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Mirándonos a los ojos: mujeres negras, ira y odio / Audre Lorde (1983)

“¿Dónde va el dolor cuando se marcha?”.

Gloria Joseph



Toda mujer Negra en EE.UU. vive su vida en algún lugar a lo largo de una profunda curva de antiguas e inexpresadas iras.

Mi ira de mujer Negra es un pozo de magma que está en mi mismo centro, mi secreto más ferozmente guardado. Sé que, siendo una mujer de poderosos sentimientos, buena parte de mi vida está entretejida con la ira. Es un hilo eléctrico que recorre todos los tapices emocionales en los que dibujo lo esencial de mi vida, un manantial que bulle a punto de entrar en erupción y derramarse desde mi conciencia como un fuego sobre el paisaje. Disciplinar esta ira en lugar de rechazarla ha sido una de las principales tareas de mi vida.

Las otras mujeres Negras no son la causa original ni la fuente de este pozo de ira. Esto lo tengo claro, sea cual sea la situación particular en que me encuentro con otras mujeres Negras en cada momento. Entonces, ¿por qué la ira se desata reveladoramente, a la menor excusa, contra las mujeres Negras? ¿Por qué las juzgo con mayor severidad que a nadie y me enfurezco cuando no están a la altura de las circunstancias?

Y si detrás del objeto de mi ataque se escondiera el rostro de mi propio ser, ese rostro que no acepto, ¿qué podría apagar un fuego alimentado por semejantes pasiones recíprocas?

Cuando comencé a escribir sobre la intensidad de la ira que se desata entre las mujeres Negras, descubrí que apenas si había empezado a tocar una de las tres puntas de un iceberg cuya capa más profunda era el Odio, ese deseo de muerte que la sociedad dirige contra nosotras desde el momento en que naces mujer y Negra en EE.UU. A partir de entonces vivimos sumergidas en el odio; por nuestro color, por nuestro sexo, por la desfachatez de atrevernos a suponer que tenemos algún derecho a vivir. De niñas absorbimos el odio, nos impregnamos de él, y, en general, todavía hoy seguimos viviendo sin reconocer qué es realmente ese odio y cómo funciona. Y nos llegan sus ecos en forma de ira y de crueldad en el trato entre nosotras. Pues todas y cada una de nosotras somos portadoras del rostro que busca ese odio, y en nuestras vidas todas sobrevivimos a grandes dosis de crueldad porque nos hemos acostumbrado a ella.

Antes de poder escribir sobre la ira de las mujeres Negras es necesario que escriba sobre la venenosa inmersión en el odio que alimenta la ira y sobre la crueldad que ambos engendran cuando se unen.

He descubierto esto analizando mis propias expectativas con respecto a las demás mujeres Negras y siguiendo los hilos de mi ira contra el sexo femenino Negro hasta llegar al odio y al desdén que marcaron mi vida a fuego mucho antes de que supiera de dónde procedía ese odio o por qué lo acumulaban sobre mi persona. Los niños se atribuyen a sí mismos la causa de todo lo que les sucede. Así que, siendo niña, llegué a la conclusión de que en mí debía de haber algo terriblemente malo, ya que inspiraba tal sentimiento de desdén a los demás. El conductor del autobús no miraba a otras personas como me miraba a mí. La culpa debía ser de todas esas cosas que mi madre me había advertido que no hiciera ni fuera y que yo me había lanzado a hacer y ser.

La búsqueda de poder dentro de mí implica que debo estar dispuesta a atravesar el miedo para llegar a lo que hay tras él. Si examino mis puntos más vulnerables y reconozco el dolor que he sentido, podré eliminar del arsenal de mis enemigos la fuente de ese dolor. Entonces, mi historia no podrá ser utilizada para afilar las armas de mis enemigos y eso reducirá el poder que tienen sobre mí. Nada de lo que acepto sobre mi persona puede ser utilizado para menospreciarme. Soy quien soy y estoy haciendo lo que he venido a hacer, actuar en vosotras como una droga o un cincel para recordaros lo que de mí hay en vosotras a medida que os descubro a vosotras en mí.

La idea que de mí se tiene en EE.UU. ha levantado una barrera en el camino hacia el desarrollo de mis capacidades. Fue una barrera que hube de analizar y desmontar dolorosamente, pieza a pieza, para poder emplear mis energías plena y creativamente. Es más fácil tratar las manifestaciones externas del racismo y del sexismo que los resultados interiorizados de estas distorsiones, tal como se reflejan en la conciencia acerca de nosotras mismas y de nuestras semejantes.

Pero ¿en qué se basa el rechazo a conectar entre nosotras sino es en lo más superficial? ¿Cuál es la fuente de la desconfianza y la distancia que separan a las mujeres Negras?

No me gusta hablar del odio. No me gusta recordar la aniquilación y el odio vistos en los ojos de muchas personas blancas desde que tuve la facultad de ver, tan duros que deseaba morirme. Y esos sentimientos tenían su eco en los periódicos, las películas, los cuadros religiosos, los tebeos y los programas de radio de Amos y Andy. Yo carecía de las herramientas necesarias para analizarlos y del lenguaje preciso para nombrarlos.


La línea de metro de Harlem. Me agarro a la manga de mi madre, ella va cargada de bolsas, el peso de las Navidades. Olor húmedo de las ropas invernales, el vagón pega bandazos. Mi madre avista un sitio casi libre, empuja hacia él mi pequeño cuerpo enfundado en ropa para la nieve. A un lado tengo a un hombre que lee el periódico. Al otro lado, una mujer con sombrero de piel me mira fijamente. Sus labios se tuercen mientras me observa, luego baja su mirada, arrastrando la mía. Su mano enfundada en cuero tira de la zona donde se tocan mis pantalones azules nuevos y su elegante abrigo de piel. Con un movimiento brusco, se acerca el abrigo al cuerpo. Miro con atención. No veo esa cosa horrible que ella ve en el asiento, entre nosotras… una cucaracha, probablemente. Pero me ha contagiado su espanto. Por la manera en que me mira, deduzco que ha de ser algo muy malo, así que yo también tiro de mi anorak para retirarlo de allí. Levanto la vista y veo que la mujer continúa mirándome fijamente, con las fosas nasales y los ojos muy dilatados. Y de pronto me doy cuenta de que no hay ningún bicho arrastrándose entre nosotras; a quien no quiere que toque su abrigo es a mí. Las pieles me rozan la cara cuando la mujer se levanta recorrida por un escalofrío y se agarra a un asidero mientras el tren acelera. Reacciono como cualquier niña nacida y criada en la ciudad de Nueva York: me apresuro a hacerme a un lado para hacerle sitio a mi madre. No, se ha pronunciado ni una sola palabra. Me da miedo decirle cualquier cosa a mi madre porque no sé qué he hecho. Dirijo una mirada furtiva a los costados de mis pantalones. ¿Tendrán algo raro? Está sucediendo algo que no comprendo, pero nunca lo olvidaré. Sus ojos. Las fosas nasales dilatadas. El odio.


Mis ojos de tres años de edad están doloridos después de que los examinen con una serie de aparatos. Me duele la frente. Se han pasado toda la mañana hurgándome los ojos, maltratándolos, observándolos. Me acurruco en el alto sillón de metal y cuero, asustada, triste, añorando a mi madre. En el rincón opuesto de la sala de la clínica oftalmológica, un grupo de jóvenes blancos de bata blanca hablan sobre mis extraños ojos. Sólo una voz ha permanecido en mi memoria. “Por su aspecto se diría que también es retrasada”. Todos ríen. Uno de ellos se acerca y me dice pronunciando las palabras despacio y con cuidado: “Muy bien, niñita, ahora sal fuera a esperar”. Roza mi mejilla. Me siento agradecida cuando me tratan bien.


La bibliotecaria de la Hora de los Cuentos está leyendo El negrito Sambo. Sus blancos dedos sujetan el pequeño libro alrededor de la figura de un niñito de rostro comprimido, con grandes labios rojos, muchas trencitas y un sombrero lleno de mantequilla en la cabeza. Recuerdo que los dibujos del libro me herían y pensé una vez más que había algo raro en mí porque todos los demás se reían, y además la biblioteca del centro de la ciudad había concedido un premio especial a aquel libro, según nos contó la bibliotecaria.


¿Pero qué problema tienes? ¡No seas tan sensible!

Sexto grado en un colegio católico donde llego como la primera alumna Negra. Las niñas blancas se ríen de mis trenzas. La monja envía una nota a mi madre diciendo que “las trenzas no son peinado adecuado para asistir al colegio” y que yo debería aprender a peinarme “con un estilo más favorecedor”.


Estoy con Lexie Goldman en la avenida Lexington: la primavera y la carrera que nos hemos pegado desde el instituto enrojecen nuestros rostros adolescentes. Entramos en un bar a pedir un vaso de agua. La mujer de detrás de la barra sonríe a Lexie. Nos da agua. A Lexie en un vaso de cristal. A mí en un vaso de papel. Después bromeamos diciendo que mi vaso es portátil. Bromeamos en voz demasiado alta.


Mi primera entrevista para solicitar un trabajo a tiempo parcial que quiero simultanear con las clases. Una óptica de la calle Nassau ha llamado a mi colegio para pedir que le enviaran a una alumna. El hombre de detrás del mostrador lee mi solicitud y luego me mira, sorprendido por mi semblante Negro. Sus ojos me recuerdan la escena con la mujer del metro, cuando tenía cinco años. Luego aparece un ingrediente nuevo, el hombre me mira de arriba abajo, deteniéndose en mis pechos.


