Si tuviéramos que etiquetar este baile lo llamaría rechazo generalizado
a la civilización y a todas sus máscaras y armaduras
Fredy Perlman
Negar cada uno de los engranajes de la máquina que nos produce. Axioma vital contra el Leviatán. No te pronuncies por la preservación de cada uno de los engranajes, los cadáveres intentarán morderte. Pronúnciate por la destrucción de cada uno de los engranajes, los cadáveres intentarán morderte.
El reino mercantil de miseria y obediencia no lo instauran lxs extremistas, herejes, salvajes, disidentes, insurrectxs, rebeldes, revolucionarixs. Lo instauran personas serias y responsables, demócratas y civilizadas. Y esta instauración no se trata de una irrupción repentina, de un único acontecimiento, sino de un proceso continuo de asesinato institucionalizado.
Contra la inclusión maquínica
El capitalismo con rostro humano solo es otra forma edulcorada de nombrar a la máquina extractivista, pero no por ello menos violenta a pesar de su falso condimento humanitario. El gran autómata que construye las relaciones mercantiles dispersas en el globo es experto en mostrar en vitrinas a los mundos que ha esclavizado, mientras que en la vida cotidiana esos mundos siguen siendo oprimidos. Se sostiene la hipocresía y se nos quiebra de forma sistemática para que nos identifiquemos con el orden existente. El Leviatán, entonces, se refiere a él como “nosotros”: el Estado somos todos, el Capital somos todos, la democracia somos todos. La máquina somos todos. Asfixia maquínica. Sofocación maquínica. Contra ella la resistencia: único componente animal-humano-salvaje de la historia de la máquina que no tiene por qué explicarse o justificarse. Todo lo demás es progreso leviatánico.
¿Por qué la insoportable insistencia en preservar la gobernabilidad sobre la vida? Los gobiernos mueren, pero el principio de gobierno pervive. Los capitalistas mueren, pero el mundo de la mercancía pervive. Los dirigentes mueren, pero la jerarquía pervive. Los policías mueren, pero la custodia del Capital pervive. Los jefes mueren, pero la tierra convertida en un campo de trabajo pervive. Las malezas de ese campo también perviven. Y por eso trepan por las máquinas impidiendo la acumulación muerta.
La no salida del principio de gobierno es la sofocación, la asfixia, el ahorcamiento. No del último capitalista que destruye la biosfera con las tripas del último policía que custodia esa destrucción, sino el de nosotrxs. No hay que cambiar un gobierno, hay que destruir el principio de gobierno, hay que destruir la política. Sus instituciones son fragmentos de la cáscara leviatánica. No son parte de lo vivo, sino su negación, el letargo permanente que lo paraliza.
La democracia expande un mundo de gobernantes y gobernados. Extiende las mercancías a través del globo. Bajo el mantra de libertades y derechos, arrasa con todo a su paso. No es compatible la democracia con la acracia. O el kratos del demos se erige sobre nuestros cuerpos convirtiéndolos en unidades productivas de obediencia o avanzamos hacia la comunidad animal-humana en nombre de nada. Mundos incompatibles tocan la puerta de nuestros hogares: o la mercancía o la vida.
Fragmentos de la cáscara
La civilización es la organización de la opresión en las entrañas del Leviatán, una red milenaria de dominación que nos ha separado de lo vital. Ya no se trata de compartir, sino de representar. Ya no se trata de cuidados comunitarios, sino de imposiciones mercantiles. Las costumbres de las comunidades siempre han sido algo vivo. Las leyes no son acuerdos de las personas libres en comunidad, sino las imposiciones violentas de la máquina. De esta manera, la comunidad se abandona. Entramos en el ritual sin vida y solemne de los amos que representan la voluntad de las mayorías. Mayorías acorazadas a las que a cada segundo se les pega más la máscara civilizatoria. Orden, progreso, instituciones, república, democracia, política, trabajo, leyes, propiedad, mercancía: tuercas que se ajustan generación tras generación en el campo de trabajo forzado que se ha convertido la Tierra.
La guerra de la civilización contra la Tierra, del alma contra el cuerpo, de la tecnología contra la biosfera, del excedente contra la necesidad, del trabajo contra la autonomía, del reloj contra el tiempo, de la ley contra la costumbre, del patriarcado contra lo comunal, del Estado contra lo vivo, del Capital contra lo salvaje resultan fragmentos de la cáscara que nos domina: la sustancia del Leviatán. La máquina estatal es contraria a la vida. Para el gran artificio, el enemigo es todo lo que quede fuera de él, todo lo que esté más allá del alcance civilizatorio, todo lo que viva por fuera de sus entrañas, todo lo que contenga un gramo de sustancia ingobernable.
El Leviatán es una máquina de fabricar ejércitos y trabajadores, policías y ciudadanos, gobernantes y gobernados. La civilización mercantil transformó jardines y parques en campos de trabajo forzado. La movilidad estéril de palancas y ruedas convierte a las comunidades humanas en apéndices de la máquina. Los seres humanos y la biosfera nos sometemos a la vigilancia policial permanente para cumplir con el designio de la civilización: convertir a todo lo que se mueva en una mercancía.
