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Foto del escritorRevista Adynata

Repetición, degradación y plagio: la tendencia parasitaria en Borges / Ezequiel Buyatti

Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo

Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”

La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma

Jorge Luis Borges, “La biblioteca de Babel”


El periodista y escritor Ramón Doll, en los años 30, sostiene que Borges abusa de los textos ajenos; además de degradar esa ajenidad. No solo reproduce textos de otros, sino que lo hace inmoderadamente, como si nunca hubiesen sido publicados; pertenece a ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal lo que otros han dicho bien. Asume una actitud de supuesta tolerancia para legitimar algo que incurre en el plagio. Repetición, degradación y plagio: literatura parasitaria. Borges no rechaza esta descalificación, por el contrario, revierte su sentido peyorativo y la convierte en su programa artístico.

Desplazamiento y anacronismo: artificios que modifican enunciados

La obra de Borges abunda en personajes subalternos que siguen como sombras el rastro de una obra o de un personaje más luminoso. Traductores, anotadores de textos sagrados, intérpretes, bibliotecarios, cuchilleros: Borges define una verdadera ética de la subordinación. Estar inmerso en esta idea deliberada de dependencia literaria, ser una nota al pie de ese texto que es la vida de otro: “¿No es esa vocación parasitaria, a la vez irritante y admirable, mezquina y radical, la que prevalece casi siempre en las mejores ficciones de Borges?” (Pauls, 2006, p. 104). Esa tendencia parasitaria se representa claramente en el tercer cuento de Ficciones, “Pierre Menard, autor del Quijote”. Menard, personaje que funciona como el colmo del neoparásito subversivo, lleva la vocación subordinada a la cima.

Menard enriquece, por desplazamiento y anacronismo, los capítulos del Quijote de Cervantes. Los hace menos previsibles, más originales y sorprendentes. Borges celebró la invención de una técnica que enriquece el arte de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. La literatura, como sostiene Barthes (2014) en Lección inaugural, es el trabajo de desplazamiento que se ejerce sobre la lengua, una esquiva y magnífica trampa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje.

Alberto Giordano (2008) advierte que más que una técnica, en “Menard” funciona un artificio inteligente que rige el universo literario:

Lo advirtamos o no, lo afirmemos o no, todas las obras son leídas a destiempo, todas devienen inactuales, todas difieren, por las lecturas, del presente improbable de su creación. Por lo mismo, porque recomienzan cada vez en otros contextos que les añaden un suplemento de sentido imprevisible, todas las obras se vuelven impropias, todas se desautorizan gracias a las lecturas, y el error, antes que un accidente deliberado que enrarece su atribución a un origen simple, es la fuerza y el medio de su supervivencia, del juego infinito de las versiones. (p. 1)

Borges destruye, por un lado, la idea de identidad fija de un texto; por el otro, la idea de autor; finalmente la de escritura original. Con el método de “Menard” no existen las escrituras originales y queda afectado el principio de propiedad sobre una obra. El sentido se construye en un espacio de frontera entre el tiempo de la escritura y el del relato, entre el tiempo de la escritura y el de la lectura. La paradoja de Menard muestra que todos los textos son la reescritura de otros textos: “El texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura […], el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras” (Barthes, 1987, p. 69). Al mismo tiempo, el Quijote de Menard exige, como toda la literatura, que su lectura estará subordinada al contexto cultural específico en el cual esté inmerso y captará entre todos sus sentidos, un sentido histórico: “También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época” (Borges, 2014b, p. 51).

En esta noción de marco contextual que modifica los sentidos de una obra convergen tanto la crítica de Pauls (2006): “Borges opera sobre el contexto, es decir, sobre el marco y sobre las condiciones en las que el texto se presenta al lector” (p. 117) como la de Sarlo (1993). Ambos advierten cómo opera Borges sobre un contexto activo y creativo:

El proceso y las condiciones históricas de enunciación modifican todos los enunciados. El sentido es un efecto frágil (y no sustancial) relacionado con la enunciación: emerge en la actividad de escribir-leer y no está enlazado a las palabras sino a los contextos de las palabras. (p. 73)

Una de las reglas del funcionamiento borgeano es deportar de su contexto un material ya existente para insertarlo en un contexto nuevo: la política del parasitismo, el elogio de la subordinación, el goce de la lectura y la glosa, la desestabilización de las jerarquías y las clasificaciones; la idea de fuerza de una literatura que solo tiene sentido si se mueve, si se desarraiga, si pone en peligro su propia integridad. Leer, glosar, reseñar y traducir son solo algunas formas evidentes del parasitismo. También narrar, pero narrar a la manera de Borges, cuyos relatos recién se ponen en marcha una vez que descubren los tesoros de algún yacimiento ajeno. La narración no implica una progenitura, sino una especie de adopción tardía que se hace cargo de una historia ajena preservando todo lo que en ella delata que es ajena: las huellas de sus autores, las marcas que las circunstancias imprimieron en ella.

