Partir (de) la lengua, hacerla sonar, usar las cuerdas / v. Nicolás Koralsky
- Revista Adynata
- 3 ago
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Actualizado: 16 ago
I.
La lengua se le había acalambrado como también le pasaba algunas veces con la planta de los pies mientras llegaba al orgasmo.
El organito modulador de la voz se ponía rígido y certero, lo usaba para hacer gemir a todo aquel que se abriese ante él. Era capaz de hacer el milagro posando su lengua donde lo dejaran, así curaba a paralíticos y ciegos, leprosos y tuberculosos, sifilíticos y hemofílicos, paquis[i] y no paquis, varones y mujeres, viejos y jóvenes. La lengua se volvía una serpiente escurridiza, capaz de entrar por cualquier cavernosidad humeda y oscura. Sabía llegar al dolor, extraer la enfermedad con solo acercarse a ella.
También tenía otro poder: era capaz de rasgar a las personas con las palabras. Desde chico ya tenía la afición por hacerlo con la vida de los otros, especialmente con los amigos de sus padres, sus hermanos más grandes, los clientes del bar de sus abuelos. No tenía problemas en preguntar lo que sea que se le viniese a la cabeza; asociaba sin tapujos lo dicho al pasar con gestos en el rostro, con movimientos en las manos, o incluso con las comandas del menú. Reconocía en las historias de unos la historia de otros. Caía mal, algunos clientes, especialmente los que se sentaban en la barra de la cafetería solían levantarse e irse tras escucharlo. De momentos podía ser profundamente violento. Algunos le decían lengua larga. Nadie alcanzaba a ver, en ese gesto generoso, el acto radical de prestar toda su atención a cualquiera. Ni siquiera era algo que eligiera: simplemente ocurría.
Las palabras se le daban bien, aunque muchas veces iba más rápido de lo que los otros podían llegar a entender o digerir. Tras varias discusiones y malos entendidos, aprendió que debía ser la propia lengua la que tiene que decir y escucharse en ese decir. "Nadie puede escapar a las propias palabras cuando dejan de ser un automatismo de uso… y nadie puede decir que las palabras son propias", decía.
A medida que se fue creciendo se le fue haciendo más difícil. De momentos, insoportable: se volvía una antena inútil, recibiendo diferentes frecuencias distorsionadas a la vez; un traductor emocional de lo que los otros no podían entender de sí. Sea una u otra cosa, se perdía de él mismo en los otros. Bajo esas circunstancias, lo que hacía era buscar momentos de resguardo donde no ver a nadie. Vivía esos retracción como un pequeño periodo refractario. El cuerpo se quedaba sin defensas, como tirado en la cama después del sexo más feroz. Quedaba agotado de recibir, ahí fue que aprendió a usar la lengua.
En la intimidad, el musculito se comportaba de otro modo. Le gustaba ir allí donde lo vivido se digería, se enquistaba, se rompía o se pudría. Por sobre todo, disfrutaba -¿disfrutaba?- meterse en agujeros inimaginables, en fantasías imposibles que el cuerpo que tenía enfrente comenzaba a liberar. Ya fuera producto de confianza excretada a partir de la experiencias compartida, o resultado de la desvergüenza que podía emerger ante un desconocido.
Su certidumbre sensible era quirúrgica. La forma de meter su lengua en el otro era lamiendo poros, rajaduras, grietas. Solo hablaba cuando sentía disponible la escucha de aquello que sabía que iba a decir. Así podría lamer la herida que acababa de dejar al descubierto, o lubricar el agujero de esa fantasía -o de ese delirio- recién compartido.
