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Poesía y pensamiento / María Zambrano


A pesar de que en algunos mortales afortunados, poesía y pensamiento hayan podido darse al mismo tiempo y paralelamente, a pesar de que en otros más afortunados todavía, poesía y pensamiento hayan podido trabarse en una sola forma expresiva, la verdad es que pensamiento y poesía se enfrentan con toda gravedad a lo largo de nuestra cultura. Cada una de ellas quiere para sí eternamente el alma donde anida. Y su doble tirón puede ser la causa de algunas vocaciones malogradas y de mucha angustia sin término anegada en la esterilidad.


Pero hay otro motivo más decisivo de que no podamos abandonar el tema y es que hoy poesía y pensamiento se nos aparecen como dos formas insuficientes; y se nos antojan dos mitades del hombre: el filósofo y el poeta. No se encuentra el hombre entero en la filosofía; no se encuentra la totalidad de lo humano en la poesía. En la poesía encontramos directamente al hombre concreto, individual. En la filosofía al hombre en su historia universal, en su querer ser. La poesía es encuentro, don, hallazgo por gracia. La filosofía busca, requerimiento guiado por un método.


Es en Platón, donde encontramos entablada la lucha con todo su vigor, entre las dos formas de la palabra, resuelta triunfalmente para el logos del pensamiento filosófico, decidiéndose lo que pudiéramos llamar "la condenación de la poesía"; inaugurándose en el mundo de occidente, la vida azarosa y como al margen de la ley, de la poesía, su caminar por estrechos senderos, su andar errabundo y a ratos extraviado, su locura creciente, su maldición. Desde que el pensamiento consumó su "toma de poder", la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada diciendo a voz en grito todas las verdades inconvenientes; terriblemente indiscreta y en rebeldía. Porque los filósofos no han gobernado aún ninguna república, la razón por ellos establecida ha ejercido un imperio decisivo en el conocimiento, y aquello que no era radicalmente racional, con curiosas alternativas, o ha sufrido su fascinación, o se ha alzado en rebeldía.


(...)


¿Qué raíz tienen en nosotros pensamiento y poesía? No queremos de momento definirlas, sino hallar la necesidad, la extrema necesidad que vienen a colmar las dos formas de la palabra. ¿A qué amor menesteroso vienen a dar satisfacción? ¿Y cuál de las dos necesidades es la más profunda, la nacida en zonas más hondas de la vida humana? ¿Cuál la más imprescindible?


Si el pensamiento nació de la admiración solamente, según nos dicen textos venerables no se explica con facilidad que fuera tan prontamente a plasmarse en forma de filosofía sistemática; ni tampoco haya sido una de sus mejores virtudes la de la abstracción, esa idealidad conseguida en la mirada, sí, más un género de mirada que ha dejado de ver las cosas. Porque la admiración que nos produce la generosa existencia de la vida en torno nuestro no permite tan rápido desprendimiento de las múltiples maravillas que la suscitan. Y al igual que la vida, esta admiración es infinita, insaciable y no quiere decretar su propia muerte.


Pero, encontramos en otro texto venerable -más venerable por su triple aureola de la filosofía, la poesía y... “la Revelación"-, otra raíz de donde nace la filosofía: se trata del pasaje del libro VII de La República, en que Platón presenta el "mito de la caverna". La fuerza que origina la filosofía allí es la violencia. Y ahora ya, sí, admiración y violencia juntas como fuerzas contrarias que no se destruyen, nos explican ese primer momento filosófico en el que encontramos ya una dualidad y, tal vez, el conflicto originario de la filosofía: el ser primeramente pasmo extático ante las cosas y el violentarse enseguida para liberarse de ellas. Diríase que el pensamiento no toma la cosa que ante sí tiene más que como pretexto y que su primitivo pasmo se ve enseguida negado y quién sabe si traicionado, por esta prisa de lanzarse a otras regiones, que le hacen romper su naciente éxtasis. La filosofía es un éxtasis fracasado por un desgarramiento. ¿Qué fuerza es ésa que la desgarra? ¿Por qué la violencia, la prisa, el ímpetu de desprendimiento?


