Viene caminando por los jardines del hospital. Cuando nos estamos por cruzar, me detengo con precaución. Enseguida comienza a hablar.
Voy a decirle algo: hay cosas que no se eligen, se heredan. Mi abuelo anduvo toda su vida perseguido. Siempre estaba sospechando que alguien lo quería matar. A mi papá lo internaron el año en que yo nací. Intentó suicidarse tomando veneno para ratas en el sótano del almacén que había dejado mi abuelo. Y, a mí, ya me ve, tengo que andar, así, tapándome la cabeza y con estos lentes oscuros hasta de noche. Una enfermera, que dice tenerme aprecio, me encaró los otros días: “¡Relajate un poco, querés! ¡Tenés que confiar más en la gente!”. Reconozco que acá trabajan personas que tienen buenas intenciones, pero no entienden nada. Lo mismo que ese psicólogo afamado que me dijo que tenía que aprender a dudar de mis certezas. Dígame, ¿cómo terminaría si me soltara de lo único que tengo para protegerme?
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