Un castillo de arena / Fernando Stivala
- Revista Adynata

- 6 may.
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Ocurrió que, hubo una vez, un enjambre de rarezas fue abducida por un castillo y una convocatoria en un bosque cerca del mar.
Extraña atracción. Como un imán gigante o una gran antena sensible se acercaban zombis sintientes desde distintos lugares del planeta.
La tierra era un lugar donde habitaban mayormente anestesiamientos y automatismos a cielo abierto.
Donde estaban prohibidas las emociones, circulaban por la calle policías de los estados de ánimo, gendarmes que prevenían excesos de risa, agentes que indicaban el tránsito de las racionalidades, libertarios que reprimían manifestaciones y llamaban terroristas o barrabravas a quienes se animaban a luchar.
Mundo extraño el de aquellos tiempos.
Impedían que llores, que te sobre emociones, que hables sola. Crueldades que inhibían carcajadas y desparpajos.
No se desesperen, en ese mundo distópico también habitaban rebeldías, insurgencias, insumisiones.

Sintientes.
No era un rasgo especial de algunas y algunos. Eran los que sobrevivían en coexistencia con un régimen de purificación de las emociones. Años y siglos de técnica y racionalización. De control y automatismo.
Depuración de la sensibilidad. Del termómetro corporal.
La Inteligencia artificial y el algoritmo gobernaban la vida cotidiana. Ya no se necesitaba usar el tiempo en escuchar la sutileza, el detalle, la complejidad. La máquina podía en microsegundos ofrecerte diagnósticos, soluciones, recetas a partir los datos cargados con pocas palabras, o incluso mapeando un rostro.
Épocas donde se puso de moda que el éxito era tener tiempo para estudiar el mercado y apostar.
Los que tenían riquezas no podían sentir. Les pasaba algo y no sabían qué. Buscaban desesperadamente que algo los movilice. Los que no tenían oportunidad de salir beneficiados por las apuestas en el mercado llegaban a esbozar un pequeño sentir. Que algo hacían mal, que algo les faltaba para llegar al mérito correspondiente.
Riquezas y pobrezas estaban unidas por la insensibilidad.
Hubo algunos y algunas que sospechaban del sentido común imperante. Clandestinamente seguían profesando, entrenando, ejercitando una sensibilidad que estaba en extinción.
En general no salían. Siglos de automatismos tenían costos devastadores en la población.
Tuvieron que preparar impensados, obligarse a llorar, forzar risas, recrear dolores, no hacer nada y que pase el tiempo. Los más osados se disfrazaban de docentes en escuelas y universidades. De terapeutas y acompañantes, de integradores y trabajadores de lo social y lo común. Creaban centros culturales, hacían movidas públicas en la calle, interferían la cotidianeidad desentusiasmada. Intentaban hacerles poros a las instituciones cada vez más totales, cada vez más encalladas. Probaban alianzas inusuales.
Tenían la intuición de que había que conservar una pequeña llama pasional en ese momento frío y calculado. Una especie de tesoro que pueda ser abierto en otro momento de la historia.
Lo llamaron experiencias locas.
Experiencias locas porque de realidad, solemnidad, y pesadez estaban hartos, sobrepasadas, patologizados, neurotizadas, infantilizados; principalmente anestesiados.
Veían que en la vida pública ya no existía pasión. Las personas se sacaban las cosas de encima, no se miraban a los ojos, esperaban el final del día. Siempre cansadas o nerviosos, quejosas o victimizados.
Todos los espacios estaban burocratizados, donde pocas veces pasaba el amor por las ideas o el pensamiento. Mucho adoctrinamiento, mucha crueldad naturalizada.
Y encima un cinismo que anulaba toda contra ofensiva. Era callar y acatar o se los expulsaba encerrándolos en cuartos de escrache. Prácticas de desestimación.
Y como los manicomios, las cárceles, las escuelas, las facultades, las calles, los barrios y las casas eran los lugares todavía de encuentro, entrenaron allí lo poco de pasión que les quedaba. La potenciaron.
Claro que eso no fue una experiencia solo feliz. Abrir la olla de las pasiones requiere esfuerzo, paciencia, atención, amorosidad, valentía, y compañía. Había que agitar furias, diferencias, ofensas, enojos, injusticias. Había que activar esas pasiones en común. Entusiasmarse por diferir y así crear.
Estas insurgencias sabían de los riesgos y se camuflaban en las instituciones para buscarle la vuelta. Dejar semillas sintientes.
Un pensamiento crítico. Pensar con lo viejo temas nuevos. Armar espacios de confianza, de poder equivocarse sin miedo a que te castiguen, sin quedar con la autoestima por el suelo, tratar no de hacer poner nerviosa a la gente, enseñar a pensar en vivo, no inhibir con la corrección.
Una atención a cómo los entusiasmos se levantan, a cómo la confianza individual y colectiva se desarrolla y practica; a cómo el ensañamiento, la crueldad, y el maltrato naturalizado son prácticas de poder que nos entristecen, endurecen, empequeñecen la vida.
Incomodaban. Desencajaban.
Por momentos se envalentonaban de tal manera que practicaban el no saber. Pero igual estaban ahí, con ganas y a fondo como si fuera la salida de un fin de semana, o irse de vacaciones, o cambiar el mundo.
Practicaban un no saber como escucha que aloja. Se inventaban oídos inauditos.
Llevaron el teatro a la facultad, hacían radio en secundarios, y circo en un loquero. Inventaron jornadas interminables de lectura en las aulas. Muestras fotográficas en pandemias. Les preguntaban a las personas cómo estaban. Se animaban a pensar cómo acompañar las situaciones alocadas y desencajadas del día a día. No intentaban adaptar, expulsar, eliminar, normalizar, ni enseñar.
Cruces de todo tipo, la psicología se cruzaba con la filosofía, el arte con la política. Todo con todo. Una gran madeja de experiencias insólitas.
Un común en acción y un pensamiento crítico creativo.

Se cebaron tanto pero tanto, cada vez con más entusiasmo que se sobre pasaron. Las pasiones también son así.
Se sobre excitaron de tal manera que durante un tiempo llegaron a olvidar el horror racional que estaba imperando. La burbuja explotó. El castillo de arena se derrumbó. Se podía intuir. Circulaba que estaban siendo nombradas como un grupo de personas flasheras, en demasía.
Así ocurría la desestimación por esos tiempos. Algo que se decía mucho se instalaba como verdad.
Fueron extirpados de los lugares más concurridos.
¿Ingenuidad, ética, tener palabra, capricho, insistencia, consideración, y hasta incluso compasión, podrán sumarse a la serie de no dañar?
Pero no caducaron.
Siempre hay un síntoma, una resistencia, una rareza, un desvío, una locura, una expresión imposible de callar y apagar.
Así ocurrió que una vez, cerca del otoño del 2025, un conglomerado de rarezas fue abducida por un llamamiento durante 4 días seguidos. Que ya no se sabe si era un castillo en el bosque o en la playa, y que establecieron el récord de tertulia. Durante casi 100 horas sin parar estuvieron conversando, pensando, riendo, llorando, por momentos comiendo, pero principalmente sintiendo.
Ese tesoro todavía se conserva y prolifera subterráneamente en las orillas del universo, y se prende de vez en cuando como las luciérnagas, cuando sintientes perciben la extinción de un mundo donde todo es iluminación racional y calculada.




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