Escribe Borges (1946) en Deutsches Requiem: “La batalla y la gloria son facilidades. Más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov”.
Se refiere al protagonista de Crimen y castigo de Dostoyevski (1866), una de las figuras centrales de la invención de la interioridad tal como la suponemos todavía hoy.
Un personaje sumergido en ásperos e intrincados terremotos morales.
Una novela que pone en escena la sensibilidad como teatro de sentimientos fanáticos que disputan el sentido de cada acto.
En tiempos de hablas del capital, vivimos expuestos a disyuntivas destructivas.
Una de las más dañinas reside la alternativa gloria o abyección.
Gloria y abyección comparten el mal de la insuficiencia.
Quienes viven momentos de gloria no se sienten en la gloria: temen perderla o siempre tienen que mejorar. Quienes se encuentran cayendo en la abyección creen que aún podrían caer más.
La gloria no tiene techo, la abyección no tiene fondo.
El destino que una fragilidad expulsada del esplendor se impone para sí consiste en el desprecio.
Una repulsión implacable que sentencia: “Si no puedes subir al podio del triunfo, te vas a revolcar en la bilis de la infamia”.
¿Cómo resistir a la fascinación o atracción que ejerce la total caída? ¿Hay una embriaguez sacrificial en la inclinación a tocar fondo?
La abyección se presenta como asco ante una imagen desventurada.
Repugnancia que entrecierra los ojos retrocediendo ante los espejos.
Freud (1933) describe la figura del superyó como una voz que manda. Un habla coercitiva que autoriza y prohíbe.
Una autoridad moral impersonal que insta a realizar acciones que se pueden narrar así: Auto censura. Auto prohibición. Auto reprobación. Auto reproche. Auto vigilancia. Auto observación. Auto exigencia. Auto juzgamiento. Auto inculpación. Auto castigo. Auto punición. Auto represalia. Auto agresión. Auto humillación. Auto lesión. Auto degradación. Auto desprecio. Auto aniquilación.
Uno de los secretos de las hablas del capital reside en el prefijo compositivo auto que saca provecho de la invención de un sí mismo para delegar la realización de infinitivos que disciplinan y normalizan: censurar, prohibir, reprobar, reprochar, vigilar, observar, exigir, juzgar, inculpar, castigar, punir, represaliar, agredir, lesionar, degradar, despreciar, aniquilar.
La expresión superyó forma parte del léxico de las sujeciones: vidas que acatan disciplinas y normativas, recibirán protecciones benignas, mientras vidas indisciplinadas y anómalas sufrirán hostigamientos malignos.
Eso que Freud (1923) llama “imperativos del superyó”, puede traducirse como imperativos de las hablas del capital.
Tal vez, una de las últimas defensas antes de la condena abyecta consista en la megalomanía, descripta como delirio de grandeza.
Hundido en lo insoportable Raskolnikov comienza a creerse Napoleón.
La expresión amor propio suele traducirse como autoestima, como aceptación condescendiente de sí, como reacción de un orgullo herido, como desafío ante la adversidad, como valía exhibida ante otros, como heroísmo de la voluntad.
El amor propio se postula como una megalomanía útil y mesurada.
Tal vez podríamos pensar en un amor impropio: un amor sin propiedades ni trofeos, un amor por el movimiento, por el solo movimiento, por el gusto de estar.
Un amor impropio como un narcisismo anterior al que piensa Freud en su artículo de 1914. Un narcisismo helénico (antes del castigo de los dioses) sin enamoramiento de sí.
Pero la pertinaz fuerza de las hablas del capital no soportan goces libres de vidas impropias.
Hostigamientos imponen el imperativo de la posesión para luego castigar la desposesión o el éxito perdido.
La repulsión de sí se vuelve reacción del amor propio desencantado. Ensañamiento tras una grandeza perdida. Ferocidad que escupe ante lo que considera un fracaso.
Edictos de la gloria decretan una única opción: la cima o el inframundo.
Pero, ¿cómo estar a salvo de las bienaventuranzas prometidas por las hablas del capital?
¿Cómo pasar un mal momento sin sufrir una condena sin fin?
¿Cómo quedar eximidos de tener que pagar deudas solo contraídas por respirar ideales que sobrevuelan una época?
¿Cómo habitar una existencia desarrapada sin asquearse por la decepción?
Se pierde la cabeza por alcanzar el trono y se la pierde tras el destronamiento.
¿Habrá que habitar vidas acéfalas?
Abyecciones doblegan afectividades mordidas por lo perdido o detenidas en el desencanto.
Si el malestar no se lee como derrota, ¿podría leerse como protesta?
Pero, ¿cómo vivir sin enquistarse en nada, sin intentar apropiarse de cada momento, sin anhelar esplendores de la sujeción?
La vida necesita pensarse como un estar en tránsito.
La idea de tránsito dice esto que me está pasando, pasará.
Pasará, aunque no sepa cómo. Pasará sin que sepa por dónde seguirá.
Ese no saber podría vivirse como una hermosa aventura.
Sin embargo, la hostilidad fustiga precisamente ahí.
Porque la animadversión sí sabe hacia dónde ir.
Abyecciones se ofrecen como lección y castigo para debilidades que no pueden, no quieren, no saben cómo seguir respondiendo a las demandas y desmesuras del éxito social.
Hablas del capital, nutridas de psicologías, siempre saben qué, mientras que lenguas insurgentes no saben qué porvenir.
En ese no saber residen las potencias del solo vivir.
Pero, ¿se podría vivir en tránsito hacia no se sabe dónde?
Incluso saber la muerte no supone saberla. La muerte también está ahí como un no dónde, un no cómo, un no cuándo.
Beckett (1983) en Rumbo a peor escribe estas líneas quebradas: “Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa mejor”.
Y más adelante retoma: “El vacío. ¿Cómo probar a decir? ¿Cómo probar a fracasar? Nada de probar ni fracasar. Decir solo…”.
Entrenamientos para liderazgos en empresas suelen emplear la frase “Fracasa mejor” como consigna de perseverancia y crecimiento.
Sin embargo, Beckett no alienta lo malogrado ni aboga por ímpetus que se sobrepongan a la adversidad.
Toma, por un momento, partido por el fracaso para escapar del imperativo del éxito.
Una provisoria reivindicación de la falla, el tropiezo, el error, como orgullos de una debilidad harta de morder anzuelos.
Beckett desnuda redes de una felicidad extorsiva.
En la expresión “fracasa mejor” el adjetivo de la acción superior ve controvertida su supuesta cualidad junto al verbo de los resultados indeseados.
Esas líneas no tienen que leerse como sentencias que se deleitan en el fracaso ni como fórmulas que persiguen triunfos de la ambición.
No se trata de fracasar, ni de mejorar, ni de perfeccionarse en lo peor. Tampoco de insensibilizar el malestar con antidepresivos y ansiolíticos.
Sin olvidar que, quizás, secretas abyecciones, ejercidas en encierros privados, se correspondan con castigos que se auto infligen quienes no pueden seguir ritmos de rendimiento que solicita la civilización del capital.
Tal vez la ensayística inclasificable de Rumbo a peor intenta habilitar infinitivos sin complementos: el solo vivir, el solo estar, el solo decir.
Vivir bajo presión.
Tener que responder como se espera.
No fallar.
Perfeccionarse.
¡Ay, qué asfixia!
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