top of page

¿Qué enseña el juego sobre la jurisprudencia de los cuerpos?* / Murilo Corrêa

  • Foto del escritor: Revista Adynata
    Revista Adynata
  • hace 1 día
  • 8 Min. de lectura

Nunca pensé tener mucho en común con Gregory Bateson, pero desde hace un mes, quizás sí lo tenga. Viajé durante quince días para visitar a mi hermana y sobrinos que viven en otro continente. Fue un verano templado: a veces húmedo, pero casi siempre tímido. Aun así, no era raro que después de las dos de la tarde, si hasta entonces el cielo estaba cubierto, de repente apareciera el fondo azul. A las cinco en punto, el sol empezaba a calentar la piel y se iba apagando poco a poco hasta las once de la noche. Había viento, y la mezcla de sol con brisa era agradable. Se parecía a la primavera del sur de Brasil, donde vivo. Para mí, las estaciones templadas son las más agradables.


Durante todo ese tiempo me propuse no leer nada, aunque seguía maravillado con las novedades que llegaban de Buenos Aires. Mis amigos Gonzalo Aguirre, Pablo Ires y Pablo Manolo Rodríguez, de la Editorial Cactus, me iban contando los detalles finales de la edición de "La jurisprudencia de los cuerpos", que hoy lanzamos, y que contó con las inestimables contribuciones de los tres. Aunque estaba más que entusiasmado con los preparativos, llevé deliberadamente solo un celular que no me permitiera trabajar ni un segundo. Pasé todo el tiempo durmiendo, comiendo, caminando, corriendo, pedaleando, jugando y —aquí me acerco a Bateson— viendo a niños jugar.


Se dice que en una ocasión, Bateson fue a un zoológico a observar monos jugando. Le intrigaba que algunos animales puedan usar metacomunicación que hace posible “jugar a pelear”. Si no distinguen “mapa y territorio”, “signo y señal”, ¿cómo podrían distinguir el simple juego de un ataque mortal?


Pensar en eso me recordó un libro de Brian Massumi que me gusta mucho: "Lo que nos enseñan los animales sobre política" (también publicado por la maravillosa Cactus). Especialmente un capítulo en que, al leer A Theory of Play and Fantasy, de Bateson (1977), Massumi discute el juego entre animales y niños. Allí se pregunta qué pasa cuando los niños juegan a ser distintos animales. Se pregunta si eso no derriba una diferencia excesivamente humana que supuestamente nos separaría de los animales, de la cultura y de la naturaleza.


Confieso que este texto también vino a mí porque pasé buena parte de mis vacaciones haciendo amigos nuevos y raros: gatos del vecindario, millares de babosas (proliferantes en cada rincón húmedo), ranas diminutas en los senderos del bosque, arañas más o menos domésticas y amigables vaquitas de San Antonio.


Pero al ver a mis sobrinos jugar juntos, con otros niños —y jugar conmigo del mismo modo en que mi gata me invita a jugar (ella, como si yo fuera un gato más grande; ellos, como si yo fuera un niño alto y desgarbado)— creo haber comprendido mejor lo que quería decir con La jurisprudencia de los cuerpos. Y eso es lo que hoy vengo a compartir brevemente con ustedes.


Si ladrones de ideas me apuntaran con un arma a la sien y exigieran conocer el concepto central del libro, es muy posible que un flash cruzara mi mente, se me apareciera la imagen de mis sobrinos, y entonces yo dijera: la idea de relación. Un concepto raro. Alguien podría llamarlo “vacío”. Muchos ya lo han dicho, con razón. Pero ese es el concepto mágico, un poco oculto, de La jurisprudencia de los cuerpos. De hecho, si el derecho tiene alguna importancia, es porque es un operador de relaciones: la relación es su materia y su método.


Lo mismo podría decirse de los cuerpos y de las relaciones que distribuyen sus potencias e impotencias en un circuito de afectos. Bien así de los problemas y ensamblajes jurídicos, que no son más que efectos de relaciones más o menos adaptadas y tensas que definen los términos de una situación siempre a punto de transformarse en otra cosa (una nueva situación problemática metaestable, una nueva estructura de resolución parcial, una nueva matriz transindividual en la que los cuerpos se constituyen y se mueven).


