Caligrafía nómade XXXI/ Patricia Mercado
- Revista Adynata

- 3 sept
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Acomodaron los platos en la mesa mientras Bea sazonaba la carne entre vahos voluptuosos.
La pimienta hacía del jugo oscuro una provocación apenas contenida. Después, Gerardo abrió la botella de vino que esperaba desde la última navidad.
La noche exhudaba su aliento por la ventana.
Cecilia insistió con las servilletas de tela buscando una simetría que se le antojó bonita.
Cuando Bea trajo la fuente a la mesa se sentaron con un alborozo incipiente.
Gerardo sirvió el vino y brindaron. Por la vida, dijo alguno de los tres, y los cristales sonaron como campanas pequeñas desde un lugar ignoto.
Los cubiertos plateados comenzaron a moverse con agilidad. Las manos conducían aquellos artefactos con certeza: hincar,cortar,subir,bajar,esperar. Alrededor de la mesa parecían una orquesta afinada bajo el resguardo de una partitura conocida.
Comían con ganas, con legítima alegría. Parecían poseídos de una fe material. Los dientes destrozaban la sustancia con ahínco. Una voluntad antigua los lanzaba a tragar el mundo.
Bea sabía acicatear el deleite. Orfebre de incontables sabores jamás renunciaba al riesgo en sus platos. La clave era el vértigo del matiz.
Gerardo dijo, no entiendo eso de la degustación de vinos. En una hora ´probás un poco de muchos sabores hasta que el paladar no siente nada.Hay que elegir un vino y tomarlo, estar ahí. Otro día será otro.
Cecilia pensó que aquello del vino podia decirse de casi todo en la vida. ¿Cómo entregarse al deleite sino a costa de postergaciones? Pero en cambio comentó:cuando vuelva a Mendoza iré a una bodega a probar. Parecía preocupada por tachar una experiencia pendiente en algún registro tácito de placeres que la gente debe darse.
Gerardo había servido el vino en las copas de colores. Mientras bebía, la imagen difusa de su madre se cruzó por su mente. Sintió un dejo de nostalgia que enseguida la bebida alivió.
Bea dijo a Cecilia, el libro de Piglia puede interesarte. Cecilia estaba concentrada en un bocado delicioso de carne, evocaba la salsa de naranja que Bea le había hecho cuarenta años atrás cuando las dos soñaban mundos como si dibujaran hojas de ruta en largas conversaciones. ¿Dónde ir en la vida? Las palabras acunaban la pregunta en el trajín de largas horas.
Esos días otros hombres rondaban la vida de ambas, hombres que después partirían.
Gerardo llegó para quedarse junto a Bea muchos años, ser parte de a ratos, de la conversación de ellas.Y comer y beber el vino que, como un vidente, derramaba su clarividencia sobre ellos.
Con los años Bea y Cecilia dejaron de buscar destinos en un mapa. Mientras la letanía del tiempo dibujaba senderos en la cara de ambas, y los cuerpos iban y venían envueltos en sus avatares, la pregunta parecía otra. Percibían que la muerte, asomando su semblante en cada despedida, les donaba un umbral de existencia incierto, inabarcable, arduo. Un estar allí sobre el que plantar las palabras y los silencios.
Cecilia limpió su boca con la punta de la servilleta. Lo hizo rápido y sintió el color arena de la tela en la piel. Mientras, hablaban de Piglia (me interesa su idea del Estado como voz narrativa, decía Bea).
Cecilia volvía al vino y su encrucijada: a esa botella que bebían no parecía faltarle nada. Más bien la lengua se regodeaba en el cálido bordó con un dejo de totalidad, como cuando el cuerpo entra al mar en plena mañana. Quizás por eso dijo abrupta: como dice Quignard, los vinos cautivan al cuerpo por su vinculación con el pasado.
Gerardo asintió. Después se paró y puso un disco de Elis Regina que ellas adoraban.




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