiones, escribe sus ideas y cuenta acerca de las personas con que interactúa. La calurosa bienvenida que le ofrece Freud, que interpreta su acercamiento como un “buen augurio”, no carecía de razones. Salomé era una mujer respetada en los círculos intelectuales de la época, escritora de novelas y ensayos donde abordaba temáticas como el erotismo y el papel de la mujer, conocida por haberse vinculado con Nietzsche y con Rilke, y podía ser una pieza de no poca importancia para las relaciones políticas del movimiento. Salomé adopta plenamente la “causa” del psicoanálisis freudiano como la suya propia, y comienza una relación de amistad e intercambio intelectual con Freud que forma un valioso capítulo de la historia de la disciplina. La confianza entre ellos llega a ser tanta que se hospeda en la casa familiar de él en varias de sus visitas y traba una íntima relación con Anna Freud, su hija, para quien se convierte en una interlocutora clave, incluso a veces en analista. La correspondencia entre Salomé y Freud no se interrumpe hasta la muerte de ella en 1937.

 


Las dos direcciones del narcisismo


Freud utiliza el término narcisismo para dar cuenta del modo en que se constituye el yo: este nace en el momento en que se toma a sí mismo como objeto de amor y en ese mismo acto se unifica y conforma como tal. Salomé, en cambio, propone que el narcisismo nombra un estado previo a la conformación del yo, un momento de indiferenciación entre el yo y el mundo, en que existe una plena conexión en la totalidad. Sin embargo, a pesar de esta importante diferencia, ella cree encontrar en la obra freudiana indicios de su propia concepción. Sin dejar de reconocer la existencia en Freud de un narcisismo del yo, tal como el que se lee por lo general en “Introducción del narcisismo” (1914), ella defiende que al interior de la teoría freudiana puede hallarse otro narcisismo, que nombra también un estado de indistinción entre el yo y el mundo. Para esto se sirve en reiteradas ocasiones de un pasaje en que Freud describe el narcisismo, a partir de la hipótesis de un estado originario en el que la libido se encuentra en un yo que aún no se dirige a un objeto.[1] Salomé propone entonces que el concepto tiene dos direcciones su texto más relevante sobre el tema se titula “El narcisismo como doble dirección”, de 1921: una se dirige al yo, pero la otra, que a sus ojos es la esencial, se dirige a lo pre-individual. La metáfora con la cual grafica la cuestión es elocuente: el ser humano es como una planta que por un lado se orienta hacia la luz que representa aquí la constitución de la conciencia yoica, y por otro hunde sus raíces en la tierra imagen del fondo indiferenciado del que surge la energía vital, que remite a la conexión con el todo. La libido, en última instancia, se nutre de ese fondo vital creador que no pertenece al yo.


La consecuencia de este esquema para el análisis de la economía libidinal no es menor: para Salomé, cuando la libido se retira de los objetos del mundo externo, esta no regresa al yo como suele pensarse desde la teoría freudiana, sino que regresa a este ámbito anterior al yo, pre-individual, que para Salomé tiene el sello de lo inconsciente. Podemos pensar: cuando dormimos, por ejemplo, no hay una retracción de la libido al yo, sino más bien a lo inconsciente. Sus formulaciones sobre esta cuestión así como aquellas escritas en “Anal y sexual”, el único texto de ella al que hace referencia Freud son el aporte más relevante que hizo al aparato conceptual del psicoanálisis, y esperan aún su recuperación. En cuanto “tierra”, el narcisismo se convierte en la fuente de la energía vital y creadora del sujeto, e incluso en una condición para la cura y el lazo lejos ser un rasgo que impida la transferencia por una imposibilidad de investir afuera. La salud no exige solo investir el mundo externo amar y trabajar, había dicho el fundador, sino que supone la posibilidad de estar en contacto con una fuente previa a la existencia de tal mundo externo, una suerte de unidad primigenia, de la cual depende el entusiasmo y la gratitud, y que merece llevar el nombre de narcisismo. A su vez, la elección del objeto de amor, según Salomé, tiene su origen en la relación con esa totalidad perdida: el otro es amable (susceptible de amor) en tanto símbolo que remite a aquella totalidad, y el encuentro con él está teñido de la lógica del reencuentro: “todo amor conserva la felicidad original de una pertenencia mutua, de un recuerdo de totalidad con que obsequia pródigamente al ser amado como si él mismo constituyera un todo”.[2] 

 