Si alguna vez jugaron con animales o niños (y estoy seguro de que, al menos cuando fueron niños, lo hicieron), deben haber notado que todo juego desarrolla y modula una serie de relaciones que se transforman en sí mismas. No porque el juego presuponga “reglas” o “estructuras” de movimiento. Concebir el juego como estructura normativa, como dinámica contextual regulada, es una normopatía adulta y antrópica que los cuerpos que hacen jurisprudencia sin duda preferirían evitar.


Los juegos desarrollan relaciones que apelan tanto al esquematismo como al expresionismo; tanto inventan estructuras como implican modulaciones. La forma más sencilla de percibirlo es observar niños en una cama elástica, o en un espacio verde, como un parque o un bosque. Dependiendo del equipamiento colectivo que usan, primero saltan o corren, y al saltar o correr desarrollan una situación en la que jugar se ejerce en acto, como potencia o capacidad. 


Jugar es el efecto de un caso, del ejercicio de un ius inveniendi –el derecho al descubrimiento: modo de adquirir un territorio o medio que se usa u ocupa–. Los niños toman una cama elástica, un sendero en un bosque o una fuente como los cuerpos toman el derecho: como medio o equipamiento colectivo que sus singularidades pueden operar en abierta e inventiva divergencia.


Los niños no imaginan, planean ni idealizan un juego. Compartiendo una excitación y un gasto de energía que dibuja una economía corporal, y que luego se apropia de un territorio, al jugar comunican una simpatía animal que todos los otros entienden intuitivamente. En la medida en que sus cuerpos convienen, crean un campo afectivo inmediato en que se animan de movimiento en movimiento.


Antes de las reglas y los esquemas de cualquier juego, hay un moverse, un chocarse, un caer y levantarse, un correr y aburrirse, un escalar, perderse, llorar y gritar. Es corriendo, saltando y gritando que el juego toma la forma de un cuerpo a cuerpo colectivo discernible. Jugar no es comunicar ni performar, sino constituir una institución que dura un fragmento de tiempo, y que desarrolla una territorialidad y musicalidad propias.


Es la distribución afectiva de potencias e impotencias que, poco a poco, todos los niños aprenderán a discernir y a propagar por imitación y simpatía. Es porque corremos en un espacio verde donde alguien grita “¡yo cuento!” que la carrera desenfrenada se convierte en escondite. Es porque saltamos emocionados en una cama elástica que de repente se convierte en un cráter lunar para un juego de persecución sideral.


Si hablo del juego es como medio para hablar de las luchas. Bateson insistió en la línea que separa el juego de la lucha, pero Brian nos aconseja pensar que esas “diferencias se funden en una zona de indiferencia en que las categorías del ser ya no pueden discernirse tendencialmente” (Massumi, 2017, p. 135). Sin compromiso de fidelidad teórica, propongo que existe un “fondo de indiferencia” entre los esquemas del derecho y los expresionismos de las luchas. Una zona de indistinción entre luchas y derecho.


Todo el problema está en no comprender esa zona de indistinción. Nuestras tradiciones intelectuales más militantes han hecho del derecho un epifenómeno de la política. Según ellas, primero surgen las luchas, y luego el derecho vendría —como el búho de Minerva del político— a acomodar intereses y resolver litigios. Según esta versión, el derecho sería la expresión del privilegio de los vencedores, y los derechos el premio de consolación de los vencidos. En el mejor de los casos, el derecho sería la forma final del político, señal de la deposición de sus fuerzas y del agotamiento de su movimiento.


Al contrario, la jurisprudencia de los cuerpos presiente el derecho como sistema o equipamiento colectivo animado por operaciones de las que la política puede nacer. No es solo que las luchas lo alteran y lo conforman, sino que las estructuras del derecho —monumentos históricamente transformables— reconfiguran las luchas en nuevos términos. Al hacerlo, pueden ser plataformas que susciten nuevas operaciones y maniobras impensadas capaces de promover transformaciones sistémicas. Haciendo y deshaciendo relaciones, distribuyendo potencias e impotencias por todo el campo social, el derecho crea y acumula tensiones, y es dentro del derecho donde grupos de usuarios pueden generar usos divergentes y resoluciones inéditas, preparando saltos impensados.