Mi madre, de piel clara, me mantuvo viva en un entorno donde mi vida no era una gran prioridad. Para ello recurría a todos los métodos que tenía a mano que no eran muchos. Nunca hablaba del color de la piel. Mi madre era una mujer de gran valentía, nacida en el Caribe, que no estaba preparada para la vida estadounidense. Y me desarmaba con sus silencios. De alguna manera yo sabía que era mentira que los demás no se fijaban en el color. Mi piel era más oscura que las de mis dos hermanas. La de mi padre, la más oscura de todas. Sentía celos de mis hermanas porque mi madre las consideraba buenas chicas, mientras que yo era la mala, siempre metida en problemas. “Endemoniada”, solía decirme. Ellas eran pulcras, yo desastrada. Ellas eran calladas, yo ruidosa. Ellas tenían buenos modales, yo era maleducada. Ellas asistían a clases de piano y ganaban premios por buen comportamiento. Yo robaba dinero de los bolsillos de mi padre y me rompí el tobillo tirándome en trineo. Ellas eran guapas, yo era oscura. Mala, traviesa, alborotadora donde las haya.


¿Negra quería decir mala? Frotar y reí rotar con zumo de limón las grietas y hendiduras de mi cuerpo en desarrollo, cada vez más oscuro. ¡Y, ay, qué pecados se alojaban en mis oscuros codos y rodillas, en mis encías y pezones, en los pliegues de mi cuello y en la caverna de mis axilas!


Las manos que me agarran desde detrás del hueco de la escalera son unas manos Negras. Manos de niño, manos que golpean, que restriegan, que pellizcan, que tironean de mi vestido. Lanzo al cubo de basura la bolsa con la que voy cargada, me aparto de golpe y corro escaleras arriba. Me persiguen sus gritos. “¡Haces bien en correr, asquerosa perra amarilla, ya verás lo que te espera!” Obviamente, el color era algo relativo.


Con su ejemplo, mi madre me enseñó a sobrevivir desde muy pequeña. Sus silencios me enseñaron además qué era el aislamiento, la rabia, la desconfianza, el rechazo de mí misma y la tristeza. Mi supervivencia dependía de que aprendiera a utilizar las armas que ella me dio y, además, a luchar contra aquellos sentimientos que llevaba dentro, todavía sin nombrar.

Y la supervivencia es el mayor regalo del amor. A veces es el único regalo que pueden hacer las madres Negras, y la ternura se pierde. Mi madre me trajo a la vida como quien graba un mensaje furioso en mármol. A pesar de todo, sobreviví al odio que me rodeaba porque, mediante referencias oblicuas, mi madre me hizo saber que, como quiera que fuesen las cosas en nuestra casa, en el exterior no eran como debían ser. Pero puesto que en el exterior eran así, me movía en una ciénaga de ira no explicada que me aprisionaba y se derramaba sobre cualquier persona próxima que tuviera el mismo ser odioso que yo. Claro está que entonces no lo comprendía. La ira era un pantano de ácido alojado en mis profundidades, y siempre que tenía sentimientos profundos la palpaba, adherida a las parcelas más imprevistas de mi ser. Y también a aquéllos que estaban tan desvalidos como yo. Mi primera amiga preguntando: “¿Por qué siempre estás pegándome golpes? ¿No sabes llevar la amistad de otra manera?”.

¿Qué otra criatura del mundo, aparte de la mujer Negra, ha tenido que asimilar tanto odio para sobrevivir y seguir adelante?


La guerra de secesión terminó hace poco. En un hospital de piedra gris de la calle 110 de la ciudad de Nueva York una mujer está gritando. Es Negra y saludable, y acaban de traerla del Sur. No sé cómo se llama. Su hijo está a punto de nacer. Pero le han atado las piernas por mera curiosidad camuflada de interés científico. Su hijo nace a la muerte contra sus huesos.


¿Dónde estás, Elizabeth Eckford de Little Rock, Arkansas, a tus siete años? Hace una mañana radiante de lunes y vas camino de tu primer día de colegio, cubierta de salivazos, el odio blanco se escurre por tu jersey rosa, la boca torcida de aquella madre blanca hace de las suyas -salvaje, inhumana- sobre tus airosas trenzas prendidas con cintas rosas.


Numvulo ha caminado cinco días desde el desolado paraje donde la depositó el camión. Se detiene en Ciudad del Cabo, bajo la lluvia sudafricana, con los pies desnudos en las huellas del bulldozer que recorren el lugar donde antes se alzaba su casa. Recoge del suelo un trozo de cartón empapado que en tiempos cubría su mesa y tapa con él la cabeza del niño que lleva colgado a la espalda. No tardarán en detenerla y devolverla a la reserva, donde ni siquiera comprende la lengua que se habla. Nunca le darán permiso para vivir cerca de su marido.


Es el bicentenario del país, en Washington D.C., dos fornidas mujeres Negras montan guardia junto a los efectos de una casa, amontonados de cualquier manera en la acera. Muebles, juguetes, hatillos de ropa. Una mujer balancea distraídamente un caballo de juguete con el dedo gordo del pie, adelante y atrás. Al otro lado de la calle, en el costado de un edificio, un cartel escrito con letras de la altura del edificio: DIOS OS ODIA.


Addie Mae Collins, Carol Robertson, Cynthya Wesley, Denise McNair. Cuatro niñas Negras, ninguna pasa de los diez años, cantan su última canción del otoño en una escuela dominical de Birmingham, Alabama. Una vez que se despeja el humo de la explosión, es imposible saber qué dominguero zapato de charol corresponde a qué pierna cercenada.


¿Qué otro ser humano sigue desempeñando sus funciones mientras absorbe una hostilidad tan virulenta?

Las mujeres Negras cuentan con una historia en la que han usado y compartido el poder, desde las legiones de amazonas de Dahomey, pasando por la guerrera reina ashanti Yaa Asantewaa y la luchadora por la libertad Harriet Tubman, hasta las poderosas asociaciones comerciales de mujeres del África occidental actual. Poseemos una tradición de proximidad, apoyo y atenciones mutuas que se remonta a los tribunales de mujeres de las Reinas Madres de Benín y llega hasta la actual Hermandad de la Buena Muerte, una comunidad de ancianas de Brasil que, después de escapar de la esclavitud, ayudaron a escapar a otras mujeres esclavizadas y les ofrecieron refugio, y que ahora se cuidan mutuamente (1).

Somos mujeres Negras nacidas en una sociedad de arraigados desdén y aversión hacia todo lo que sea Negro y femenino. Somos fuertes y resistentes. Y tenemos profundas cicatrices. En su día, siendo mujeres africanas unidas, volvimos la tierra fértil con nuestras manos. Podemos lograr que la tierra dé frutos y también formar en primera línea de fuego para defender del Rey. Y habiendo matado, en su nombre y en el nuestro (el rifle de Harriet resuena, empuñado en el tétrico pantano), sabemos que el poder de matar es menor que el poder de crear, pues provoca un final en lugar del comienzo de algo nuevo.


Ira: pasión nacida del descontento que puede ser excesiva o inoportuna pero no necesariamente dañina. Odio: hábito emocional o actitud mental en los que a la aversión se une la voluntad de hacer daño. La ira, si se emplea, no destruye. El odio sí.


Racismo y sexismo son palabras de los adultos. La infancia Negra de EE.UU. no puede esquivar estas distorsiones y, muy a menudo, carece de palabras para nombrarlas. Pero ambas son correctamente percibidas como odio.


Hacerse mayor a la vez que se metaboliza el odio como el pan de cada día. Porque soy Negra, porque soy Mujer, porque no soy suficientemente Negra, porque no respondo a una determinada idea imaginaria de mujer, porque SOY. A base de una dieta tan consistente, puede llegar un día en que se aprecie más el odio de los enemigos que el amor de los amigos, pues ese odio se convierte en fuente de ira, y la ira es un combustible poderoso.


Es cierto, a veces se diría que sólo la ira me mantiene viva; me alumbra con una llama luminosa y constante. Pero la ira, como la culpabilidad, es una versión incompleta del conocimiento humano. Más útil que el odio, pero todavía limitada. La ira es útil para esclarecer nuestras diferencias pero, a la larga, la fortaleza que sólo se alimenta de ira se convierte en una fuerza ciega incapaz de crear el futuro. Sólo puede destruir el pasado. Dicha fortaleza no se basa en lo que tenemos delante, sino en lo que queda atrás, en lo que la generó: el odio. Y el odio es desear la muerte de lo odiado y no un deseo de que cobre vida algo nuevo.


Crecer metabolizando el odio como el pan de cada día supone que, con el tiempo, toda interacción humana se impregna de la pasión negativa y la intensidad de los subproductos del odio: la ira y la crueldad.