La gran apoteosis del arte contextual borgeano es sin duda “Pierre Menard”. Borges fabrica un autor menor, francés, que no respeta el orden jerárquico atribuido a los originales. Repetir el texto del Quijote es someterlo al golpe de una diferencia que es, a la vez, inasible y radical: la diferencia de los contextos. Transitamos, entonces, por un sendero que va de lo razonable a lo imposible:

Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote. (Borges, 2014b, p. 49)

Esta ficción borgeana pone de manifiesto que toda letra escrita presiona, que toda letra inscribe una tensión. Que el acto de escribir, como el acto de leer, acaso parezcan —acaso sean— actos tautológicos: “Hablar es incurrir en tautologías” escribe Borges. Sin embargo, entre el texto de Cervantes y el de Menard, media una distancia indeterminada que no reduce sino enriquece la escritura o la lectura de un texto previo que la nueva escritura —o la nueva lectura— amplían. Los textos de Borges, al recuperar escritos anteriores, al anunciar escritos posteriores no determinan: literalmente indeterminan el lugar fijo en el que a menudo se entierra a la literatura. Desplazamiento, anacronismo y desarraigo literario: indeterminaciones contra fijezas y autorías sagradas.

Trastocar la literalidad es un procedimiento retórico, igual que respetarla, y si ambas decisiones deben ser juzgadas, el criterio no es la relación con el original, sino la capacidad que cada una tiene de alterar, desestabilizar su identidad, desarraigar sus sentidos y recolocarlos en un bloque nuevo de espacio y de tiempo, volverlos permeables a circunstancias que nunca previeron pero que son, ahora, las que de algún modo están leyéndolos, y más tarde las que otros leerán como si formaran parte del texto original.

La disolución de la categoría de autor o la atribución de textos muy diferentes a una máscara literaria responden a una de las versiones borgeanas de la autoría en literatura. Muchos de sus cuentos presentan la idea de que la identidad del autor es irrelevante; la paráfrasis, la cita oculta, las atribuciones verdaderas y falsas fortalecen esta perspectiva sobre la propiedad y la originalidad de lo escrito que solo responde a la situación de enunciación y de lectura.

Las ajenas historias siguen fundamentando la ficción en Borges, no solo como pretextos previos —excusas— sino como pre-textos funcionales. Además de fundamentar la situación narrativa asientan a sus actantes. Los personajes no se encarnan según criterios extratextuales, sí se encarnan intertextualmente, en la pluralidad de relatos que los contienen: el Martín Fierro es “un libro insigne; es decir, un libro cuya materia puede ser todo para todos […], pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones” (Borges, 2014a, p. 67). Esto es precisamente lo que hace Borges con la tradición literaria: pervertirla.

Matar a Fierro

Quien escribiera en la Argentina alrededor de la primera mitad del siglo XX tenía que examinar el mito gaucho y medirse con él, ya fuera para rechazarlo, para desviarlo o para adoptarlo. Lugones, Rojas, Martínez Estrada y Borges fueron algunas de las figuras intelectuales de este territorio que marcaron un claro posicionamiento frente al mito gauchesco en general y al Martín Fierro en particular. Los primeros dos con una clara intención canonizadora, los últimos rechazando dicha intención.

Lejos de esa lectura canonizada estaba la de Borges con respecto al poema de José Hernández —novela según Borges, descontando el accidente del verso, por la imperfección y la complejidad de la obra—: Martín Fierro no era precisamente un hombre lleno de virtudes, sino un desertor, acompañado por la mala suerte, provocador de duelos sin motivo y habitante de las tolderías indias cuando debía huir de la justicia. Aunque Fierro había matado sin razón suficiente y ofendido por bravuconada o por ebriedad, sin embargo, de un modo bastante curioso, la elite criolla se las arregló para hacer de él una figura nacional —pasando por alto su rebeldía y también la rueda de injusticias que lo había atrapado—, mientras que los sectores populares criollos tenían una imagen del gaucho rebelde y resistente a la autoridad, y los inmigrantes anarquistas lo consideraban un modelo de insurgencia social.

