Este título es un juego de palabras a partir del Cómo vivir juntos de Roland Barthes, e inspirado en una escena de la que fui testigo, a comienzos de los años ochenta, en una clase de Deleuze en París. En una de tantas, uno de los asistentes, tal vez un paciente de Guattari de la clínica La Borde, interrumpió la disertación para preguntar por qué hoy en día se dejaba a las personas tan solas, por qué era tan difícil comunicarse. Deleuze respondió gentilmente: el problema no es que nos dejan solos, es que no nos dejan lo suficientemente solos. No puedo imaginarme qué provocó esta respuesta zen al afligido interlocutor. Venida, por otro lado, de alguien que definió el trabajo del profesor como el de reconciliar al alumno con su soledad. De cualquier modo, Deleuze no se cansó de escribir que sufrimos un exceso de comunicación, que estamos “atravesados de palabras inútiles, de una cantidad demente de palabras e imágenes”, y que sería mejor crear “vacuolas de soledad y de silencio” para que por fin se tenga algo que decir (1). El hecho es que Deleuze nunca dejó de reivindicar la soledad absoluta. Incluso en los personajes que privilegia a lo largo de su obra, vemos con cuánta insistencia vuelve este tema. Tomemos el caso de Bartleby, el escribiente descrito por Melville, que ante cada orden de su patrón, responde: I Would prefer not to, “Preferiría no hacerlo”. Con esta frase lacónica alborota su entorno. El abogado oscila entre la piedad y el rechazo frente a este empleado plantado detrás del biombo, pálido y flaco, hecho un alma en pena, que por poco no habla, ni come, que nunca sale, al que es imposible sacar de ahí, y que sólo repite: preferiría no hacerlo. Con su pasividad desmonta los resortes del sentido que garantizan la dialéctica del mundo y hace que todo se ponga a correr, en una desterritorialización del lenguaje, de los lugares, de las funciones, de los hábitos. Desde el fondo de su soledad, dice Deleuze, tales individuos no revelan sólo el rechazo de una sociabilidad envenenada, sino que son un llamado a una solidaridad nueva, invocación de una comunidad por venir.
Cuántos lo intentaron, y por las vías más tortuosas. Dado que Roland Barthes, en su texto Cómo vivir juntos, se permitió revelar su fantasía personal de comunidad, a saber, el monasterio en el monte Athos, yo también me permito tomar un ejemplo demodé, venido del campo psiquiátrico. Reclusión por reclusión, cada uno con su fantasía.
Pues bien, Jean Oury, que dirigió junto con Félix Guattari la clínica La Borde, prácticamente se internó con sus pacientes en ese castillo antiguo y decadente. La cuestión que lo asedió por el resto de su vida no es indiferente a los Bartlebys que cruzamos en cada esquina, este gran manicomio posmoderno que es el nuestro: ¿Cómo sostener un colectivo que preserve la dimensión de la singularidad? (2). ¿Cómo crear espacios heterogéneos, con tonalidades propias, atmósferas distintas, en los que cada uno se enganche a su modo? ¿Cómo mantener una disponibilidad que propicie los encuentros, pero que no los imponga, una atención que permita el contacto y preserve la alteridad? ¿Cómo dar lugar al azar, sin programarlo? ¿Cómo sostener una “gentileza” que permita la emergencia de un hablar allí donde crece el desierto afectivo?
Cuando describió La Borde, Marie Depuse se refirió a una comunidad hecha de suavidad, no obstante macerada en el roce con el dolor.
Estos sujetos necesitan hasta del polvillo para protegerse de la violencia del día. Por eso, cuando se barre, es preciso hacerlo despacito. “Es mientras se gira en torno a sus camas, que se recogen las migas, que se tocan sus sábanas, su cuerpo, que tienen lugar los diálogos más suaves, la conversación infinita entre aquellos que temen la luz y aquellos otros que toman sobre sí la miseria de la noche”. Ninguna utopía aséptica, tal vez porque el psicótico está ahí, feliz o infelizmente, para recordarnos que hay algo en el mundo empírico que gira en falso (Oury) (3). Es verdad que todo esto parece pertenecer a un pasado casi proustiano. Pero el propio Guattari nunca dejó de reconocer su deuda para con esa experiencia colectiva y su esfuerzo por conferir la “marca de singularidad a los mínimos gestos y encuentros” (4). Hasta confiesa que, a partir de ese momento, pudo “soñar con aquello en lo que podría convertirse la vida en los conglomerados urbanos, en las escuelas, en los hospitales” (5), si los agenciamientos colectivos fuesen sometidos a un “tratamiento barroco” semejante. Pero nuestro presente está lejos de seguir tal dirección, incluso y sobre todo en este capitalismo en red que enaltece al máximo las conexiones y las monitorea y modula con finalidades vampirescas. Aún así, deberíamos poder distinguir estas toneladas de “soledad negativa” producidas en gran escala, de aquello que Katz llamó “soledad positiva”, que consiste en resistir a un socialitarismo despótico, y desafiar la tiranía de los intercambios productivos y de la circulación social. En estos desenganches se esbozan, a veces, subjetividades precarias, máquinas célibes, gestos adversos a cualquier reinscripción social.