Su guerra se encarga cotidianamente de reducir lo salvaje, lo natural, lo animal a cosas. Las personas antes libres ahora despojadas de todo y sin tierras ya están listas para integrar los ejércitos de trabajadores. El Leviatán se construye bajo esta sólida base. Y quien sea que esté en su camino, todo lo vivo que exista fuera o en contra de él, será su enemigo. El fin de la máquina es crecer mediante la guerra continua contra lo vivo. Extirpar lo salvaje y lo comunal. Ya no hay carne y sangre, sino resortes y ruedas. El reloj asesina la contemplación, el respiro, la pausa. La música de lo vivo, con sus silencios y sus sonidos, es convertida en el ruido de lo inerte. La invasión consiste en silenciar la música, cronometrar el ritmo, civilizar la polifonía del mundo. La progresión lineal es el tiempo leviatánico. La velocidad incesante de producción de mercancías resulta ley sagrada. El tiempo histórico del trabajo, de la fábrica, de la oficina y de la casa se impone una vez arrebatada la vida en común. Devenimos engranajes disciplinados atrapados en rutinas que nada tienen que ver con los deseos humanos ni con la naturaleza.
La supervivencia civilizada es una aberración impuesta mediante el engaño y la fuerza. Pero las resistencias de los mundos nos demuestran que aún existen posibilidades de recuperar el vínculo con lo comunitario y con nosotrxs mismxs. Posibilidades que aunque sean frágiles como el recuerdo de un rostro sin la máscara leviatánica —recuerdo que pareciera desvanecerse generación tras generación— están aquí y ahora derritiendo las ruedas y los resortes de la máquina. La resistencia y lo ingobernable son fuerzas irreductibles. Fuerzas que continúan en movimiento pese al perfeccionamiento constante del gran autómata. La lucha contra la historia del progreso y de la civilización es la lucha por la vida. La autodefensa de la biosfera contra al artificio mercantil que la desgarra.
Desentrañar la vida civilizada
Nadie puede restringir una parte del mundo a ningún pájaro. La mera idea es repulsiva para las personas que intentan quitarse la armadura. Sin embargo, se nos separa de nuestra condición animal-humana, de las actividades recreativas y lúdicas, del movimiento comunitario que satisface las necesidades para vivir y se nos educa y civiliza con documentos de los vencedores para que nos identifiquemos con el orden existente.
La marcha del progreso, nombre con que el Leviatán denomina a su guerra contra lo vivo, no es una guerra en sentido figurado, sino una realidad concreta. Para reducir a la biosfera en un gran negocio, primero tiene que transformar sus componentes vivos en mercancías y a los seres humanos en engranajes que las hagan circular. El cuidado de esta reducción estará a cargo de los verdugos de lo vivo: policías, militares, jefes, jueces, propietarios, políticos. Profesionales representantes de la razón y del progreso. Su fin: perpetuar la ganancia, la propiedad y el respeto irrestricto de la circulación de mercancías. Su anhelo: ver a la biosfera reducida a una cosa muerta.
La vida leviatanizada reproduce, alimenta y mueve la máquina. Una vida prestada que no respira y que ni siquiera es un parásito, es una excreción. ¿Qué es lo que nos impide juntarnos y rebelarnos contra la opresión cotidiana? ¿Por qué sostenemos a jefes, dirigentes, representantes, líderes, políticos, capitalistas: profesionales de la supervivencia muerta? ¿Por qué se reproduce compulsiva y obligatoriamente el cadáver maquínico? Tenemos aquí una de las preguntas para desentrañar la vida civilizada.
Una posible respuesta: además de siglos de vida institucionalizada y de la obvia violencia física sobre los cuerpos por parte de todas las policías del mundo contra quienes huyen y/o pasan a la ofensiva contra la máquina, existe la responsabilidad de lxs dominadxs que reproducimos y alimentamos al artificio civilizatorio. La armadura se pega al cuerpo, se adhiere al rostro. Los intentos de quitárnosla se hacen cada vez más dolorosos porque también nos arrancamos la piel. Aunque siempre existirá un rostro animal-humano detrás de la máscara, así como siempre existirá un posible cuerpo libre detrás de la armadura, el simple hecho de arrancarlas implica un esfuerzo sensible inimaginable para quienes hemos sido educados con los preceptos leviatánicos.
Arrancarnos la máscara duele
La lucha es por lo vivo, contra el Leviatán y contra su armadura al mismo tiempo. Nos queda el contacto con el fuego, la tierra y el agua; con los animales y las plantas; con cada partícula de lo vivo que intenta descivilizar los mundos. Se trata de una guerra contra el artificio maquínico, contra la civilización mercantil que nos ha convertido en autómatas obedientes. Por más que nos duela arrancarnos trozos de piel civilizada cada vez que intentamos quitarnos la armadura, este acto forma parte de la resistencia histórica contra el mundo civilizado. Acto que aún tiene movilidad dentro de la inercia mercantil de la máquina. La civilización obliga a conservar la armadura ajustada y la máscara apretada. La amistad, la compañía, los afectos y las complicidades colaboran en diluir la rigidez leviatánica y abrazar la fragilidad de la vida.
Rechazar, negar, resistir, huir, destituir, cuidar, compartir: corazones de lo comunal que se oponen a la existencia del Leviatán. Al diseminar estas armas entre las comunidades humanas y las individualidades insurrectas, las resistencias derriten al autómata para dar lugar a lo salvaje. Las insurrecciones cotidianas contra el devorador de mundos descivilizan territorios y dan lugar a lo vivo.
Desgarrar al Leviatán implica también deshacernos de la armadura que nos sostiene. Se libra con el fuego, el gran purificador. Se quema la máscara, se consume la armadura, se incendia la máquina. Como todo artificio impuesto, puede romperse. Y en ese silencioso crujir maquínico, volvemos a escuchar la música. Volvemos a escuchar las composiciones de lo vivo: el viento helado de las montañas, la cálida tempestad de los mares y el fuego de las comunidades jamás vencidas.
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