Borges escribió ensayos sobre el Martín Fierro y la gauchesca, prólogos a ediciones del poema y el texto “El Martín Fierro” en 1953. Sus lecturas del poema no coinciden jamás con la versión canónica. En su texto “El Martín Fierro” sostiene que el Ejército argentino cumplía una función penal, la tropa se componía, en mayor parte, de malhechores y de gauchos arbitrariamente arreados por las partidas policiales. Hernández escribió El gaucho Martín Fierro para denunciar ese régimen. El protagonista, en un principio, es un gaucho cualquiera, o en algún modo, encarna a todos los gauchos. Después llegó a ser con la imaginación de Hernández el individuo Martín Fierro.

Para Borges, la ausencia de lo épico en el Martín Fierro tiene su explicación en lo que se llamaría un trabajo antimilitarista, y esto forzó a Hernández a mitigar lo heroico, para que los rigores padecidos por el protagonista no se contaminaran con la gloria. Además, los castigos corporales, las picardías de los pagadores y de los jefes son materia que reducen el aspecto heroico y épico (Canto IV, verso 709-714): “/ Nos tenía apuntaos a todos / con más cuentas que un rosario, cuando se anunció un salario / que iban a dar, o un socorro; / pero sabe Dios qué zorro / se lo comió al comisario” (Hernández, 2005, p. 53).


En esta escena también se mitiga el aspecto heroico que la elite criolla quiso vincular con los valores del “ser nacional”, ya que la potencia de la deserción de Fierro y su juramento contrarrestan la interpretación de Fierro como paradigma nacional:

Volvía al cabo de tres años

de tanto sufrir al ñudo,

resertor, pobre y desnudo,

a procurar suerte nueva,

y lo mesmo que el peludo

enderecé pa mi cueva.

No hallé ni rastro del rancho,

¡sólo estaba la tapera!

¡Por Cristo, si aquello era

pa enlutar el corazón:

yo juré en esa ocasión

ser más malo que una fiera! (Hernández, 2005, p. 63)

El poema debía ser liberado del peso muerto de una crítica esclerosada y reinstalado en una tradición productiva para la literatura contemporánea. Esa es la apuesta borgeana. Apuesta ganada a partir del cuento “El fin” con el cual cierra narrativamente el ciclo gauchesco, corrigiendo al precursor y agregando algo que todavía nadie había imaginado, en términos de una nueva interpretación, una revisión de la crítica sobre el poema y una afirmación polémica de su naturaleza narrativa. Publicado en 1944, “El fin” presenta la muerte, en duelo, de Martín Fierro.

En el último canto del poema de Hernández, Fierro se aparta de sus hijos y del hijo de Cruz, Picardía, después de haber intercambiado las historias de sus vidas. Se separan una vez más y, como preludio de ese final, Fierro —que ha matado, que es un proscripto y un desertor— presenta un alegato arrepentido y moralizante de sus errores. Antes de esta despedida, Fierro ha payado con un Moreno y lo ha vencido —la payada más memorable del poema según Borges—. Mucho antes de esa payada, Fierro había insultado, sin ninguna razón, a un negro y lo había asesinado. El negro asesinado —en “La ida” — y el vencido en la payada —en “La vuelta”— son hermanos. Subsiste una deuda de sangre que Fierro debe pagar y el hermano del asesinado tiene derecho a esperar que Fierro regrese (Canto XXX, versos 4445-4456):


Y queden en paz los güesos

de aquel hermano querido.

A moverlos no he venido;

mas, si el caso se presienta,

espero en Dios que esta cuenta

se arregle como es debido.

Y si otra ocasión payamos

para que esto se complete,

por mucho que lo respete

cantaremos, si le gusta,

sobre las muertes injustas

que algunos hombres cometen. (Hernández, 2005, p. 267)

Este segundo encuentro entre Fierro y el hermano de su víctima no ocurre en el poema de Hernández. Borges dirá en su texto “El Martín Fierro” que el moreno prefigura o prepara algo que luego no sucede o que sucede más allá del poema. Por lo tanto, está en nosotros como lectores imaginar esa venganza del moreno por la muerte de su hermano. “El fin” plasma en el papel ese acto imaginativo que podríamos haber tenido como lectores. Ese acto latente de venganza, de deuda o de destino inconcluso que no ocurre en el texto de Hernández pero sí en “El fin”.