Así como los cuerpos juegan o luchan, también hacen jurisprudencia. Al contrario de lo que la ciencia jurídica y la sociología quisieron hacernos creer, la jurisprudencia no es ni una colección de casos decididos de forma uniforme y estable ni un arte aristocrático. Tampoco debe seguir siendo una enclosure del saber-poder de especialistas (los jueces).


Deleuze dijo que la jurisprudencia es la verdadera filosofía del derecho, y procede por prolongación de singularidades, porque imaginaba la jurisprudencia y el derecho como germinaciones políticas del deseo social. Como en El Proceso, de Kafka, ¿no están las leyes escritas en un libro pornográfico? ¿No están los jueces completamente moldeados por el deseo? Cuando Kafka describe cómo todos se transforman en empleados de justicia, no habla de una burocracia aterradora y omnipresente, sino de una subjetividad jurídica fractal y mutante –todos somos usuarios de los esquemas transindividuales del derecho, y a veces formamos grupos…–. Se trata de concebir un derecho totalmente construido por el deseo social, con sus peligros y sus oportunidades.


Desde ese punto de vista, ¿qué es el derecho sino una jurisprudencia de los cuerpos? Un campo afectivo que, como el juego de los niños, crea un sistema corporal de simpatías para tejer relaciones y ensamblajes entre singularidades, su movimiento, su relación con el medio y consigo mismas. Una gigantesca máquina de heterogénesis que constituye los términos en la medida en que los pone en relación. Al fin y al cabo, la relación misma, como quería Simondon (2020), es una modalidad del ser que hace existir los términos que pone en contacto.


Los cuerpos no están dados previamente a las relaciones que los constituyen, y el derecho contribuye a componer los cuerpos tanto como los cuerpos, haciendo jurisprudencia, contribuyen a componer el derecho. ¿Seremos capaces de escuchar lo que eso significa? ¿Llevar hasta sus últimas e incómodas consecuencias las implicaciones de pensar el derecho como una jurisprudencia de cuerpos que no preexisten a los casos que maquinan sus encuentros, ni a las pasiones que desarrollan sus relaciones?

Todo nos confronta con la posibilidad de pensar conceptos ampliados de derecho y sociedad que permitan tejer las relaciones ecológicas que el Antropoceno y la emergencia climática han vuelto urgentes. Para nosotros, el derecho se convierte en una ecología de relaciones, una cosmología del hacer-existir, un régimen de composibles de todos los cuerpos, humanos y no humanos, en su cuerpo a cuerpo con la tierra y sus ritmos.


La jurisprudencia de los cuerpos sueña un derecho como aquel que Foucault alguna vez deseó: antidisciplinar y sin relación con la soberanía. Distante, por tanto, de la norma y de la ley. En su lugar, un inmenso telar cósmico de relaciones y ensamblajes. Una gigantesca máquina de heterogénesis y otras posibilidades de vida que ya no necesitan ser sancionadas por el derecho tal como existe, porque ellas lo transforman. El derecho ya no necesita limitarse a las leyes o a las sentencias de los jueces. Ya no obedece a la forma del juzgar, sino a la forma del hacer-existir.


Por eso lo vemos como un equipamiento colectivo que puede ser tomado y retomado por grupos de usuarios. A la toma de un medio, estructura o plataforma corresponde un movimiento más o menos libre, más o menos restringido, en el que arriesgamos producir una ingeniería política de la subjetividad y del equipamiento que usamos.


Como los niños que se apropian de un sendero en un bosque o de una cama elástica, y lo modulan según la tendencia de su excitación y movimiento. Todo equipamiento e institución arriesga convertirse en otra cosa en función de la transformación de las relaciones, del tráfico de simpatías, del comercio de sonrisas, excitaciones y gritos. Mientras los niños juegan, sin darse cuenta, la jurisprudencia de los cuerpos hace que el derecho se transforme en otra cosa. Otro sistema. Otras relaciones de un derecho sin imagen.



Fuente: *Texto escrito por Murilo Corrêa en ocasión de la charla "El derecho y sus usuarios" en la Feria de Editores 2025, el 8 de agosto de este año en Capital Federal.


Arlene Gottfried - "Trampoline" , El Barrio - 1984 - Impresión en cibacroma - 35,6 x 27,9 cm
Arlene Gottfried - "Trampoline" , El Barrio - 1984 - Impresión en cibacroma - 35,6 x 27,9 cm

Comentarios


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page