Somos mujeres africanas y sabemos, porque nos lo dice la sangre, de la ternura con que nuestras antepasadas se apoyaban unas a otras. Es esa conexión a la que aspiramos. Conocemos historias de mujeres Negras que se curaban las heridas unas a otras, que criaban a los hijos de unas y otras, que libraban las batallas de unas y de otras, que cultivaban la tierra de unas y otras y se facilitaban unas a otras el paso por la vida y la entrada en la muerte. Conocemos las posibilidades que ofrecen el apoyo y las relaciones que anhelamos y con las que soñamos tan a menudo. Contamos con una literatura femenina y Negra cada vez más amplia, intensamente evocadora de este potencial y estas relaciones. Pero las relaciones entre mujeres Negras no se establecen de manera automática en virtud de nuestras similitudes, y la posibilidad de entablar una comunicación auténtica entre nosotras no es fácil de llevar a la práctica.


Muchas veces nos limitamos a hacer propaganda de la idea del apoyo mutuo y las relaciones entre mujeres Negras porque aún no hemos cruzado las barreras que hay en el camino hacia esas posibilidades, ni tampoco hemos explorado a fondo las iras y los miedos que nos impiden convertir en realidad el poder de una auténtica unión entre hermanas Negras. Y reconocer cuáles son nuestros sueños supone en ocasiones darse cuenta de la distancia que aún nos separa de ellos. Una vez reconocidos, nuestros sueños pueden modelar la realidad de nuestro futuro, armados con el duro trabajo y el análisis de hoy. No podemos conformarnos con relaciones fingidas o parodias de egoísmo. No podemos seguir eludiéndonos unas a otras en las relaciones profundas por temor a nuestra mutua ira, ni continuar creyendo que respetarse significa no mirar nunca directamente ni con franqueza a los ojos de otra mujer Negra.


No era mi destino estar sola y sin ti, tú que comprendes (4).

I

Conozco la ira que albergo en mi interior como conozco los latidos de mi corazón y el sabor de mi saliva. Es más fácil enfadarse que hacer daño. La ira es lo que mejor se me da. Es más fácil estar furiosa que anhelante. Más fácil crucificarme en vosotras que competir con el amenazador universo blanco, reconociendo que nos merecemos amarnos unas a otras.


Como mujeres Negras hemos compartido muchas experiencias similares. ¿Por qué no nos acercan y nos unen, y en lugar de eso nos incitan a degollarnos con armas bien afiladas por el uso continuo?


La ira con la que reacciono cuando otra mujer Negra se desvía lo más mínimo de mis necesidades inmediatas, mis deseos o mi idea de lo que es una respuesta adecuada, es una ira profunda y dañina, una ira elegida sólo por desesperación, por esa desesperación que te vuelve temeraria. Esa ira enmascara mi dolor por estar separadas las que más unidas deberíamos estar -mi dolor- porque quizá ella no me necesite tanto como yo la necesito, o podría verme a través de los ojos afilados de los que odian, esos ojos que tan bien conozco por mis propias y distorsionadas imágenes de ella. ¡Aniquila o sé aniquilada!


Estoy en la biblioteca pública, esperando que la empleada Negra que está sentada un par de metros tras el mostrador se fije en mí. Hermosa en su juventud y su seguridad, parece embebida en la lectura. Me ajusto las gafas y, a la vez, muevo mis pulseras por si acaso no me ha visto, aunque en realidad sé que sí me ha visto. Sin cambiar de postura, vuelve lentamente la cabeza y levanta la vista. Su mirada se cruza con la mía reflejando una hostilidad espontánea de tal calibre que siento como si fuera a fulminarme. Detrás de mí entran dos hombres. Entonces, la mujer se levanta y se dirige hacia mí. “Sí”, dice, sin la menor inflexión en la voz, desviando la vista cuidadosamente. Nunca en la vida había visto a esta mujer. Pienso para mí: “Esto sí es una actitud”, y me doy cuenta de que la tensión se acumula dentro de mí.


El arte, más allá de la insolencia, en el rostro de esa chica Negra mientras me echa una elegante mirada de reojo. ¿Por qué sus ojos se desvían de los míos? ¿Qué ve que tanto la enfada, o la enfurece, o le repugna?


¿Por qué siento ganas de partirle la cara al ver que no me mira a los ojos? ¿Por qué su rostro es el de mi hermana? ¿Su boca la de mi hija, torcida hacia abajo, a punto de humedecerse los labios? ¿Los ojos de una amante rechazada y furiosa? ¿Por qué sueño con acunarte de noche? ¿Qué reparto tus extremidades en los platos de los animales que menos me gustan? ¿Con velarte noche tras terrible noche, desconcertada? Ay, hermana, ¿dónde está esa tierra oscura y fértil por donde queríamos vagar en compañía?


Odio –dice la voz conectada en un compás de 3/4 impresa con caracteres sucios- el panorama es idóneo para matar, tú o yo, yo o tú. Y de quién era la imagen futura que hemos destruido -tu rostro o el mío- sin uno de los dos cómo podré volver a mirarlos -la ausencia de cualquiera de los dos es mi ausencia.


Y si confío en ti, ¿a qué pálido dragón alimentarás con nuestra carne morena, llevada por el miedo, por el deseo de sobrevivir?, ¿o en qué altar de nuestro pueblo inmolarás a la que está desprovista de amor, sin lugar donde refugiarse, y por ello se convierte en otro rostro del terror o del odio?


Una fiera muda que registra incesantemente en su interior los venenosos ataques del silencio -carne podrida- ¿qué podría crecer en esa madriguera oscura y cómo es que la criatura que era la víctima del sacrificio se convierte en embustera?


Mi hermana de sangre, frente a mí, en la sala de su casa. Reposa en una silla mientras yo hablo con vehemencia, tratando de comunicarme con ella, tratando de modificar las percepciones que tiene de mí y que tanto dolor le infligen. Despacio, con deliberación, fríamente, para que no se me escape ni una de sus lacerantes palabras, me dice: “No me interesa comprender lo que estás tratando de decir… no me interesa escucharlo”.


Nunca he superado la ira provocada porque no me quisieras como hermana, ni como aliada, ni siquiera como un entretenimiento ligeramente mejor que el que te proporcionaba el gato. Tú nunca has superado la ira provocada por el mero hecho de que yo llegara a existir. Y de que sea distinta, aunque no lo suficiente. Una mujer tiene los mismos ojos que mi hermana, la que nunca me perdonó que llegara al mundo antes de que ella tuviera la oportunidad de ganarse el amor de su madre, como si alguien pudiera. Otra mujer tiene los marcados pómulos de la hermana mía que quería dirigir; pero sólo le habían enseñado a obedecer, y ahora se dedica a mandar imponiendo obediencia, una visión pasiva.

¿Quién esperábamos que fuera la otra, ésa que aún no está en paz con nuestro ser? A ti no puedo silenciarte como silencio a las demás, pero tal vez pueda destruirte. ¿Debo destruirte?

No nos amamos a nosotras mismas y, por tanto, no podemos amarnos las unas a las otras. Porque vemos en el rostro ajeno nuestro propio rostro, ése que nunca hemos dejado de desear. Pues hemos sobrevivido, y la supervivencia engendra el deseo de más y más ser. Es un rostro que nunca hemos dejado de desear y que, a la vez, tratamos de eclipsar.

¿Por qué no nos miramos a los ojos? ¿Esperamos ver una traición en la mirada de la otra, o mutuo reconocimiento?

¡Si por una vez al menos sintiéramos el dolor de la sangre de todas las mujeres Negras, desbordándose para ahogarnos! Yo me mantuve a flote sostenida por la boya de la ira que me causaba mi soledad, una ira tan honda que sólo me era dado seguir avanzando hacia la supervivencia.

Cuando una no puede influir en una situación, es un acto de sabiduría retirarse (5).

Toda mujer Negra de EE.UU. ha sobrevivido a varias vidas de odio, pues hasta en la tienda de dulces de nuestra infancia había galletitas en forma de bebés negros que testificaban en contra nuestra. Sobrevivimos a los salivazos arrastrados por el viento hacia nuestros zapatos infantiles y nuestras cintas de pelo rosas como la piel, a intentos de violación en las azoteas y a los punzantes dedos del hijo del portero, a la visión de nuestras amigas desintegrándose en pedazos en la escuela dominical, y absorbimos el odio como si fuera un estado natural. Teníamos que metabolizar tal odio que nuestras células han aprendido a sobrevivirlo, porque teníamos que hacerlo o morir por ello. El antiguo rey Mitrídates aprendió a comer arsénico poquito a poco y así burló a quienes trataban de envenenarlo, ¡pero no me habría gustado nada tener que besarle los labios! Ahora negamos que ese odio existiera porque hemos aprendido a neutralizarlo asimilándolo, y el proceso catabólico produce desechos de furia incluso cuando amamos.


Veo odio

estoy sumergida en él, ahogándome casi desde el principio de mi vida

ha sido el aire que respiro

la comida que como, el contenido de mis percepciones;

el único hecho constante en mi vida es su odio…

soy demasiado joven para tener tanta historia (6).


Y no es que las mujeres Negras derramemos la sangre psíquica de nuestras hermanas tan fácilmente, pero hemos sangrado muy a menudo, y el dolor del derramamiento de sangre casi se ha convertido en un tópico. Si he aprendido a devorar mi propia carne en la selva -famélica, plañidera, aprendiendo la lección de la loba que se arranca a mordiscos la zarpa para salir de una trampa-, si debo beber mi propia sangre, muerta de sed, por qué no devorarte a ti hasta que tus queridos brazos cuelguen exangües sobre mi pecho como guirnaldas marchitas y yo llore por tu partida, ay, hermana mía, estoy doliente por nuestra muerte.

