Hay en el corazón de la noche
un roce.
Cómo es de sensible la noche!
Juan L. Ortiz
La noche es la apertura a lo que conmueve
Anne Dufourmantelle
La proposición “hablas de la noche” sugiere que las noches hablan. Pero ¿cómo habla lo nocturno? Quizás a la manera de las visitaciones, hablas de la noche irrumpen intempestivas, impredecibles, imprevisibles, trayendo extensiones de memorias insomnes, fulgores de percepciones encantadas.
Hablas de la noche recuerdan que una lengua es una morada habitada por espectros. Cada palabra que pretende instituir una definición que aquiete lo nombrado, está desde entonces asediada por la diferencia que esa definición ha pretendido conjurar.
Una lengua puede realizarse como caza de fantasmas: intentando aniquilar lo que la hace diferir de sí. O bien, puede ensayarse como casa de fantasmas: procurando hospitalar lo que provoca su efracción. Aquello que mantiene viva la posibilidad de que una conversación pueda abrir la lengua a su acontecimiento.
Para pensar la hospitalidad incondicional con lo radicalmente extraño Anne Dufourmantelle (1997) encuentra necesario pasar por la noche, escribe: “Cuando un habla participa de la noche, nos hace oír las palabras de otro modo” i
De cara a la noche sensibilidades tremulan: la promesa extendida de silencio, la súbita hondura del tiempo, la inquietante presencia que lo oscuro da a lo sabido, componen un tembladeral para vidas que se afirman en el mundo a través de los dominios.
Lo nocturno relumbra refractando toda intimación. No es posible intimidar a la noche, hacer que retroceda, conquistarla, someterla a través de ninguna amenaza. No es posible dar-miedo a la noche.
La noche abisma lo insabido.
se abisma en lo insabido.
nos abisma en lo insabido.
Y sin embargo es ahí donde descansan vivires. Huellas de la noche cuentan que lo vivo reposa en lo insabido. Sin el tiempo urdido por la noche, sin la necesaria acogida de lo insabido, la vida se agotaría extenuada de sí. Si persistiera sin intermitencias, lo vivo sufriría el daño de la insistencia de sí.
Lo viviente precisa de los modos de existencia que brotan en lo nocturno. Ese obrar minoritario de los sueños, lo desconocido, lo imperceptible, lo invisible, lo espectral, sin lo cual no habría otros posibles más que lo ya existente.
Noche como diferencia que torna vivible un común vivir entretanto.
Demasiada la demasiada vida sin morada en los pliegues donde la noche gesta lo insabido.
En “A puerta cerrada”, Sartre sitúa que ante la ausencia de una discontinuidad que instaure intermitencias, estar en la vida ocurre como un infierno de la continuidad. La perennidad de la mirada como una forma de lo invivible. Quizás sea posible leer de otro modo aquella línea que tanto se recuerda: “El infierno son los otros”.
Si lo que allí se ausenta son los roces de diferición que dan las noches, lo infernal no serían los otros, sino la eterna permanencia de lo mismo. Lo infernal sería la ausencia de lo otro. Ausencia del tiempo en que la materia de la noche compone lo desconocido como indeterminación de lo vivido. Dislocación entre el presente y lo presente, que extranjeriza lo sabido, lo afantasma.
Blanchot (1969), en conversación con la noche y con René Char, escribió: “lo desconocido, en esta ‘presencia’, se hace presente, pero siempre como desconocido. Esta relación debe dejar intacto -no tocado- lo que lleva y no develado lo que descubre. No será una relación de revelación. Lo desconocido no será revelado sino indicado.”
Ambivalente, ambigua, suspensiva, se extiende la noche sobre las definiciones de la luz. Penumbra podría ser el presente indicativo de la noche: el tacto de la noche penumbra lo conocido.
Lo nocturno quizá sea menos tocable que tocante. No se alcanza a tocarlo, al tiempo que no se puede sino estar en exposición al alcance de sus roces.
Darse a lo nocturno implica devenir vulnerabilidades, fragilidades, desamparos en exposición a la materia incógnita de lo umbrío. Eso supone una radical desposesión frente al acontecimiento de una noche.