En ambos casos la saliva se volvía algo fundamental. Cuando ese hueco se hendía ante él, asistía con el fluido para disolver lo doliente. Hacía como cuando era chico y algunos de sus amigos o hermanos se caía corriendo, o andando en bicicleta sobre el ripio. Primero miraba que no quedaran piedritas en la lastimadura; después pasaba un pedacito de tela limpio, como el borde de la camiseta; luego les sugería lamerse suave, y soplar despacio. Cuando no llegaban a poder lamerse por sí mismos, se ofrecía en un gesto entre maternal y sacrificial. Los más chiquitos, inexpertos aún en las raspaduras de la calle, solían aceptar el ofrecimiento. Los de su edad lo encontraban raro. Más los varones. Caerse, lastimarse y aguantar el dolor era algo que tenía que pasarles para volverse fuertes. Los chicos malos no querían dejarse lamer las heridas. Solo presumir con ellas.
De grande, muchas veces el líquido transparente se le quedaba atorado en la garganta por la nube de fonemas que escuchaba. Solo podía hacer fuerza impulsando hacia el estómago el mal trago, gracias a la lengua y la acción de los músculos de la garganta. Empujaba lo oído, vuelto saliva, hacia el fondo del esófago, para que se disolviera con los ácidos gástricos. Al escuchar al otro, necesitaba transformar lo percibido en líquido, y así procesar lo vibrado entre el yunque, el estribo y el martillo. De ese modo, aprendió a liberar las palabras más duras, las escenas más cortantes, las confesiones más ocultas, los recuerdos menos olvidados, las pesadillas más soñadas.
Al hacer el pase de lo oído a lo fluido y de lo fluido al aire del habla, parecía partir la estructura sólida de lo dicho y volverla algo liviano. Airear las cosas.
Sacarse las palabras de encima, para algunos, se ofrecía como una fuga de sí.
II.
Frotamos la lengua contra la del otro. Le sacamos palabras, la hacemos chispear como si fueran dos piedras intentando el fuego. Tocamos su límite cuando la palabra no llega. Algunas veces nos golpeamos con esas palabras como si fueran piedras en la cabeza. Otras las palabras chocan las unas contra las otras. Suenan entre sí. La expresión “hacer sonar a alguien” tiene usos diversos y contradictorios. Puede ser una amenaza velada (“te voy a hacer sonar”), una advertencia con tono cariñoso (como se le dice a un niño antes de una travesura) o, incluso, una forma eufemística de referirse a un castigo físico o a una derrota. “Hacer sonar” también puede equivaler a “hacer cagar”, y en contextos más crudos, a “hacer mierda” o directamente “matar” a alguien. La lengua, entonces, no solo vibra o emite sonido: puede ser también un instrumento de violencia o advertencia. Esta ambigüedad entre lo amoroso, lo disciplinante y lo destructivo late en esa expresión que oscila entre el juego y la amenaza.
El constante chocar palabras las unas contra las otras. Las hace polvo. Te voy a “hacer polvo” también funciona como ultimátum a la vida. Amedrentar a alguien en convertirlo en ese material del a donde vamos y del donde venimos.
Algunos cuerpos son vueltos ceniza y entregados a los seres queridos en una caja.
III.
Vivía intentando pronunciar palabras en ese idioma que había hecho suyo desde hacía pocos años, cuando decidió migrar con el sacrificio de un Cristo que convencido de que iba a resucitar.
En su caso, necesitaba esa metamorfosis. Quería dejar atrás lo que, según decía, le había impedido ser él mismo, e invertir esos años de juventud en ser otro, en reinventarse.
Nunca pensó que la lengua pudiera ser un problema. Siempre creyó que era fácil. Las palabras parecían las mismas. Solo tenía que seguir el tip que le había pasado su amiga, fan de la serie Merlí:
—Si decís “libertad” acá, allá decís “libertat”.
—¿Pero vos pensás que pasa lo mismo con todas las palabras?
—Al menos con las que terminan en “-ad”. “Solidaridad” es “solidaritat”. “Comunidad” es…
—Comunitat.
—Hay otras que les sacás la “n” y basta. Como “migración”… “migració”. “Normalización” es “normalizació”, “determinación” es “determinació”…
—Pero yo así no puedo decir que hablo una lengua.