Borges imagina la historia a partir de ese punto, imagina lo que Hernández no escribió para escribirlo él mismo. Siete años han pasado desde que Fierro payó con el moreno. La misma distancia temporal entre “La ida” y “La vuelta”. La narrativa borgeana de “El fin” inserta, entonces, esta secuencia temporal: 1872, 1879, 1886. Fierro es ahora casi un viejo, que aguarda la muerte sin más que una esperanza: que sea una muerte decente. De acuerdo con el código de honor y venganza, una muerte decente, para un hombre que tiene deudas morales, es una muerte en duelo. El moreno comparte esta creencia: aunque no peleó con Fierro cuando se encontraron en la payada, por reticencia a entablar un duelo ante sus hijos, ha esperado con paciencia una segunda oportunidad. Sabe que va a encontrar otra vez a Fierro, porque él tendrá que pagar su deuda.

El cuento de Borges transcurre en una pulpería donde el moreno espera a Fierro. Cuando este llega, ambos entablan un diálogo de honor, que explica la paciencia del moreno y el cumplimiento de Fierro:

Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:

—Ya sabía yo señor, que podía contar con usted.

El otro con voz áspera replicó:

—Y yo con vos moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido. (Borges, 2014b, p. 198).

El moreno recuerda su último encuentro, siete años atrás, cuando no pelearon porque los hijos de Fierro y Cruz estaban presentes: “Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar sangre del hombre”. El moreno contesta: “Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros” (Borges, 2014b, p. 199).

Ambos personajes recuerdan el pasado, que había sido contado por Hernández en su poema al que Borges está escribiéndole un final, a él y a todo el ciclo gauchesco que, de este modo, se incorpora a su propia literatura y clausura una historia abierta. Lejos del paradigma nacional que buscaba establecer Lugones, el Fierro de Borges es un hombre calmo que respeta su destino y no quiere encontrar en sus hijos una réplica de sus actos que ya no considera ni siquiera estimables. Borges hace lo que no hicieron ni Lugones ni Hernández porque pone un cierre al ciclo y reescribe el Martín Fierro agregando un episodio decisivo: el de la muerte del personaje. Pero esta no es una muerte cualquiera, porque Fierro es derrotado por alguien que no había podido derrotarlo en el poema de Hernández: un moreno, un hombre de la raza que Fierro había insultado.

Estas relaciones entre el poema y el cuento se complican cuando, en las últimas frases, Borges cruza el tema —universal, fantástico— del doble con su reescritura del Martín Fierro:

Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás [igual que Fierro cuando mata al hermano del negro: “/ Limpié el facón en los pastos / monté despacio y salí”]. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre. (Borges, 2014b, p. 200)

El cambio de lugares hubiera sido impensable dentro de la organización moral y social del poema de Hernández, que se clausura de dos modos: en la peripecia de una muerte que Hernández no había escrito y en la igualación moral de dos personajes que el poema había mantenido nítidamente separados. Al hacerlo, Borges introduce uno de sus temas más recurrentes: el de un hombre que debe cumplir con su destino. El artificio literario se bifurca en esa operación binaria: el destino cumplido tanto de la venganza del moreno como de la deuda moral a pagar de Fierro, y la reproducción del destino de otro hombre; en el moreno de Borges se reproduce el destino de Fierro. Destino que no había sido escrito en el poema de Hernández.

Alianzas: Cruz y Fierro

En “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, por otra parte, el narrador escribe que el Martín Fierro es “un libro insigne […] capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones” (Borges, 2014a, p. 67). Su reescritura y corrección del Martín Fierro es una actitud de traición hacia la tradición. La forma de la traición es contradecir otras interpretaciones del poema y volver a Hernández para concluir lo que allí había quedado abierto.


En “Biografía”, Borges anticipa la posición que luego tomará Cruz al unirse con Fierro. Escribe, inventa, pervierte un antepasado que explicaría esa unión que se produce en el poema de Hernández: “Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad” (Borges, 2014a, p. 68). Como Fierro, en “La ida”, no hay relación con la ciudad. Y como Fierro, también había matado y era un prófugo de la justicia.

El narrador del cuento borgeano se propone no repetir la historia de Cruz, sino solo una noche, decisiva y fundamental:

Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo). Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. (Borges, 2014a, p. 69)

La “lúcida noche fundamental” será cuando en el Martín Fierro el personaje de Cruz se convierta en un traidor (a los mandatos de la civilización pero no a sí mismo) y se una a Fierro. Ambos, desertores, ahora sí, contra la justicia del Estado.