En la asunción de la noche, vivir ya no puede ocurrir como gestión personal de una propiedad que se posee, se comanda, se controla, sino como un común desconcierto en el que ocurrimos como huéspedes de lo que nos anima.
Dufourmantelle (2011) arriesga que la destitución de lo propio es nuestra noche común. Anota: “El despojamiento de toda función, toda clase de reconocimientos, de regateos, nos hace alcanzar esa vertiente de noche donde ya no somos reconocidos más que por la singularidad de una voz, de un cuerpo, de una presencia”. ii
No es que haya otro reconocimiento mediante otra cosa. Sino más bien hay advenimiento de un llamado, un requerimiento de la noche, a nombre de alguna voz, de algún cuerpo, de alguna presencia indefinidas.
Solicitación de alguna escucha que dé asilo a las hablas de la noche. Voces, cuerpos, presencias aún sin o ya sin voces, cuerpos, presencias, morosidades que Juan L. Ortiz (2015) llama delicadamente “el llamado vivo, vivo, que nos rodea, y tiembla en la sombra…”.iii
Quizás por eso haya tan variadas formas de detener y de temer el advenimiento de la noche.
Al fotografiar la morada a la que confiamos la fragilidad de ese umbral errátil de memorias y olvidos que llamamos cuerpo, se tornan perceptibles las texturas del desamparo presentes en cada noche.
Fotografiar ese antes y después detiene el tiempo de una escena por la que transcurrimos demasiado rápido. Detener el tiempo precisamente allí, es un modo de dar el tiempo de una mirada que se demora en lo frágil. Ese antes y después puntúa la duración del intervalo en el que ocurrimos como desamparos mecidos por la noche. ¿Quizás de allí que pasemos tan velozmente por los umbrales de la noche? ¿Aceleraciones que huyen de la vulnerabilidad manifiesta sobre la que descansa lo vivo?
Costumbres de normalidades imponen hacer la cama ni bien resabios de la noche retornan a la vigilia. Hacer la cama se realiza como borradura de la noche: un silenciamiento de esas hablas que se extienden murmurantes hasta que su estela se pierde tras los ruidos de lo diurno. Esa premura por alisar las arrugas, tersar los pliegues, borrar las huellas, estirar la piel estriada de su envoltura, ocurre como interrupción del pulso de vida de la noche.
Ímpetu de suprimir el testimonio de que lo vivo compone vivir sin necesidad de una conciencia, una razón, una conducción, una voluntad, que le den permiso. Compone, incluso, a condición de que se ausenten las fuerzas que procuran someter lo vivo a alguna forma reducida y lastimosa de inteligibilidad.
Como si simuláramos venir de otro lugar que el de una común fragilidad a merced de los roces de la noche. Como si insistiéramos en elidir el común desamparo del que venimos (y que cada vez la noche nos llama a recordar).
Esa persistencia nocturna de lo vivo se dice en estos versos de Vicente Zito Lema (2021):
crece vida continúa rosa
crece árbol del rosal entero crece
aunque ya no sea mi mano
la que te arrime el agua
Y aún con aquella escritura de la luz como registro de lo acontecido, su resto visible son las huellas tenues que ese común desamparo escribe en la arena de la noche.
Cuánta memoria de lo vivo en una arruga de la noche.
Pliegues de la noche podría ser un modo de poner en relieve caligrafías de la noche. Una escritura hecha de arrugas, arabescos, entreveros, simultaneidades, informas, rastros, huellas, fragmentos, roces, gestos, humedades con los que hablas de la noche garabatean trayectorias de lo vivo.
¡Qué imponderable riesgo darse a la noche!
Para ingresar a la noche, es preciso que nos sea dado un pasaje a la noche. Hubo que inventar ritos de pasaje, amuletos y talismanes de confianzas urdidos por amorosas suavidades para darse a tal travesía. Sin ello no soportaríamos el paso de noche.
De allí algunos de los infinitivos más delicados de los que la lengua castellana ha sido capaz, tal vez de las escasas palabras que han sabido abstenerse de la crueldad: arrullar, acurrucar, acunar.
Cómo no señalar que arrullar no proviene de ninguna raíz lingüística. Se trata de una palabra provenida de la onomatopeya rrru rrru que hace alusión al sonido que hacen las palomas al cortejarse. Una palabra nacida no de significaciones previas, sino de una musicalidad, que quiere decir la acción de cantar suavemente para adormecer un desamparo.