Me permito mencionar una anécdota de la Compañía Teatral Ueinzz, integrada por pacientes de salud mental y en ese momento de gira en el Festival de Teatro de Curitiba. Uno de los actores, instalado en el sofá del salón del lujoso hotel, posa su taza de café en la mesa y abre el diario. Yo lo observo de lejos, en ese contexto poco habitual de un Festival Internacional, y me digo: podría ser Artaud, o algún actor polaco leyendo en el diario la crítica sobre su obra. En eso, miro para abajo y veo en el dedo gordo de uno de sus pies un bloque de uña amarilla retorcida saltando fuera de la chancleta. Como quien dice: “no se acerquen”. Quizás quepa aquí la bella definición de Deleuze-Guattari: el territorio es primeramente la distancia crítica entre dos seres de la misma especie; marcar sus distancias (6). El bloque animal y monstruoso, la uña indomable, signo de lo inhumano, es su distancia, su soledad, pero también su firma. Dejo para otro momento, claro, las uñas de Deleuze.
El dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky creó un personaje que ilustra con humor esta misma reivindicación. La preocupación constante de Poroto es saber cómo va a escapar de las situaciones que se presentan: dónde se va a sentar en una fiesta para poder escabullirse sin ser visto, qué coartada va a inventar para deshacerse de un conocido (7). Y llega a exclamar esta frase implacable, verdadero puñetazo al estómago de muchos psicoanalistas: “…basta de vínculos, sólo contigüidad de velocidades”. ¿No tendremos ahí el esbozo de algo propio de nuestro universo, tan lejos de aquel otro en que todos interrumpían sus cosas para “discutir la relación”? Una subjetividad más esquizo, fluida, de vecindad y resonancia, de distancias y encuentros, más que de vinculación y pertenencia. Más propia, tal vez, de una sociedad de control y sus mecanismos flexibles de monitoreo, que de una sociedad disciplinaria y su lógica rígida de pertenencia y filiación.
En un pequeño libro titulado La comunidad que viene (8), Agamben recoge un efecto de esta mutación. Evoca una resistencia proveniente, no como antes, de una clase, de un partido, de un sindicato, de un grupo, de una minoría, sino de una subjetividad cualquiera, de cualquiera, como aquel que desafía un tanque en la Plaza Tiananmen, que ya no se define por su pertenencia a una identidad específica, sea de un grupo político o de un movimiento social. Es lo que el estado no puede tolerar, dice, es la singularidad cualquiera, que no hace valer un lazo social, que declina toda pertenencia, pero que justamente por eso manifiesta su ser común. Es la condición, según Agamben, de toda política futura. También Chatelet reivindicaba el heroísmo del individuo cualquiera, el gesto excepcional del hombre común que impulsa en el colectivo individuaciones nuevas, en contraposición a la mediocridad del hombre medio, que Zizek llama Homo Otarius.