Cuando un descuido hace que una de nosotras evite la dosis completa de furia protectora y el aire de despectivo menosprecio, cuando se nos acerca sin que la desconfianza y la reserva manen a raudales de sus poros, o sin que sus ojos tiñan cada valoración que hace de nosotras con esa dureza y desconfianza implacables que reservamos las unas para las otras, cuando se acerca sin la suficiente cautela, entonces le lanzamos el epíteto burlón que primero acude a los labios: ingenua, con el que queremos decir que no está programada para defenderse atacando antes de preguntar. Incluso más que confusa, ingenua es para nosotras el insulto por antonomasia.

Las mujeres Negras devoramos nuestros corazones para alimentarnos en una casa vacía un recinto vacío una ciudad vacía en una estación vacía, y a todas nos llegará el año en que la primavera no regresará… aprendimos a saborear el gusto de nuestra propia carne antes que el de ninguna otra porque no se nos permitía otra cosa. Y nos hemos vuelto increíblemente preciosas e inconmensurablemente peligrosas las unas para las otras. Estoy escribiendo sobre una ira tan inmensa e implacable, tan corrosiva, que ha de destruir precisamente lo que le es más necesario para solucionarse, para resolverse, para disolverse. Ahora estamos tratando de mirarnos directamente a los ojos. Aunque nuestras palabras sean tan cortantes como el filo de la voz de una mujer perdida, estamos hablando.


II

Una mujer Negra afanándose año tras año, comprometida con la vida mientras la vive, los hijos alimentados y vestidos y amados como puede con una fortaleza que no les permite enquistarse como frutos amargos; sabiendo todo el tiempo y desde el principio que o bien tendrá que matarlos, o bien llegará el día en que habrá de enviarlos al territorio de la muerte, al laberinto blanco.


Me siento a la mesa el día de Acción de Gracias, escuchando a mi hija hablar de la universidad y de los horrores de la decidida invisibilidad. Llevo años tomando nota de sus sueños de morir a manos de ellos, sueños a veces magníficos, otras veces insulsos. Mi hija me habla de los profesores que se niegan a comprender las preguntas sencillas, de que la miran como si fuera un tumor benigno -poco importante- pero desagradable. Llora. La abrazo. Le digo que no olvide que la universidad no lo es todo, que tiene un hogar. Pero le he permitido internarse en esa jungla de fantasmas habiéndole enseñado tan sólo a tener los pies ligeros, a silbar, a amar, a no salir corriendo. Cuando no es imprescindible. Nunca es suficiente.


Las mujeres Negras entregamos nuestras hijas al odio que arrasó nuestros tiempos jóvenes dejándonos desconcertadas, y lo hacemos con la esperanza de haberles enseñado algo que les valga para abrirse sendas nuevas y menos costosas hacia la supervivencia. Sabiendo que yo no les cercené la garganta cuando nacieron, que no les arranqué el minúsculo corazón palpitante con mis dientes, desesperada, tal como hicieron algunas hermanas en los barcos negreros, encadenadas a cadáveres, y, por ello, abocada a que me llegara este momento.


El precio que se paga por tener más poder es tener más enemigos (7).


Escuchaba a mi hija que me hablaba del mundo torcido en el que estaba decidida a reintegrarse a pesar de lo que me contaba, porque considera que el conocimiento del mundo es parte del arsenal que puede usar para lograr un cambio global. Escuchaba ocultando mi dolorosa necesidad de volver a arrastrarla a mi pequeña red protectora. La observaba mientras ella averiguaba poco a poco, no sin dolor, lo que de verdad quería, y yo sentía cómo su ira llegaba al punto álgido y se iba desvaneciendo, la sentía cada vez más enfadada conmigo porque yo no podía ayudarla ni vivir por ella, ni ella me lo hubiera permitido.


Todas las madres ven marcharse a sus hijas. Las madres Negras ven esta partida como un sacrificio, y la ven a través del velo de odio que, como capas de lava, obstaculiza el camino de sus hijas. Todas las hijas ven marcharse a sus madres. Las hijas Negras ven su partida a través de un velo de soledad amenazante que ningún fuego de confianza podrá rasgar.


El mes pasado tuve en mis brazos a otra mujer Negra que lloraba con dolor la pérdida de su madre. Su inconsolable pérdida, el vacío en el paisaje emocional que veía ante ella, hablaba por su boca desde un espacio de intocable soledad en el que nunca volvería a entrar otra mujer Negra, que no permitiría que ninguna se acercase lo suficiente para que importase. “En el mundo hay dos clases de personas”, dijo, “quienes tienen madre y quienes no la tienen. Y yo ya no tengo madre”. Comprendí que me estaba diciendo que ninguna otra mujer Negra la vería como era, ni confiaría en ella, ni podría ser objeto de su confianza. Oí en su grito de soledad el origen del romance entre las mujeres Negras y nuestras mamás.

Las niñas Negras, a quienes el odio ha enseñado a querer ser cualquier otra cosa. Le negamos la mirada a nuestra hermana porque en ella veríamos reflejado lo que todo el mundo, salvo mamá, parecía saber; que éramos seres odiosos o feos o inútiles, y, en todo caso, malditos. No éramos niñas ni éramos blancas, así que, salvo para nuestras mamás, no valíamos nada de nada.

Si logramos aprender a otorgarnos el reconocimiento y la aceptación que habitualmente sólo esperamos que nos concedan nuestras madres, las mujeres Negras seremos capaces de vernos unas a otras con mucha mayor claridad y tratarnos de una manera mucho más directa.

Pienso en la dureza que tan a menudo está presente en el menor contacto entre mujeres Negras, en el ánimo de criticar y valorar, en el cruel rechazo de la posibilidad de conectar. Sé que a veces siento que no vale la pena mostrarse en desacuerdo con otra mujer Negra. Mejor ignorada, retirarse, eludirla, evitar su trato. No sólo porque me irrita, sino porque puede destruirme con la potente crueldad de su reacción ante lo que debe de considerar una afrenta, es decir, mi mera existencia. O porque, por el mismo motivo, yo puedo destruirla con la fuerza de mi reacción. Los miedos están equilibrados.

Si puedo absorber las condiciones particulares de mi existencia como mujer Negra, y multiplicarlas por mis dos hijos y por todos los días de nuestras Negras vidas colectivas, y no flaqueo bajo esa carga -¿qué mujer Negra no es alborozo, como el agua, como el sol, como la roca?-, ¿cómo extrañarse de que mi voz sea áspera? Lo que he de hacer es exigirme ser consciente, de manera que la aspereza no se dirija contra quienes menos la merecen, contra mis hermanas.

¿Por qué las mujeres Negras reservan una voz particular de rabia y desengaño para sus hermanas? ¿A quién creemos que debemos destruir cuando nos atacamos unas a otras con ese tono de aniquilación predeterminada y correcta? Nos reducimos unas a otras a nuestro mínimo común denominador, y, a continuación, tratamos de eliminar lo que más deseamos amar y palpar, el ser problemático, ése que ocultamos frenéticamente a la mirada de nuestras hermanas en lugar de reivindicarlo.

Esta crueldad que mostramos entre nosotras, esta aspereza, forma parte del legado de odio con el que fuimos inoculadas desde el momento en que nacimos por aquéllos que pretendían que fuera una inyección de muerte. Pero nos hemos adaptado, hemos aprendido a aceptar lo que nos dan y a utilizarlo, sin analizarlo. ¡Pero a qué precio! Con objeto de soportar la intemperie, tuvimos que volvernos de piedra, y ahora nos magullamos al rozarnos con la mujer Negra a quien tenemos más cerca.

¿Cómo puedo variar de rumbo para que el rostro de toda mujer Negra con la que me encuentro no sea el rostro de mi madre o mi asesina?


Te amaba. Soñaba contigo. Hablaba contigo durante horas y horas en mis sueños mientras, sentadas bajo un árbol de algodón, nos abrazábamos o nos trenzábamos mutuamente el pelo o nos aceitábamos la espalda la una a la otra, y cada vez que me encuentro contigo en la calle o en correos o junto al mostrador de la clínica quiero retorcerte el cuello.


En nuestras vidas se presentan innumerables ocasiones para sentir una rabia justificada, multiplicada y que nos separa.

*A las mujeres Negras se nos dice que podemos ser mejores y somos peores, pero nunca iguales. A los hombres Negros. A las demás mujeres. Que seres humanos.

*La académica feminista blanca que me dice que se alegra mucho de que exista This Bridge Called Muy Back (8), porque le da la oportunidad de abordar el racismo sin necesidad de enfrentarse a la dureza del Negro no diluido por otros colores. Lo que quiere decir es que le evita la necesidad de analizar su terror y su odio a lo Negro y tratar con la ira de las mujeres Negras. ¡Apartad de mí vuestras sucias y asquerosas caras, eternamente retorcidas!

*Un montador de cine racista al que creí haber manejado bien y con enorme paciencia. No destrocé su maldita máquina. Le expliqué cómo me hacía sentir su ceguera racial y cómo podía modificarse su película para que adquiriera sentido. Seguramente aprendió algo sobre cómo mostrar imágenes Negras. Luego volví a casa y estuve a punto de ponerlo todo patas arriba y de matar a mi amante porque no sé qué invitaciones estaban mal impresas. Sin comprender de dónde procedía mi carga de rabia.