Y así vemos ya más claramente la condición de la filosofía: admiración, sí, pasmo ante lo inmediato, para arrancarse violentamente de ello y lanzarse a otra cosa, a una cosa que hay que buscar y perseguir, que no se nos da, que no regala su presencia. Y aquí empieza ya el afanoso camino, el esfuerzo metódico por esta captura de algo que no tenemos, y necesitamos tener, con tanto rigor, que nos hace arrancarnos de aquello que tenemos ya sin haberlo perseguido.


Con esto solamente sin señalar por el momento cuál sea el origen y significación de la violencia, ya es suficiente para que ciertos seres de aquellos que quedaron prendidos en la admiración originaria, en el primitivo zaumasein no se resignen ante el nuevo giro, no acepten el camino de la violencia. Algunos de los que sintieron su vida suspendida, su vista enredada en la hoja o en el agua, no pudieron pasar al segundo momento en que la violencia interior hace cerrar los ojos buscando otra hoja y otra agua más verdadera. No, no todos fueron por el camino de la verdad trabajosa y quedaron aferrados a lo presente e inmediato, a lo que regala su presencia y dona su figura, a lo que tiembla de tan cercano; ellos no sintieron violencia alguna o quizá no sintieron esta forma de violencia y no se lanzaron a buscar el trasunto ideal, ni se dispusieron subir con esfuerzo el camino que lleva del simple encuentro con lo inmediato hasta aquello permanente, idéntico, Idea. Fieles a las cosas, fieles a su primitiva admiración extática, no se decidieron jamás a desgarrarla; no pudieron, porque la cosa misma se había fijado ya en ellos, estaba impresa en su interior. Lo que el filósofo perseguía lo tenía ya dentro de sí en cierto modo, el poeta; de cierto modo, sí, de qué diferente manera.


¿Cuál era esta diferente manera de tener ya la cosa, que hacía justamente que no pudiera nacer la violencia filosófica, y que sí producía por el contrario, un género especial de desasosiego y una plenitud inquietante, casi aterradora?


¿Cuál era este poseer dulce e inquieto que calma y no basta? Sabemos que se llamó poesía y ¿quién sabe si algún otro nombre borrado? Y desde entonces el mundo se dividirá, surcado por dos caminos. El camino de la filosofía, en el que el filósofo impulsado por el violento amor a lo que buscaba abandonó la superficie del mundo, la generosa inmediatez de la vida, basando su ulterior posesión total, en una primera renuncia. El ascetismo había sido descubierto como instrumento de este género de saber ambicioso. La vida, las cosas, serían exprimidas de una manera implacable; casi cruel. El pasmo primero será convertido en persistente interrogación; la inquisición del intelecto ha comenzado su propio martirio y también el de la vida.


El otro camino es el del poeta. El poeta no renunciaba ni apenas buscaba, porque tenía. Tenía por lo pronto lo que ante sí, ante sus ojos, oídos y tacto, aparecía; tenía lo que miraba y escuchaba, lo que tocaba, pero también lo que aparecía en sus sueños, y sus propios fantasmas interiores mezclados en tal forma con los otros, con los que vagaban fuera, que juntos formaban un mundo abierto donde todo era posible. Los límites se alteraban de tal modo que acababa por no haberlos. Los límites de lo que descubre el filósofo, en cambio, se van precisando y distinguiendo de tal manera que se ha formado ya un mundo con su orden y perspectiva, donde ya existen el principio y lo "principiado"; la forma y lo que está bajo ella.

El camino de la filosofía es el más claro, el más seguro; la Filosofía ha vencido en el conocimiento pues que ha conquistado algo firme, algo tan verdadero, compacto e independiente que es absoluto, que en nada se apoya y todo viene a apoyarse en él. La aspereza del camino y la renuncia ascética ha sido largamente compensada.


(...)


La poesía perseguía, entre tanto, la multiplicidad desdeñada, la menospreciada heterogeneidad. El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas, a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve, ni a un matiz de sombra que arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en ausencia suscita. (...).


