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Caligrafía Nómade XXXIII / Patricia Mercado

  • Foto del escritor: Revista Adynata
    Revista Adynata
  • hace 4 días
  • 2 Min. de lectura

El dolor en el costado derecho persistía. Cada vez que se movía, algo dentro suyo parecía tirar de una rienda para impedírselo.

Volvía a la cama enojado y triste.

Sus planes se derrumbaban conforme pasaban los días.

Había venido de lejos para caminar ese pedazo del mundo.Y ahora los días pasaban tirado en una cama, encerrado, en la casita de madera.

Se refugió en los libros que había cargado en el bolso. Un talismán que había adquirido en sus días de estudiante, cuando vivía en el conurbano y estudiaba en la ciudad.

Noches aquellas de esperar en la estación vacía el último tren, el del tramo largo, que llegaba hasta el final del recorrido donde él vivía.

Paliaba el frío del andén, y el sueño, con algún libro que le hacía compañía. Leía y ese abrigo bastaba en la inclemencia.


Hizo lo mismo ahora, tirado en la cama, en la casita de madera.

A medida que se hacía viejo el cuerpo lo sorprendía con restricciones que no podía calcular en ninguno de sus planes.

Restricciones que lo dejaban varado en un andén, oscuro y frío, a la espera de un tren sin horario.

Allí, el tiempo perdía toda métrica. Iba deshaciéndose en extrañas morfologías que, como bocas sinuosas, desollaban la carnadura de sus proyectos hasta dejarlo desnudo.


Leía hasta cansarse y dormir. Entonces soñaba, como si leyera otro texto, en una lengua desconocida de la que ,sin embargo, reconocía algunos fragmentos.

El revoltijo de la cama era un mar donde dejarse ir hasta perder de vista la orilla.


El dolor le impedía comer. Cada tanto, la necesidad lo empujaba al baño. Una excursión de magnitudes épicas en su estado.

Le costaba acomodar la masa doliente de su cuerpo a la precisión del inodoro, del lavatorio, de la toalla.

El frío, pulcro y geométrico, de los azulejos parecía indiferente a su atribulada humanidad.

Prefería la cama de bordes imprecisos, su promesa de naufragio.

Una superficie blanda donde acurrucar lo incierto.


A veces pensaba cómo serían sus días finales. Imaginaba posibles agonías, algunas más barrocas otras más austeras.

Se extraviaba en largos soliloquios que mestizaban la angustia con una multitud de imágenes desordenadas. Una especie de corredor circular que lo devolvía a un punto ciego: el dolor que mordía, ora aquí, ora allá.


Después se aferraba a las páginas del libro como a una voz que le hablaba en ese desierto.

Esa voz no lo consolaba, más bien lo hundía en el vientre de los fantasmas que lo poblaban.

Hundirse parecía el único movimiento posible para un barco entregado a las fauces de lo inexorable.

La cama, y su entrevero de sombras, lo acunaban como si algún dios le hubiera otorgado una dádiva mínima.


Finalmente un día se levantó, y descubrió que el dolor había comenzado a ceder.

De a poco, probó sentarse en la silla destartalada de la cocina.

MIraba por la ventana crecer y declinar la luz.


La tarde que abrió la puerta de la casita de madera y sintió el viento sobre su piel, el tiempo comenzó a correr, otra vez, en dirección al porvenir.


Cy Twombly - Sin título - 1969 - Óleo y crayón sobre papel - 57,8 × 45,1 cm
Cy Twombly - Sin título - 1969 - Óleo y crayón sobre papel - 57,8 × 45,1 cm

Comentarios


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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