*Un preso Negro, torturador de mujeres y niños, entrenado para matar por el ejército, escribe en su diario, en la celda donde espera a que lo ejecuten: “Soy la clase de persona a la que se suele ver conduciendo un Mercedes o sentada en los despachos de dirección de cien grandes corporaciones”. Tiene razón. Salvo por el detalle de que es Negro.


¿Cómo podemos evitar dar rienda suelta entre nosotras a la cólera que nos provocan ellos? ¿Cómo me libro de este veneno con el que me cebaron como a un ganso de Estrasburgo hasta el punto de que vomitaba cólera en cuanto sentía el olor de algo nutritivo? Ay, hermana mía, tu beligerante encogimiento de hombros el aroma de tu cabello… Todas y cada una de nosotras hemos aprendido el arte de la destrucción. Era lo único que podían permitirnos y, sin embargo, mirad cómo nuestras palabras vuelven a encontrarse entre sí.

Es difícil construir un modelo de salubridad estando rodeadas de sinónimos de inmundicia. Pero no es imposible. A fin de cuentas, si hemos sobrevivido por algo será (¿Cómo defino mi influencia sobre esta tierra?). Comienzo por buscar las preguntas correctas.


Querida Leora:

Para dos mujeres Negras entablar una relación analítica o terapéutica, significa comenzar un recorrido inseguro y básicamente desconocido. No hay prototipos, ni modelos, ni un cuerpo de experiencias objetivamente accesible; sólo estamos nosotras para examinar la dinámica específica de nuestra interacción como mujeres Negras. Ahora bien, dicha interacción puede influir en el resto del material psíquico al que prestamos una atención profunda. Busqué tu ayuda profesional precisamente para examinar esa interacción, y he llegado a darme cuenta de que para hacerlo debo abrirme camino a través de nuestras semejanzas y diferencias, así como a través de nuestra historia de premeditada desconfianza y deseo.

Este escrutinio, que no se ha hecho nunca y si se ha hecho no se ha documentado, es doloroso y lleva aparejada la vulnerabilidad propia de todo escrutinio psicológico y, además, el obstáculo derivado de ser mujeres Negras en un mundo de hombres blancos; mujeres Negras que han sobrevivido. Es un escrutinio que suele eludirse, o considerarse poco importante, superfluo, ejemplo: no sabría decirte cuantísimas blancas buenas, profesionales de la salud psicológica, me han dicho: “¿Qué más da ser Negra o blanca?”, nunca pensarían en decirme: “¿Qué más da ser mujer u hombre?”. Ejemplo: No sé quién es tu superior en el trabajo, pero apuesto a que no es una mujer Negra.

Así pues, el territorio que hay entre nosotras se presenta nuevo y amedrentador, así como apremiante, armado de los dispositivos detonantes propios de nuestras historias raciales individuales, ésas que ninguna de las dos escogimos pero cuyas cicatrices portamos. Y cada una tiene cicatrices propias. Pero hay una historia que compartimos por el hecho de ser mujeres Negras metidas en un caldero sexista y racista, y eso significa que una parte de este recorrido también es en alguna medida tuyo.

En mí hay muchas áreas conflictivas que a ti, como profesional capaz y con experiencia, no te resultarán nuevas ni te darán problemas. Creo que eres una mujer valiente y te respeto por ello, pero dudo que tu aprendizaje haya podido prepararte para explorar la maraña de necesidades, miedos, desconfianza, desesperación y esperanza que bulle entre nosotras, y, ciertamente, no te habrá preparado para analizarla con suficiente profundidad.

Como no somos hombres ni blancas, pertenecemos a un grupo de seres humanos a quienes no se ha considerado merecedores de ese tipo de estudio. Así que sólo contamos con nosotras mismas, con o sin el valor de emplear nuestro ser para analizar y esclarecer más a fondo qué influencia tiene sobre nosotras y sobre nuestro trabajo conjunto todo aquello que se interpone entre nosotras por ser mujeres Negras.

Si no lo hacemos aquí y ahora, entre las dos, cada una de nosotras tendrá que hacerlo en algún otro lugar, en otro momento.

Conozco estos hechos, pero aún no sé qué hacer con ellos. Más pretendo conseguir que encajen entre sí para ponerlos al servicio de mi vida y de mi obra, y no es una solución fácil la que busco. No sé cómo todo esto podrá enriquecer e iluminar tu vida y tu obra, pero sé que te servirá para ambas cosas. A veces, la maldición y la bendición de la poeta es percibir sin tener aún la capacidad de ordenar sus percepciones, y ése es otro de los nombres del Caos.

Y es del Caos de donde nacen nuevos mundos.

Espero que pronto estemos mirándonos a los ojos, Audre


III

Últimamente me he visto rodeada de tantas muertes y pérdidas, sin metáforas ni símbolos redentores, que a veces me siento atrapada en una sola palabra: sufrimiento: y su corolario: soportar. Y tengo el mismo problema con la ira. La ira se cuela en mis principales tratos con el mundo porque, en los últimos tiempos, he tenido que procesar grandes dosis de ira, o tal vez porque la maquinaria con que la proceso se está volviendo más lenta o menos eficaz.

Tal vez por eso a las mujeres Negras a menudo les resulta más fácil interactuar con mujeres blancas, pese a que esas interacciones tiendan a ser un callejón sin salida emocional. Pues con las mujeres blancas existe un nivel intermedio de interacción posible y sostenible, un límite emocional a la relación entre dos seres que se reconocen.

Pero ¿por qué no me sucede lo mismo con Frances, que es blanca y es la persona con la que trato en un plano más profundo? Al hablar de Frances y de mí hablo de una relación que no sólo es muy profunda, sino también muy tolerante, es una globalidad de diferencias que no se han fundido. Hablo además de un amor Modelado por nuestro compromiso compartido durante muchos años con el trabajo duro y la confrontación, pues ambas nos hemos negado a aceptar lo fácil, lo sencillo, lo aceptable y conveniente.

La relación medianamente profunda que se entabla con mayor facilidad entre mujeres Negras y blancas resulta menos amenazadora que la maraña de necesidades y rabia sin analizar a la que siempre se enfrentan dos mujeres Negras que tratan de comunicarse directamente, emocionalmente, sea cual sea el contexto de su relación. Es así tanto si las mujeres son compañeras de oficina, como activistas políticas o amantes. Pero desentrañar la maraña es el único medio para lograr que las mujeres Negras adquieran nuevas visiones del ser y de sus potencialidades. Estoy hablando, una vez más, de relaciones sociales, pues es crucial que analicemos el proceso que se desarrolla tanto entre mujeres que no son amantes como entre las que sí lo son.

Y me pregunto: ¿quizá empleo en ocasiones mi guerra contra el racismo para eludir otro dolor más difícil de resolver? Si es así, ¿la energía con que emprendo las batallas contra el racismo no se vuelve por ello más tenue, más confusa, más sujeta a tensiones y desengaños imprevistos? Es imposible que el pueblo blanco nos dé verdadera legitimidad. Por ejemplo: si en este momento el racismo se erradicara por completo de las relaciones medianamente profundas que hay entre las mujeres Negras y las mujeres blancas, dichas relaciones quizá se volverían más profundas, pero seguirían sin satisfacer la necesidad que las mujeres Negras sentimos unas de otras, nacida de nuestros conocimientos, tradiciones e historia compartidos. Son dos luchas muy distintas las que se están librando. Una es la guerra contra el racismo del pueblo blanco, y la otra es la necesidad de que las mujeres Negras se enfrenten a la estructura racista que sustenta nuestra desposesión mutua y la superen. Y ambas batallas tienen muy poco que ver.

Pero en ocasiones nos parece que más vale la rabia justificada que el sordo dolor de la pérdida, la pérdida, la pérdida. Mi hija dejando atrás su época filial. Las amigas que se van de una manera u otra.


…cuando quienes son aparentemente semejantes maduran, la naturaleza pone de relieve su singularidad y las diferencias se vuelven más evidentes (9).


¿Cuántas veces le he exigido a una mujer Negra algo que yo no me atrevía a darme a mí misma: aceptación, confianza, espacio suficiente para plantear un cambio? ¿Cuántas veces le he pedido que saltara sobre las diferencias, la desconfianza, la suspicacia, el viejo dolor? ¿Cuántas veces he esperado que sólo ella diera un salto sobre el espantoso abismo de nuestro desprecio aprendido, como un animal entrenado a no mirar el precipicio? ¿Cuántas veces he olvidado hacerle esta pregunta?

¿Acaso no estoy tratando de comunicarme contigo en el único lenguaje que conozco? ¿Tratas tú de aproximarte a mí con la única lengua que has rescatado? Si yo trato de escuchar la tuya a través de nuestras diferencias, ¿significa o significará eso que puedas escuchar la mía?

¿Analizamos estas preguntas o nos conformamos con el secreto aislamiento que ha significado esta tolerancia aprendida a base de desposeernos mutuamente -desposeernos del anhelo de la risa de la otra, de la oscura espontaneidad, del compartir y del permiso para ser nosotras mismas, permiso cuya necesidad no solemos reconocer porque sería admitir que no lo tenemos? ¿Nos conformamos con el dolor de lo que nos falta, persistente como una fiebre leve e igual de debilitante?