El espejo de Narciso


La esfera del mito cumple un papel clave en el análisis de Salomé del narcisismo (en contraste con Freud, que no toma en consideración el relato sobre el bello cazador). Ella considera que hubo una lectura sesgada del mito de Narciso que es responsable de la concepción unilateral del narcisismo del yo. Lo que no ha podido distinguirse con claridad y ha llevado a la confusión es el carácter natural del espejo en que se mira Narciso. Se trata de un espejo de agua, un espejo de la naturaleza, no artificial. Y eso connota para Salome que aquello que Narciso ve en el reflejo no es su propia imagen, sino más bien su conexión con la naturaleza como un todo. Es por eso, especula, que él se queda allí embelesado, narcotizado, porque de haberse visto como un sí-mismo limitado “quién sabe si no hubiese huido”. En lugar de encandilarse con su propio rostro, se funde con el agua, símbolo de con-fusión que remite al líquido amniótico y al sentimiento oceánico tal como le llega a Freud. 


Para la historia más frecuentada del psicoanálisis, fue Lacan quien puso lo especular en el centro de la noción de narcisismo al postular el estadio del espejo como momento de conformación del yo, el cuerpo y la realidad exterior. Explicado brevemente, Lacan propone que el yo se constituye como un objeto unificado en el momento en que el niño percibe su propia imagen en el espejo y se identifica con ésta o con el semejante que le hace de espejo. Es notable que, varias décadas antes, Salomé utiliza la confrontación frente a la propia imagen en el espejo para pensar el narcisismo, pero en un sentido diferente, quizás opuesto. Si para Lacan lo que siente el niño es júbilo por el reconocimiento de que ese yo constituido le pertenece, para Salomé se trata de un duelo por la totalidad perdida. La pequeña Lou, ya lejos de la Naturaleza, experimenta con sufrimiento la percepción del contorno que delimita el adentro y el afuera del cuerpo. El proceso de individuación, de conformación del yo, es comparado por ella con el dolor que se siente cuando en la infancia un diente se abre paso. Mientras que para Lacan el narcisismo comienza con el reconocimiento en el espejo, para Salomé allí termina. 


La unidad se percibe justamente por haberse separado de esta; como le escribe a Anna Freud en una carta: “en la separación no es la pérdida, sino la posesión la que solo recién se vuelve plenamente consciente”[3]. El narcisismo de la tierra simboliza esa unidad, que es también el arraigo como origen de la confianza, y por eso mismo es condición del lazo. La confianza es el salto de fe: carece de garantías pero sin ella no hay vínculo alguno. Dios nombra ese sostén invisible, el borde que nos contiene y aloja. En palabras de Salomé, Dios es “la última piel”, el más grande envoltorio que amalgama las partes. Se trata de una conexión con el todo, y no de una conexión total, perfecta, absoluta. El punto es precisamente que esa conexión se sabe aquí fallida, frágil, precaria, capaz de ser aniquilada en un instante por una imagen especular. Si el aislamiento es el nombre del dolor más agudo –origen de la paranoia y de la hostilidad–, la cura como retorno del aislamiento, como hilo de Ariadna en el laberinto paranoide, tiene en el narcisismo salomiano su más valioso aliado. 


* Este texto constituye un adelanto del libro sobre Lou Andreas-Salomé que será publicado por Galerna en 2025, dentro de la colección La otra palabra.


[1] “En definitiva concluimos, respecto de la diferenciación de las energías psíquicas, que al comienzo están juntas en el estado del narcisismo y son indiscernibles para nuestro análisis grueso, y sólo con la investidura de objeto se vuelve posible diferenciar una energía sexual, la libido, de una energía de las pulsiones yoicas.” Freud, S. (1914) “Introducción del narcisismo”, en Obras Completas, Buenos Aires,

Amorrortu editores, XIV, 2006, p. 74.

[2] Andreas-Salomé, L. (2001), Aprendiendo con Freud. Diario de un año, 1912-1913, trad. L Lalucat y J. Vehil, Barcelona, Laertes, pp. 85-86.

[3] Carta de Lou Andreas-Salomé a Anna Freud del 22 de diciembre de 1921, inédita en español y recientemente traducida por Cynthia Eva Szewach y Jorge Salvetti, la cual se puede recuperar en: https://www.revistaadynata.com/post/lou-y-anna---cynthia-eva-szewach.



Celine Ali - En el espejo - 2023 - Óleo sobre tela - 140 x 100 x 2 cm
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1 comentario


Invitado
03 feb

Muy interesante.

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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