Nos encontramos en el jardín del hospital.
Hola, ¿cómo anda, tanto tiempo? Bien, vengo a este árbol a recordar cosas. Un lugar tranquilo. Acá no me molesta nadie.
Como me excuso por interrumpir, aclara:
Está todo bien, pero estaría mejor si me convida un cigarrillo.
Mientras lo enciende, cuenta que estaba pensando en su primo Miguel.
Ni idea de su vida.
De chico era distraído, soñador, decidido. Me acuerdo la vez que estuvo perdido más de tres horas. Tenía cuatro años, yo diez. Estábamos en una playa en Mar del Plata. Nosotros éramos un montón. Miguel se quiso apartar del ruido familiar. Cuando mi tía se dio cuenta de que no estaba, comenzaron a buscarlo. Al principio, con calma, pero al rato con desesperación. Con una prima más grande, que me llevaba de la mano, buscábamos entre las olas el cuerpo flotando en el mar. El tiempo pasaba. Miguel, después de un rato en el que anduvo curioseando, ya en la rambla, entró en el Hotel Provincial. Le dijo al conserje que tenía frío y que no encontraba a su mamá.
El tipo lo abrigó con una toalla mullida y suavecita del hotel, lo subió sobre sus hombros y volvió sobre los pasos de mi primo. No fue difícil encontrar a la familia. El conserje se dejó orientar por la gente. Desde lejos divisó una gran reunión. Cuando pudo acercarse, Miguel gritó llamando a su mamá. De pronto, lo vimos como el vigía de un barco. A contraluz de la puesta de sol, el conserje parecía un gigante. Los recibimos como héroes.
Desde entonces, me pregunto sin tendría el temple de mi primo para perderme. Y, aquí me ve, todavía, pensando en eso.
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