Es preciso que haya sido dado algún asilo en la lentitud, esa velocidad de la caricia que acompasa desamparos, para transcurrir por los vértigos de la noche.
Pretende encontrar una ausencia irrevocable. Quisiera decir el adiós. Sabe que las alquimias de la noche y del sueño trabajan con lo imposible.
Confía en lo nocturno. Intenta soñar. Hacer ir el sueño hacia.
Recoge fragmentos. Restos acaracolados que la marea de la noche dispersa en errátiles despertares. La vigilia habla otra lengua.
En un fragmento legible descubre: “Y yo desperté queriendo soñarla”.
¿El sueño se divierte con su intención? Despierta pensando: “Conozco bien esa canción, nunca di cuenta que era una canción de duelo”
Recuerda haber leído en esos días un fragmento de la primera elegía del Duino. El poema traza una relación entre duelo y el nacimiento de la música como vibración que hace consuelo.iv
Entrenoches, llega la visitación de una ausencia más antigua, amada por la ausencia buscada. Le dice: “Aún no ha venido a visitarme”. Asume que puede hacerle llegar esa espera: “Pero, ¿cómo le digo dónde encontrarte?”, “-Estoy aquí abajo-“ responde lo antiguo.
Despierta. Se presiente cerca de algo, no sabe qué. Se le ocurre componer, con quienes fueron urdidos con el hilo de la hermandad por la mano de la ausencia, un común soñar. Cuenta lo soñado, lo vivido, lo vívido. Las hablas de la noche, sabe, no son personales. Ensayan una comunidad de soñantes de lo ausente. Prueban extender el plano sensible donde podría alojarse la noche.
Quizás antes que extender, deshacen las limitrofías de lo propio, ese cuento que nos contamos antes de ir a vivir.
Una noche, en el punto de umbral entre despertar y dormir lo nocturno le dice al oído: “No se ingresa al sueño queriendo, sino abandonando querer”. Esa noche no llueve, pero es alcanzado un relámpago.
Así las noches, hasta que la ocasión del adiós se emplaza en otro de los puntos del plano. Aunque cada punto reúne todos los puntos. Aquel (primer) adiós ocurre en ocasión de un común soñar, morada donde se habla la lengua de la noche. Esa en la que conversan los fantasmas, después del amor.
Urdimbres entre noche, hospitalidad, duelo tejen arrugas de amparo donde lo porvenir pueda hacer la espera, hasta que lo vivo arribe a la cita.
Bibliografía:
Blanchot, Maurice (1969): René Char y el pensamiento de lo Neutro, en La Conversación Infinita. Editorial Arena, Madrid, 2008.
Dufourmantelle A. (2011) Elogio del riesgo. Nocturna Editora. Bs As. 2019
Dufourmantelle A. & Derrida J. (1997) La hospitalidad. Ediciones de la Flor. Bs. As. 2017
Ortiz, J.L. (2015) Obra Completa. Ediciones UNL. Santa Fe.
Zito Lema, V. (2021) Peste y memoria. Ed. Gráfica 25 de Mayo.
i Dufourmantelle A. & Derrida J. (1997) La hospitalidad. Ediciones de la Flor. Bs. As. 2017. P 48
ii Dufourmantelle A. (2011). Elogio del riesgo. Nocturna Editora. Bs As. 2019. P 248
iii Juan L. Ortiz (2015). Obra Completa. Ediciones UNL. Santa Fe.
iv El fragmento del poema dice así: “Pero nosotros, que necesitamos tan grandes secretos, nosotros que tan frecuentemente obtenemos del duelo progresos dichosos, ¿podríamos existir sin ellos? ¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante las lamentaciones fúnebres por Linos, una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?” En la Ilíada se narra el mito de Linos: Semidiós de la lamentación, la música y la elegía fúnebres. Murió de muerte terrible —asesinado por Apolo o por Hércules, o destrozado por perros, según varias leyendas—; al morir, su terrible lamentación dio nacimiento a la música; o bien, la naturaleza entera, al llorar su muerte, creó la música.
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