Una de las temáticas recurrentes de Borges vuelve a aparecer. Como en “El fin”, el destino se hace presente. Cruz “comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva dentro” (Borges, 2014a, p. 70). También comprendió “que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él” (Borges, 2014a, p. 70). Nuevamente la reproducción del destino de otro hombre. Si en “El fin” el moreno reproduce el destino de Fierro —destino que no había sido escrito en el poema de Hernández—, en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, Cruz reproduce el destino de Fierro en ese acto, en ese momento “en que el hombre sabe para siempre quién es”. Certeza, sin embargo, que la literatura una y otra vez se encargará de desestabilizar.

Al presentar la muerte en duelo de Martín Fierro, Borges también mata al personaje más famoso de la literatura argentina. Así responde a la pregunta estética acerca de qué debe hacer un escritor con la tradición: su propia inserción en el ciclo gauchesco zanja la cuestión de manera original. Borges enfrenta el texto fundamental —el texto sagrado— y teje su ficción con los hilos que Hernández había dejado sueltos. Al igual que con “Pierre Menard, autor del Quijote” hay una desjerarquización, una irreverencia hacia el texto progenitor; los sentidos se recombinan sin orden jerárquico: el primer texto no es más original que su última copia y todos los textos son, en el límite, borradores. Sin embargo, en “Menard” opera un artificio paradójico que consiste en mostrar dos párrafos idénticamente iguales en su escritura pero que el proceso y las condiciones históricas de enunciación modifican a la misma: “El escritor es un ingeniero de contextos”, sostiene Pauls sobre esta operación borgeana de manipular contextos. En “El fin”, por el contrario, la historia de Fierro es representada, escrita en prosa, incluso parafraseada, y, al mismo tiempo, modificada para siempre. Hay una desjerarquización, una reescritura del texto primigenio. Los procedimientos borgeanos nos inducen a ser unos meros lectores anacrónicos del siglo XXI. El lector funciona como un lugar en el cual se depositan las múltiples escrituras de diversas culturas de la historia literaria.

En el poema de Hernández, Fierro enunciará (Canto XXX, versos 4481-4486): “Yo no sé lo que vendrá, / tampoco soy adivino; / pero firme en mi camino / hasta el fin he de seguir: / todos tienen tiene que cumplir / con la ley de su destino” (Hernández, 2005, p. 268). “El fin” de Borges precisamente cumple con la ley del destino de Fierro: la muerte en duelo por tener una deuda moral. Ese acto latente de un destino incumplido o inconcluso no se manifiesta en el texto de Hernández pero sí en “El fin” por medio de la irreverencia de la escritura borgeana con el texto canonizado.

Borges celebra la infidelidad hacia el sentido del supuesto texto original, los desvíos y las adulteraciones a que es sometido. Se entrega a los placeres que los malentendidos proporcionan a la lectura de traducciones, la lectura de versiones originales en idiomas extranjeros, los ejercicios de la traducción propia y ajena. Construye un elogio de la subordinación, una desestabilización de jerarquías y un parasitismo literario que enriquece la literatura. Llega a esto recorriendo un camino paradójico: el de la cita, la versión, la repetición con variaciones de historias que no le pertenecen, la combinatoria anárquica de una idea que hace de la literatura un solo texto infinitamente variable, del cual ninguno de sus fragmentos pueden aspirar al nombre de texto original.


Referencias bibliográficas

Aira, C. (2009-2010). “El tiempo y el lugar en la literatura”. Otra parte, 19.

Barthes. R. (2014). El placer del texto y lección inaugural. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.

-------------- (1987). “La muerte del autor”. El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós.

Borges, J. L. y Guerrero, M. (1997). “El Martín Fierro”. Obras completas: Buenos Aires. Emecé.

--------------------------. (2014a). El Aleph. Buenos Aires: Debolsillo.

--------------------------. (2014b). Ficciones. Buenos Aires: Debolsillo.

Cataruzza, A. y Eujanian, A. (2003). “Del éxito popular a la canonización estatal del Martín Fierro: Tradiciones en pugna (1870-1940)”. Políticas de la historia argentina 1860-1960. Madrid: Alianza.

Gramulio, M. T. y Sarlo, B. (1980). “José Hernández” y “Martín Fierro”. Historia de la literatura argentina. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.

Giordano, A. (2008). “Las perplejidades de un lector modelo Ensayo y ficción en Ricardo Piglia”. Otro lunes, Revista hispanoamericana de cultura.

Hernández, J. (2005). Martín Fierro. Buenos Aires: Losada.

Pauls, A. (2006). El factor Borges. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.


Agustina Salinas. Un Aleph en Parque Patricios, C.A.B.A.


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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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