Con esto tocamos el punto más delicado quizá de todos: el que proviene de la consideración "unidad-heterogeneidad". Hemos apuntado en las líneas que anteceden, las divergencias del camino al dirigirse el filósofo hacia él ser oculto tras las apariencias, y al quedarse el poeta sumido en estas apariencias. El ser había sido definido con unidad ante todo, por eso estaba oculto, y esa unidad era sin duda, el imán suscitador de la violencia filosófica. Las apariencias se destruyen unas a otras, están en perpetua guerra, quien vive en ellas, perece. Es preciso "salvarse de las apariencias", primero, y salvar después las apariencias mismas: resolverlas, volverlas coherentes con esa invisible unidad (...).


Hay que salvarse de las apariencias, dice el filósofo, por la unidad, mientras el poeta se queda adherido a ellas, a las seductoras apariencias. ¿Cómo puede, si es hombre, vivir tan disperso?


Asombrado y disperso es el corazón del poeta -"mi corazón latía, atónito y disperso"-. No cabe duda de que este primer momento de asombro, se prolonga mucho en el poeta, pero no nos engañemos creyendo que es su estado permanente del que no puede salir.


No, la poesía tiene también su vuelo; tiene también su unidad, su trasmundo.


De no tener vuelo el poeta, no habría poesía, no habría palabra. Toda palabra requiere un alejamiento de la realidad a la que se refiere; toda palabra es también, una liberación de quien la dice. Quien habla aunque sea de las apariencias, no es del todo esclavo; quien habla, aunque sea de la más abigarrada multiplicidad, ya ha alcanzado alguna suerte de unidad, pues que embebido en el puro pasmo, prendido a lo que cambia y fluye, no acertaría a decir nada, aunque este decir sea un cantar.


Y ya hemos mentado algo afín, muy afín de la poesía, pues que anduvieron mucho tiempo juntas, la música. Y en la música es donde más suavemente resplandece la unidad. Cada pieza de música es una unidad y sin embargo sólo está compuesta de fugaces instantes. No ha necesitado el músico echar mano de un ser oculto e idéntico a sí mismo, para alcanzar la transparente e indestructible unidad de sus armonías. No es la misma sin duda, la unidad del ser a que aspira el filósofo a esta unidad asequible que alcanza la música. Por el pronto esta unidad de la música está ya ahí realizada, es una unidad de creación; con lo disperso y pasajero se ha construido algo uno, eterno. Así el poeta en su poema crea una unidad con la palabra, esas palabras que tratan de apresar lo más tenue, lo más alado, lo más distinto de cada cosa, de cada instante. El poema es ya la unidad no oculta, sino presente; la unidad realizada, diríamos encarnada. El poeta no ejercita violencia alguna sobre las heterogéneas apariencias y sin violencia alguna también logró la unidad. Al igual que la multiplicidad primero, le fue donada, graciosamente, por obra de las carites.


Pero hay, por el pronto, una diferencia; así como el filósofo si alcanzara la unidad del ser, sería una unidad absoluta, sin mezcla de multiplicidad alguna, la unidad lograda del poeta en el poema es siempre incompleta; y el poeta lo sabe y ahí está su humildad: en conformarse con su frágil unidad lograda. De ahí ese temblor que queda tras de todo buen poema y esa perspectiva ilimitada, estela que deja toda poesía tras de sí y que nos lleva tras ella; ese espacio abierto que rodea a toda poesía. Pero aun esta unidad lograda aunque completa, parece siempre gratuita en oposición a la unidad filosófica, tan ahincadamente perseguida.


El filósofo quiere lo uno, porque lo quiere todo, hemos dicho. Y el poeta no quiere propiamente todo, porque teme que en este todo no esté en efecto cada una de las cosas y sus matices; el poeta quiere una, cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción ni renuncia alguna. Quiere un todo desde el cual se posea cada cosa, mas no entendiendo por cosa esa unidad hecha de sustracciones. La cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento, sino la cosa complejísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás. Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; si no la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás.


(…)



Fuente: Zambrano, María (1939). Pensamiento y poesía. En Filosofía y poesía. Fondo de Cultura Económica. México, 1987.


Maskull Lasserre - El jardín (The Garden) - 2021 - Instalación

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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