¿Representamos una y otra vez el crucificarnos entre nosotras, el evitarnos, la crueldad, los juicios, porque no se nos ha permitido tener diosas Negras, heroínas Negras? ¿Porque no se nos ha permitido ver a nuestras madres y vernos a nosotras mismas en su/nuestra grandeza hasta que ésta se ha convertido en parte de nuestra carne y nuestra sangre? Una de las funciones del odio es, sin lugar a dudas, enmascarar y distorsionar la belleza que nos otorga poder.

Tengo hambre de mujeres Negras que no me den la espalda, airadas y desdeñosas, antes de conocerme o de escuchar lo que quiero decir. Tengo hambre de mujeres Negras que no huyan de mí aunque no estén de acuerdo con lo que digo. A fin de cuentas, estamos hablando sobre diferentes combinaciones de los mismos sonidos prestados.

Hay ocasiones en que analizar nuestras diferencias es como marcharse a la guerra. Me lanzo ansiosa a la órbita de cada mujer Negra a la que quiero llegar, avanzo sosteniendo lo mejor que tengo para ofrecer en mis brazos extendidos… yo misma. ¿Ella ve lo mismo? Cuando yo estoy aterrorizada, esperando la traición, el rechazo, la reprobación de sus carcajadas, ¿también ella se siente juzgada por mí?

La mayoría de las mujeres Negras a quienes conozco opinan que lloro demasiado, o que no oculto mi llanto como debiera. Me han dicho que llorar me hace parecer frágil y, por tanto, poco importante. Como si nuestra fragilidad tuviera que ser el precio que pagamos por nuestro poder y no, sencillamente, con lo que se paga más a menudo y con mayor facilidad.

Batallo contra imágenes de pesadilla que llevo dentro, las veo, las poseo, sé que no me han destruido ni me destruirán ahora si las expreso, admito que me asustaban, que mi madre me enseñó a sobrevivir a, la vez que me enseñaba a temer mi propia Negritud. “No confíes en los blancos porque no nos desean ningún bien y no confíes en quienes sean más oscuros que tú porque sus corazones son tan Negros como sus rostros” (¿En qué situación me dejaba eso a mí, la más oscura?). Incluso ahora me resulta doloroso ponerlo por escrito. ¿Cuántos mensajes como éste nos llegan a todas, y de cuántas bocas diferentes, por cuántos medios distintos? ¿Cómo vamos a eliminar esos mensajes de nuestras conciencias si antes no reconocemos qué significaban y cuán destructivos eran?


IV

¿Qué hace falta para ser dura? ¿La crueldad aprendida?

Ahora resulta indispensable que se alce una voz diciendo que las mujeres Negras siempre nos hemos ayudado las unas a las otras, ¿no es verdad? Y ésa es la paradoja de nuestro conflicto interno. Contamos con una poderosa y antigua tradición de relaciones y apoyo mutuo, y las huellas de esa tradición viven en cada una de nosotras, oponiéndose a la ira y a la desconfianza engendradas por el odio a nosotras mismas.


Cuando el mundo avanzó contra mí con mirada de desaprobación/ Fue mi hermana la que puso suelo bajo mis pies (10).


Oír esta canción siempre ha provocado dentro de mí el más hondo y punzante sentimiento de pérdida por algo que deseaba sentir y que no sentía porque nunca me había sucedido. Algunas mujeres Negras sí lo han vivido. Para otras, esa sensación de poder confiar en un apoyo sólido como la roca prestado por nuestras hermanas es algo con lo que soñamos y por lo que trabajamos, sabiendo que es posible, pero también muy problemático a causa de la realidad del miedo y la desconfianza que se atraviesan entre nosotras.

Nuestra ira está templada sobre los fuegos de la supervivencia, encubierta tras los párpados entornados, o resplandeciendo en nuestros ojos en los momentos más extraños. Al levantar la vista entre las piernas de una amante, al alzar la mirada de mis notas durante una conferencia (y casi pierdo el hilo de mis pensamientos), al apilar la compra en un supermercado, rellenando un formulario tras la ventanilla de la oficina de desempleo, saliendo de un taxi en el centro de Broadway, del brazo de un hombre de negocios de Lagos, apresurándose a adelantarme para entrar en una tienda mientras yo abro la puerta, mirándonos a los ojos durante una sola fracción de segundo… rabiosas, cortantes, hermanas. Mi hija preguntándome todo el tiempo cuando era pequeña: “¿Estás enfadada por algo, mami?”.

Como mujeres Negras hemos malgastado nuestras iras demasiado a menudo, las hemos enterrado, hemos dicho que eran de otros, las hemos arrojado furiosamente a los océanos del racismo y del sexismo, sin que resonara ninguna vibración, nos las hemos lanzado a los dientes unas a otras y. luego nos hemos agachado para esquivar el golpe.

Pero por lo general, evitamos expresarla abiertamente o le ponemos límites con una cortesía rígida e inabordable. La cólera que se cree ilícita o injustificada se mantiene en secreto, sin nombre, y preservada para siempre. Estamos rebosantes de furia, contra nosotras mismas, contra las demás, con terror a analizarlas por miedo a encontrarnos señaladas y nombradas en letra gruesa tal y como siempre nos hemos sentido y a veces hemos preferido estar: a solas. Sin lugar a dudas, en nuestras vidas sobran las ocasiones para emplear la ira justificadamente, son tantas que llenan el cupo de varias vidas. Podemos evitar la confrontación entre nosotras muy fácilmente. Resulta mucho más sencillo examinar nuestra ira en situaciones relativamente bien definidas y sin carga emocional. Resulta mucho más sencillo expresar nuestra ira en esas relaciones medianamente profundas que no plantean la amenaza de que haya que destaparse de verdad. Y, sin embargo, siempre está presente el hambre de la sustancia que conocemos, el hambre de compartir auténticamente, de la hermana con quien compartir.

Es difícil mantenerse firme en las fauces de la agresión y el desdén blancos, del odio y los ataques de género. Y es aún mucho más difícil abordar de frente el rechazo de las mujeres Negras que tal vez ven en mi rostro el semblante que no han desterrado de sus espejos, y en mis ojos una figura que temen pueda ser la suya. Y el miedo que infesta las relaciones entre las mujeres Negras se recrudece aún más a causa del temor a perder al compañero varón, real o deseado. Pues también nos han enseñado que adquirir un hombre es la única medida del éxito, aunque los hombres Negros rara vez se quedan.

Una mujer Negra observa y juzga en silencio a otra: qué aspecto tiene, cómo actúa, qué impresión crea en los demás. Ella misma es el contrapeso en el otro platillo de la balanza. Está midiendo lo imposible. Está midiendo ese ser que ella no desea del todo ser. No quiere aceptar las contradicciones, ni tampoco la belleza. Querría que la otra mujer se fuera. Querría que la otra mujer se convirtiera en otra persona, en cualquiera salvo una mujer Negra. Ser ella misma ya le causa bastantes problemas. “¿Por qué no aprendes a volar en línea recta?”, le pregunta a la otra mujer. “¿No te das cuenta de que tu torpeza nos pone en evidencia a todas? Si yo supiera volar, estoy segura de que lo haría mejor que tú. ¿No puedes ofrecer un espectáculo más convincente? Las chicas blancas saben hacerlo. Tal vez deberíamos traer a alguna para que te enseñara”. La otra mujer no puede hablar. Está demasiado ocupada tratando de no estrellarse contra el suelo. No derramará las lágrimas que van endureciéndose, convirtiéndose en piedrecitas afiladas que saltan de sus ojos y se clavan en el corazón de la otra mujer, quien enseguida cierra esas heridas y las identifica como el origen de su dolor.


V

Una serie de falacias sobre la manera de protegerse a una misma nos mantienen separadas y engendran dureza y crueldad donde más necesitamos dulzura y comprensión.

1. Que la cortesía y las buenas maneras exigen que no nos miremos directamente y sólo nos dirijamos disimuladas miradas para juzgarnos. Debemos evitar a toda costa la imagen de nuestro miedo. “Qué boca tan bonita tienes”, bien se podría escuchar como: “Mira qué labios tan grandes”. Mantenemos una discreta distancia entre nosotras también porque esa distancia me convierte menos en ti y te convierte menos en mí.

Cuando no existe conexión alguna entre las personas, la ira es una manera de aproximarlas, de establecer un contacto. Pero cuando existen fuertes vínculos que son problemáticos, amenazadores o que no se reconocen, la ira es un medio de mantener separadas a las personas, de poner distancia entre nosotras.

2. Que como a veces nos alzamos en defensa mutua en contra de los extraños, no nos hace falta analizar el menosprecio y el desdén que hay entre nosotras. Prestarse apoyo en contra de, los extraños es muy distinto a cuidarse mutuamente. A veces la cuestión se plantea en términos de “quienes son iguales se necesitan”. Lo cual no significa que debamos apreciar a nuestra igual ni nuestra necesidad de ella, aun cuando esa igual sea el filo que separa la vida de la muerte.

Porque si asimilo la valoración que el mundo blanco hace de mí: mujer-Negra-es-sinónimo-de-escoria, en mi fuero interno siempre creeré que no valgo para nada. Pero es muy duro mirar cara a cara el odio asimilado. Es más fácil verte como una inútil ya que eres como yo. Así que el hecho de que me apoyes porque somos iguales tan sólo confirma que tú también eres una nulidad, como yo. Es una postura con la que nadie puede ganar, una situación en que la nada sustenta a la nada y alguien tendrá que pagar las consecuencias, ¡y ese alguien no voy a ser yo! Cuando reconozco mi valía, estoy capacitada para reconocer la tuya.