¿O habría que acompañar a Lazzarato en la definición que hace de nuestro presente no tanto por la hegemonía del trabajo inmaterial, como por la difusión, por la contaminación de los comportamientos minoritarios, de las prácticas de contra-conducta? (9). Lo cual engendra procesos de bifurcación en relación con la subjetividad dominante: singularizaciones inauditas, agenciamientos insólitos, tanto dentro como fuera de la red. Visto así, la naturaleza de la resistencia sería indisociable de la cooperación productiva contemporánea y de su proceso colectivo. En este sentido, puede tener razón Sloterdijk cuando sugiere que ya no giramos en torno a los términos de soledad y alistamiento, como hace unas décadas, sino a los de cooperación y comunicación. Es una lástima que cuando cuestiona nuestro solipsismo antropológico con su teorización de las esferas, para contestar al primado del individualismo ontológico, recurra a una metafísica del doble, del ser-dos (10). Barthes, en el texto al que hice referencia antes, al menos deja su reflexión en suspenso, aunque siga siendo dicotómico. Puesto que cuando evoca lo colectivo, incluso depurado de colectivismo, recurre a la soledad que nos salvaría de la opresión comunitarista. Y cuando se apresta al escape solitario, evoca lo colectivo como una protección compensatoria: “Ser extranjero es inevitable, necesario, deseable, salvo cuando cae la noche” (11). Como si el vivir-juntos sirviese sólo “para afrontar juntos la tristeza de la noche”. ¿Será así?
Es hora de volver a Deleuze. ¿Qué soledad absoluta es esa que reivindica, por ejemplo, cuando se refiere a Nietzsche, a Kafka, a Godard? Es la soledad más poblada del mundo (12). Lo que importa es que desde el fondo de ella se puedan multiplicar los encuentros. No necesariamente con personas, sino con movimientos, ideas, acontecimientos, entidades. “Somos desiertos, pero poblados de tribus… Pasamos nuestro tiempo acomodando esas tribus, disponiéndolas de otro modo, eliminando algunas de ellas, haciendo prosperar otras. Y todas estas poblaciones, todas estas multitudes no impiden el desierto, que es nuestra propia ascesis; al contrario, ellas lo habitan, pasan por él, sobre él […] El desierto, la experimentación sobre sí mismo, es nuestra única identidad, nuestra única alternativa para todas las combinaciones que nos habitan” (13).
Cuánta fascinación ejercían sobre él estos tipos solitarios, y al mismo tiempo hombres de grupo, de banda… Aún cuando lleven un nombre propio, este nombre designa primero un agenciamiento colectivo. El punto más singular abriéndose a la mayor multiplicidad: rizoma. Por eso cabe salir del “agujero negro de nuestro Yo” donde nos alojamos con nuestros sentimientos y pasiones, deshacer el rostro, tornarse imperceptible, y pintarse con los colores del mundo (14) (Lawrence)… La soledad más absoluta, a favor de la despersonalización más radical, para establecer otra conexión con los flujos del mundo… “El máximo de soledad deseante y el máximo de socius” (15). O como en Godard: estar solo pero ser parte de una asociación de malhechores; en cualquier caso, la deserción, la traición (a la familia, a la clase, a la patria, a la condición de autor), se sirve de la soledad como de un medio de encuentro, en una línea de fuga creadora (16). Así, tal soledad es cualquier cosa menos un solipsismo: es la forma por la cual se deserta a la forma del yo y sus compromisos infames, a favor de otra conexión con el socius y el cosmos. De modo que el desafío del solitario, contrariamente a cualquier reclusión autista, aún cuando se llame Poroto o Bartleby, incluso cuando termine en un hospicio, es siempre encontrar o reencontrar un máximo de conexiones, extender lo más lejos posible el hilo de sus “simpatías” vivas (Lawrence) (17).
Tal vez todo esto dependa, en el fondo, de una rara teoría del encuentro. Incluso en el extremo de la soledad, encontrarse no es chocar extrínsecamente con otro, sino experimentar la distancia que nos separa de él, y sobrevolar esta distancia en un ir-y-venir loco: “Yo soy Apis, Yo soy un egipcio, un indio piel-roja, un negro, un chino, un japonés, un extranjero, un desconocido, yo soy un pájaro del mar y el que sobrevuela tierra firme, yo soy el árbol de Tolstoi con sus raíces” (18), dice Nijinski. Encontrar puede ser, también, envolver aquello o a aquél que uno se encuentra, de donde la pregunta de Deleuze: “¿Cómo puede un ser apoderarse de otro en su mundo, conservando o respetando, sin embargo, las relaciones y mundos que le son propios?” (19). A partir de esta distancia, que Deleuze llamó “cortesía”, Oury “gentileza”, Barthes “delicadeza”, Guattari “suavidad”, hay al mismo tiempo separación, ir-y-venir, sobrevuelo, contaminación, envolvimiento mutuo, devenir recíproco (20). También podría llamársela simpatía: una acción a distancia de una fuerza sobre otra (21). Ni fusión, ni dialéctica intersubjetiva, ni metafísica de la alteridad, sino distancias, resonancias, síntesis disyuntivas. Con esto Deleuze relanza el vivir-solo en una dirección inusitada. Una ecología subjetiva precisaría sostener tal disparidad de mundos, de puntos de vista, de modo tal que cada singularidad preservase, no sólo su inoperancia, sino también su potencia de afectar y de envolver en el inmenso juego del mundo. Sin lo cual cada ser zozobra en el agujero negro de su soledad, privado de sus conexiones y de la simpatía que lo hace vivir.