—Tranquilo, que dicen que nadie habla “bien” esta lengua. Es hacer como si se hablara. Es un gesto de reconocimiento: aceptar que eso que estamos diciendo se sale de mi lengua. Un esfuerzo que se hace con la lengua para hacerla propia.
—¿podría decir que una lengua es mía? ¿propia? siento que me colonizan en la lengua, como microhombrecitos que se suben a ella y quieren extraer su riqueza. Quieren sacarle todo el jugo. Dejarla sin saliva.
—¿Como una ballena a la que le sacan el aceite para hacer velas?
—Lo veo más como tipitos con pico y pala que se trepan a ella y la golpean. Esos golpes hacen sonidos de “palabras” que me dan una nueva-vieja forma. Palabras que serán las que me usen para propagar esa lengua que aprendo… que sí, tiene que quedarse encendida como una vela. Tiene que volverse el luto de algo que está muriendo.
—Pero es revolucionario hacer hablar una lengua que va a morir, ¿no?
—¿Hacer hablar lo muerto? Pero me están obligando a que yo continúe su vida, a que le done un órgano. Me gustaría que se diera más como una mezcla, una infección deseada, una herencia elegida, una riqueza que se me presta… no como una especie de oblación forzada, condición de vida en un espacio que se dice abierto, proge, libre de violencias.
Más sabiendo que la lengua que he hecho mía desde que entiendo la lengua es la que me permite hablar con quienes me vinculo todos los días, otros como yo…
-Pero ¿no es eso volverse parte de otro territorio? Perder algo propio…
—A mí eso me recuerda que partí. Y que a veces, todavía me falta cuerpo para llegar,
y hospitalidad para querer quedarme.
IV.
Las cuerdas vocales no aparecieron de golpe. Antes hubo que salir del agua. Aprender a hacer algo con el aire que entraba. La respiración tuvo que encontrar estructura, y esa estructura hacerse vibrante.
Pequeños pliegues musculares que se abrieron y se cerraron con precisión: así nacieron nuestras cuerdas. Una modificación adaptativa que, antes de permitirnos hablar, se encargó de proteger los pulmones, de evitar que partículas o alimentos ingresaran en la tráquea. Primero fue defensa. Después, voz. El lenguaje se hizo de tracto vocal, respiración y sensibilidad. Tensiones mínimas y longitudes variables que, según cómo se modularan, dieron lugar a una voz.
Expulsar aire produce sonido. Pero no cualquier sonido: la voz puede ser domesticada, entrenada, performada. También puede ser instrumentalizada.
El cuerpo hace vibrar la carne para emitir sonido.
Respiramos para decir. Para decirnos.
V.
La lengua no es lo mismo que la cuerda. La vibración no es el músculo.
El aire del sonido no necesita lengua. El canto de los pájaros tampoco.
Estar cuerdo es no creerse un ave. Algunos cantan como pájaros.
Una vez me saltó una cuerda y me lastimó la vista.
Las cuerdas, y algunos instrumentos, se hacían de tripas de animales, de su interior.
Varias cuerdas hacen una orquesta.
Los cuerdos desafinan con sus automatismos de cordura.
Los relojes que van a cuerda están en extinción.
La cuerda impulsa, también tira, otras, ata.
Tener cuerda permite aguantar.
Se salta la cuerda para ser más ágil, como una coreografía anaeróbica que nos llena los pulmones de aire.
La cuerda era una medida agraria, como una pulgada, un palmo o un pie. Preferible la tripa muerta del animal a las proporciones de un soberano.
Los arcos usan cuerdas, y estos, con flechas, pueden ponerle fin a los tiranos.
Al estar contra las cuerdas, si respiramos profundo y soltamos suavemente las palabras que golpean, quizás evitemos el knockout. Finiquitar es dar el golpe final, acabar, rematar.
Desde abajo, toma aire y alienta, mientras otro concentrado intenta cruzar la cuerda tiesa, a veces cae, a veces canta, otras se arroja desde lo alto.
Cuando se salta una cuerda, el instrumento no puede hacer armonías. Desafina.
[i] Hace referencia a personas cis heterosexuales.

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