3. Que la perfección es posible y es una expectativa adecuada con respecto a nosotras mismas y a las demás, y la única condición para la aceptación, para la humanidad (¡Observemos cuán útiles para las instituciones externas nos hace esta idea!). Si tú eres como yo, una mujer Negra, tendrás que ser mucho mejor que yo para ser simplemente aceptable. Y nunca lo conseguirás, porque por muchas virtudes que tengas seguirás siendo una mujer Negra, igual que yo (¿Quién se habrá creído que es?). De manera que cualquier hecho o idea que yo estaría dispuesta a aceptar o cuando menos a examinar si procediera de cualquier otra persona, se vuelve inaceptable cuando procede de ti, mi imagen especular. Si tú no eres MI imagen de la perfección, y nunca podrás serlo ya que eres una mujer Negra, entonces no eres más que un reflejo de mí misma. Nunca somos lo bastante buenas las unas para las otras. Todos tus defectos se convierten en reflejos ampliados de mis propios y amenazadores fallos. Debo atacarte antes de que nuestros enemigos nos confundan a una con la otra. Aunque, en cualquier caso, nos confundirán.

Oh, madre, ¿por qué nos armaron para la lucha con espadas ceñidas de niebla y jabalinas de polvo? “¿Pero quién te has creído que eres?” Aquélla a la que por encima de todo temo (nunca) conocer.


VI

El lenguaje con el que nos han enseñado a desconfiar de nosotras mismas y de nuestros sentimientos es el mismo lenguaje que empleamos para desconfiar las unas de las otras. Demasiado guapa… o demasiado fea. Demasiado Negra… o demasiado blanca. Inútil. Eso ya lo sé. ¿Quién lo dice? Eres poco de fiar como para que te escuche. Hablas SU lenguaje. No hablas SU lenguaje. ¿Quién te has creído que eres? ¿Te crees mejor que las demás? Desaparece de mi vista.

Nos negamos a prescindir de la distancia artificial que nos separa y a analizar nuestras diferencias reales para establecer un intercambio creativo. Somos demasiado diferentes para comunicarnos. Lo cual quiere decir que debo definirme por oposición a ti. Y el camino de la ira está pavimentado con los miedos inexpresados a que nos juzguen nuestras hermanas. A las mujeres Negras de EE.UU. no se nos ha permitido tratarnos unas a otras con libertad; nuestro encuentro está envuelto en mitos, estereotipos y expectativas impuestos desde fuera, en definiciones que no son nuestras. “Sois mi grupo de referencia, pero nunca he trabajado con vosotras”. ¿Cómo me ves? ¿Tan Negra como tú? ¿Más Negra que tú? ¿No suficientemente Negra? En cualquier caso, siempre me encontrarás alguna carencia…

Somos mujeres Negras, definidas como nunca-lo-bastante-buenas. Para superar esto, debo ser mejor que tú. Si me pongo muy alto el listón, tal vez pueda ser distinta de como dicen que somos, diferente de ti. Si llego a ser lo suficientemente diferente, quizá deje de ser una “perra negra”. Si te vuelvo lo bastante diferente de mí, ya no te necesitaré tanto. Me haré fuerte, la mejor, sobresaldré en todo, seré la mejor porque no me atrevo a ser menos que eso. Es mi única oportunidad de ser lo bastante buena para convertirme en un ser humano.

Si soy yo misma, no puedes aceptarme. Pero si puedes aceptarme, eso significa que soy como a ti te gustaría ser y, por tanto, no soy “auténtica”. Y tú tampoco, en ese caso. POR FAVOR ¿PODRÍA LA VERDADERA MUJER NEGRA PONERSE EN PIE?

Alimentamos nuestra secreta culpabilidad, sepultada bajo ropas exquisitas y maquillaje caro y cremas blanqueadoras (¡sí, todavía!) y productos que estiran el pelo dejándolo ondulado. El instinto asesino que actúa contra cualquier mujer Negra que se desvíe de la máscara prescrita es preciso y mortífero.

Actuar como quien ocupa su lugar a la vez que nos sentimos fuera, conservar el rechazo hacia nosotras mismas por ser mujeres Negras a la vez que lo superamos… eso creemos. Y la actividad política no salvará nuestros espíritus, por muy correcta y necesaria que sea. Aunque, es cierto que sin actividad política no podemos confiar en sobrevivir el tiempo necesario para efectuar ningún cambio. Y adquirir un poder propio es la tarea más profundamente política que existe, y la más dificultosa.

Cuando no tratamos de identificar los sentimientos confusos que se alzan entre las hermanas, los expresamos de un centenar de maneras dañinas e improductivas. Sin hablar jamás del viejo dolor para poder superarlo. Como si hubiéramos establecido entre nosotras un pacto secreto de silencio, ya que la expresión de un dolor no analizado podría ir acompañada de otros padecimientos antiguos e inexpresados, incrustados en la ira acumulada a la que no hemos dado voz. Y esa ira, como bien nos enseñaron nuestros maltrechos egos infantiles, está armada con una poderosa crueldad, aprendida en la crudeza de tempranas batallas por sobrevivir. “No lo vas a soportar, ja”. Las Docenas. Un juego de los niños Negros que consiste en lanzarse mutuamente epítetos con un supuesto ánimo de rivalidad amistosa; en realidad, es un ejercicio crucial para aprender a asimilar los insultos verbales sin desfallecer.

Nuestra infancia fue parte del precio que pagamos por la supervivencia. Nunca nos permitieron ser niñas. Los niños tienen derecho a jugar a vivir durante algún tiempo, pero cada acto de un niño Negro puede tener consecuencias tremendamente graves, y aún peores si es niña. Preguntemos, si no, a las cuatro niñas Negras a quienes volaron en pedazos en Birmingham. Preguntemos a Angel Lenair, a Latonya Wilson, o a Cynthia Montgomery, las tres niñas víctimas de los infames asesinatos de Atlanta, ninguno de los cuales ha sido resuelto.

A veces tengo la sensación de que si experimentara todo el odio colectivo que han dirigido en mi contra por ser una mujer Negra, si tomara conciencia de sus implicaciones, esa carga desolada y espantosa me mataría. Quizá ése fue el motivo de que una hermana me preguntara en cierta ocasión: “Los blancos sienten, ¿y los Negros?”

Es cierto que, en EE.UU., la gente blanca dispone por lo general de más tiempo y más espacio para analizar sus emociones. Las personas Negras de este país siempre se han visto obligadas a entregarse en cuerpo y alma a la ardua y permanente tarea de sobrevivir en los planos más materiales e inmediatos. Resulta tentador deducir de este hecho que las personas Negras no necesitamos analizar nuestros sentimientos: o que no son importantes, puesto que se han empleado tan a menudo para estereotiparnos o infantilizarnos; o que estos sentimientos no son vitales para nuestra supervivencia; o, lo que es peor, que no sentirlos en profundidad es una virtud adquirida. Pensar así es como llevar una bomba de relojería conectada a nuestras emociones.

En mi vivir cotidiano, estoy empezando a establecer una distinción entre dolor ysufrimiento. El dolor es un hecho, una experiencia que se debe reconocer, poner en palabras, y después debe ser utilizada de manera que la experiencia se modifique, se transforme en algo diferente, en fuerza o conocimiento o acción.

Por otra parte, el sufrimiento es el espanto de volver a vivir el dolor que no se ha analizado ni metabolizado. Cuando experimento dolor y, conscientemente, hago caso omiso de él, me privo del poder que se derivaría de utilizar ese dolor, el poder de alimentar un cambio que me permita superarlo. Me condeno a revivir una y otra y otra vez ese dolor siempre que algo próximo lo desata. Y eso es el sufrimiento, un ciclo aparentemente ineludible.

Es cierto, experimentar dolores antiguos puede ser como lanzarse de cabeza contra un muro de hormigón. Pero me recuerdo que ESTO YA LO HE VIVIDO Y HE SOBREVIVIDO.

A veces no se examina la ira que reside entre las mujeres Negras porque, en nuestro intento de protegernos y sobrevivir, nos desgastamos tanto analizando constantemente a los demás que no logramos reservar suficiente energía, para analizarnos a nosotras mismas. A veces no analizamos esa ira porque lleva tanto tiempo en su sitio que no la reconocemos, o pensamos que es más natural sufrir que vivir el dolor. A veces no la analizamos porque nos da miedo lo que podamos hallar. A veces porque no creemos merecerla.

La repugnancia que refleja el rostro de una mujer que va a mi lado en metro, mientras retira su abrigo de mí y yo creo que ha visto una cucaracha. Pero veo odio en sus ojos porque quiere que lo vea, porque quiere que me entere, de la única manera en que puede enterarse una niña, de que en su mundo no hay sitio para alguien como yo. Si yo fuera mayor, probablemente me habría reído, o habría refunfuñado, o me habría sentido dolida al comprender lo que pasaba. Pero tengo cinco años. Lo veo, me consta, pero no sé nombrarlo, de manera que la experiencia queda incompleta. No es dolor; se convierte en sufrimiento.

¿Y cómo podría decirte en voz alta que no me gusta la forma en que apartas de mí tu mirada si sé que voy a desatar todas las iras sin nombre que llevas dentro, engendradas por el odio que has sufrido sin darte cuenta?