Como se ve, a pesar de lo extravagante del título de este texto, no pretendí presentar un manual de autoayuda sobre cómo vivir solos en tiempos sombríos. Quería partir de las vidas precarias, de los desertores anónimos, de los suicidados de la sociedad para problematizar sus soledades y también, desde el fondo de éstas, los gestos evanescentes que inventan una simpatía y hasta una solidaridad, en el contexto biopolítico contemporáneo. Entre un Bartleby, un Poroto o uno de nuestros locos, veo a veces esbozos de lo que podría llamarse una comunidad incierta, no sin conexión con eso que obsesionó a la segunda mitad del siglo XX, de Bataille a Agamben, a saber: la comunidad de los que no tienen comunidad, la comunidad de los solteros, la comunidad inoperante, la comunidad imposible, la comunidad del juego, la comunidad que viene. Lo que Barthes llamó “socialismo de las distancias”, o un socialismo (palabra caída en desuso) tal como Chatêlet redefinió: “…a cada cual según su singularidad”. Una cosa es segura: frente a la comunidad terrible que se propagó por el planeta, hecha de vigilancia recíproca y frivolidad, estos seres necesitan de su soledad para ensayar su bifurcación loca, y conquistar el lugar de sus simpatías.
Notas:
(1). Gilles Deleuze, Conversaciones, Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 275.
(2). Jean Oury, Seminaire de Sainte Anne, París, Du Scarabée, 1986, p. 9.
(3). J. Oury, Seminaire, op. cit., p. 41.
(4). Félix Guattari, Caosmosis, Buenos Aires, Manantial, 1996: “Está claro, acá, que no propongo la Clínica La Borde como un modelo ideal. Pero creo que esa experiencia, a pesar de sus defectos y sus insuficiencias, tuvo y todavía tiene el mérito de colocar problemas y de indicar direcciones axiológicas por las cuales la psiquiatría puede redefinir su especificidad”.
(5). F. Guattari, Ibíd.
(6). G. Deleuze y F. Guattari, Mil Mesetas, Valencia, Pre-Textos, 2002.
(7). Eduardo Pavlovsky, Poroto, Buenos Aires, Búsqueda de Ayllu, 1996.
(8). Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pre-Textos, 2006.
(9). Maurizio Lazzarato, Políticas del acontecimiento, Buenos Aires, Tinta Limón, 2006.
(10). Peter Sloterdijk, Esferas I, Madrid, Siruela, 2009.
(11). Roland Barthes, Cómo vivir juntos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
(12). G. Deleuze, Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 1980, p. 10.
(13). G. Deleuze, Ibíd., pp. 15-16.
(14). G. Deleuze, Ibíd., pp. 55-56.
(15). F. Guatari, Écrits pour l’Anti-Oedipe, París, Lignes & Manifestes, 2004, p. 446.
(16). G. Deleuze, Diálogos, op. cit., p. 14.
(17). G. Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 67. [Traducción ligeramente modificada].
(18). Vaslav Nijinsky, Diario, citado en El Anti-Edipo, Barcelona, Paidós, 1995, p. 83.
(19). G. Deleuze, Spinoza: filosofía práctica, Buenos Aires, Tusquets, 2004.
(20). François Zourabichvili, Deleuze, una filosofía del acontecimiento, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, p. 138. “Devenir”: “La gran idea es, por lo tanto, que los puntos de vista no divergen sin implicarse mutuamente, sin que cada uno ‘devenga’ el otro en un intercambio desigual que no equivale a una permutación”.
(21). M. Lazzaratto, Puissances de l’invention, París, Seuil, 2002, p. 98.
Fuente: Pelbart, Peter Pal (2009). Cómo vivir solos. En Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad. Tinta Limón Ediciones. Buenos Aires, 2009.
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