Así pues, nos aproximamos unas a otras con cautela, exigiendo una perfección instantánea que nunca les pediríamos a nuestros enemigos. Pero es posible abrirse paso a través de esta agonía heredada, negarse a dar el visto bueno a esta amarga charada de aislamiento, ira y dolor.

En las cartas de las mujeres Negras encuentro muchas veces esta pregunta: “¿Por qué me siento tan maldita, tan aislada?” Oigo esta pregunta una y otra vez, planteada de innumerables formas encubiertas. Pero tenemos la capacidad de modificar esta situación. Podemos aprender a cuidarnos con cariño maternal.

¿Qué significa eso para las mujeres Negras? Significa que debemos darnos la autoridad para definirnos a nosotras mismas y poner nuestras esperanzas y nuestros esfuerzos en un crecimiento que será el comienzo de la aceptación que esperamos sólo de nuestras madres. Significa que afirmo mi valía al comprometerme con mi supervivencia, tanto en mi ser como en el ser de otras mujeres Negras. Por otro lado, significa que a medida que voy conociendo mi valía y mis auténticas capacidades, me niego a conformarme con algo inferior a la rigurosa búsqueda de mis capacidades, y, al propio tiempo, distingo lo que es posible de lo que el mundo exterior me impulsa a hacer para demostrar que soy humana. Significa que soy capaz de reconocer mis éxitos y de ser afectuosa conmigo misma, incluso cuando fracaso.

Comenzaremos a mirarnos unas a otras cuando nos atrevamos a empezar a vernos a nosotras mismas; comenzaremos a mirarnos a nosotras mismas cuando empecemos a mirarnos unas a otras, sin exaltación, sin desdén, sin recriminaciones, con paciencia y comprensión cuando no logramos dar la talla, y con reconocimiento y aprecio cuando lo logramos. Cuidarnos con cariño maternal significa aprender a amar aquello que hemos alumbrado al darle un nombre, aprender a ser a la vez amables y exigentes tanto en el fracaso como en el éxito, sin tomar ninguno de los dos por lo que no es.


Cuando llegas a respetar el carácter de la época, ya no tienes que encubrir la vacuidad con fingimiento (11).


Debemos reconocer y nutrir los aspectos creativos de nuestras hermanas sin necesidad de comprender en todo momento qué fruto darán.

Cuando nos tengamos menos miedo las unas a las otras y nos valoremos más, aprenderemos a apreciar el reconocimiento que reflejan tanto los ojos ajenos como los nuestros, y buscaremos el equilibrio entre estas visiones. Cuidarse con afecto maternal. Reclamar autoridad para definir quiénes queremos ser, y saber que esa autoridad es relativa y depende de la realidad de nuestra vida. Pero sin olvidar que sólo a través del uso de esa autoridad podemos cambiar con efectividad estas realidades de nuestras vidas. Cuidarse con afecto maternal significa dejar en reposo lo débil, lo tímido, lo dañado -sin menospreciarlos-, proteger y fomentar lo que es útil para la supervivencia y el cambio, y explorar conjuntamente las diferencias.

Recuerdo un hermoso y complejo grupo escultórico que representa la corte de la Reina Madre de Benín y lleva por título “El poder de las manos”. La Reina Madre, sus cortesanas y sus guerreras forman un círculo que celebra la capacidad humana para lograr el éxito en las aventuras prácticas y materiales, la habilidad de crear algo de la nada. En Dahomey, ese poder es femenino.


VII

Teorizar sobre la propia valía no sirve de nada. Ni tampoco fingir. Las mujeres que han vivido con un gesto inexpresivo en sus hermosos rostros pueden morir entre grandes tormentos. Yo me puedo permitir mirarme de frente, arriesgarme al dolor de experimentar lo que no soy y aprender a saborear la dulzura de quien soy. Puedo entablar amistad con las distintas parcelas de mi ser, tanto si me gustan como si no me gustan. Reconocer que la mayoría de los días soy más amable con el estúpido marido de mi vecina que conmigo misma. Puedo mirar al espejo y aprender a amar a la pequeña y turbulenta niña Negra que en su día anhelaba ser blanca o ser cualquier cosa menos lo que era, ya que nunca le permitieron ser nada más que la suma del color de su piel y la textura de su pelo, la tonalidad de sus rodillas y sus codos, todos esos rasgos a todas luces inaceptables en un ser humano.

Aprender a amar nuestro ser de mujeres Negras no se limita a insistir de manera simplista en que “lo Negro es hermoso”. Es algo más amplio y profundo que la apreciación superficial de la belleza Negra, si bien esta apreciación constituye un buen comienzo. Pero si nuestro intento de reclamarnos a nosotras mismas y a nuestras hermanas se queda sólo en eso, nos arriesgamos a adoptar otro patrón superficial de medida del ser, un patrón superpuesto al anterior e igual de dañino en tanto en cuanto se detiene en lo superficial. Ciertamente, no nos otorgará más poder. Y el resultado de nuestro empeño ha de ser la toma de poder, el fortalecimiento de nuestro ser en beneficio propio y de nuestras hermanas, en beneficio de nuestra obra y del futuro.

Debo aprender a amarme a mí misma antes de amarte o aceptar tu amor. Tú debes aprender a amarte a ti misma antes de amarme o aceptar mi amor. Antes de tendernos mutuamente la mano, hemos de saber que somos merecedoras de que nos acaricien. No debemos disimular la sensación de que no valemos para nada con frases como “no te necesito”, “da igual”, o “los blancos sienten, los Negros ACTÚAN”. Y lograr esto es enormemente difícil en un entorno que fomenta por todos los medios el desamor y el fingimiento, en un entorno que nos advierte que silenciemos la necesidad que sentimos las unas de las otras, y califica de inevitables nuestras insatisfacciones y de inalcanzables nuestras necesidades.

Hasta el momento, apenas nos han enseñado a ser amables las unas con las otras. Con el resto del mundo, sí, pero no entre nosotras. Hemos contado con escasos ejemplos externos de cómo tratar a otra mujer Negra con cariño, deferencia y ternura, que es posible dedicarle una sonrisa afectuosa y espontánea sencillamente porque EXISTE; o que hay que comprender las deficiencias de las demás porque las conocemos por experiencia propia. ¿Cuál fue la última vez en que piropeaste a una hermana y mostraste que apreciabas su singularidad? Debemos estudiar conscientemente cómo tratarnos con mutua ternura hasta que ésta se convierta en un hábito, pues nos han robado lo que originalmente nos pertenecía, el mutuo amor entre las mujeres Negras. Siendo dulces con las demás podemos aprender a tratarnos a nosotras mismas con dulzura. Y podemos aprender a tratarnos mutuamente con dulzura aprendiendo a ser tiernas con esa parte de nuestro ser que resulta más inabordable, aprendiendo a ser más generosas con la valerosa y maltrecha niña que llevamos dentro, aprendiendo a rebajarle el listón de los gigantescos esfuerzos que hace por sobresalir. Podemos amarla tanto en la oscuridad como bajo la luz, apaciguar su ánimo perfeccionista y favorecer sus intentos de realizarse. Entonces tal vez lleguemos a comprender mejor cuánto nos ha enseñado esa niña y cuán valiosa es su aportación para que el mundo siga en su órbita y avanzando hacia un futuro vivible.

Es absurdo creer que este proceso será rápido y fácil. No creer que sea posible es suicida. Al armarnos con nuestro propio ser y el de nuestras hermanas, podremos unirnos en el campo de ese riguroso amor y comenzar a hablar entre nosotras de lo imposible, o de lo que siempre nos ha parecido imposible. Es el primer paso hacia un cambio auténtico. Con el tiempo, si nos decimos mutuamente las verdades, el cambio para nosotras será inevitable. ♀


Notas

1. Artículo de Samella Lewis.

2. De “Letters from Black Feminists, 1972-1978”, de Barbara Smith y Beverly Smith, Conditions: Four (1979).

3. Del I Ching.

4. Del poema “Nigger”, de Judy Dothard Simmons, publicado en Decent Intentions(Blind Beggar Press, P. O. Box 437, Williamsbridge Station, Bronx, Nueva York 10467, 1983).

5. Del I Ching.

6. This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color, editado por Cherríe Moraga y Gloria Anzaldúa (Kitchen Table: Women of Color Press, Nueva York, 1984).

7. Del I Ching.

8. De “Every Woman Ever Loved A Woman”, de Bernice Johnson Reagon, canción interpretada por Sweet Honey in the Rock.

9. Del I Ching.

10. De “Every Woman Ever Loved A Woman”, de Bernice Johnson Reagon, canción interpretada por Sweet Honey in the Rock.

11. Del I Ching.




Referencia

El texto y las notas proceden de: Audre Lorde, “Mirándonos a los ojos: mujeres negras, ira y odio” (1983/1984/2003), en Audre Lorde, La hermana, la extranjera. Artículos y conferencias, traducción de María Corniero, revisión de Alba V. Lasheras y Miren Elordui Cadiz, Ed. Horas y horas, Madrid, 2003, pp. 167-210. (Texto original: “Eye to Eye: Black Women, Hatred and Anger”, en Audre Lorde, Sister Outsider: Essays and Speeches, 1984).

https://sentipensaresfem.wordpress.com/2016/12/03/momnioal/


Emory Douglas, We Are from 25 to 30 Million Strong… / Warning to America, 1970 ©2015 E Douglas/Artists Rights Society (ARS), New York

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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