Los pies, apenas en el aire, hacen pensar en alguien que se despereza. Las sábanas, petrificadas, querrían caer deslizándose para terminar de descubrir el cuerpo desnudo. La suavidad endurecida de la almohada se multiplica por el blanco del mármol fabricando un descanso que, mismo siendo de pierda, resulta sorprendentemente atractivo. La boca semiabierta y la cabeza hacia adelante apoyada sobre los brazos nos dicen que vas por el agujero del conejo, acaso después de la fatiga o la confusión o la lujuria. El cuerpo torcido hacia abajo conserva una penumbra que la vigilancia médica del siglo XIX quisiera robarte, pero no puede. Los ojos escondidos detrás de los párpados de la estatua, tus ojos, no están vacíos; no son como los de una muñeca de porcelana, un maniquí o una máscara. Son ojos plenos, voluminosos, que recuerdan una mirada que, estando presente, a la vez está desconectada de nuestro tiempo. Opacos, no dejan ver nuestro reflejo fácilmente: mira, pero no nos mira, no sabe nada de nosotres. No descubrimos nada que nos una, todo está por construir.
Escribo esta carta para que sepas que no voy a olvidarme de vos. Escribo para que tu vida sea escrita una vez más por alguien. Escribo para que, apalabrado, el recuerdo de tu existencia pueda aparecer como aire fresco cuando quiera. Escribo para hacerte las cosas fáciles si acaso sentís el deseo de tocar la puerta de mi demonio personal, de hacerme llegar un pedido, un cariño, una advertencia. No es que lo necesites: te tiene sin cuidado lo que hago y yo me creo tan libre porque mis tendones se mueven. Y sin embargo ahí estás, un cuerpo que sopla a través de los siglos. ¿Imaginaste siquiera que algo así podía pasar? ¿Se te ocurrió pensar que alguien podría encenderse pensando en el misterio de tu vida? ¿Qué vida tuviste? ¿Sintió tu cuerpo esa antigua felicidad llena de demonios? ¿Amabas a la persona que te fijó para siempre esculpiendo o fue un gesto tirano, descuidado, que quiso arrancar la forma de tu vida? Dicen que sos la representación de una imagen divina, el resultado del amor de Hermes y Afrodita, ¡como si alguien fuera a creérselo! ¿Eso les dijiste? ¿Tal fue tu astucia?
Quisiera saber si dormís con calma o acaso fingís tu sueño para el artista que te mira o por si imprevistamente acechara algún peligro. ¿Tu ceño relajado sueña con qué? ¿Con quién? ¿Quiénes encendieron tu cuerpo arqueado, tus músculos depredadores? ¿Alguien lo hizo? ¿Conociste esas miradas a la vez de ternura y de deseo, que erizan la piel como una puñalada dejando ileso y a la vez eléctrico el cuerpo? Acaso podría alguna vez entrar al museo para acurrucarme con vos y hacerte estas preguntas. Confesártelo todo en una noche de amantes que se extraviaron en el tiempo. Contarte lo que creo que soy, lo que me insiste, lo que burbujea. Decirte que los burbujeos a veces se sienten como pequeños precipicios donde hay que dejarse ir de a poco para que el cuerpo no se desarme en la caída. Dejar que te salga una risa que trae la sabiduría de tantos cuerpos. Quizás dirías algo con esos signos de exclamación que usan las vidas que no tienen vergüenza: “mi niña… ¡cómo no vas a dejar caer ese cuerpo a ver qué pasa!”. Yo te escucharía mirando tus ojos plenos que no me ven e intentaría no preguntarte ni preguntarme, más bien preguntárteme por el deseo que me enciende a través de tu presencia incendiaria. Preguntártenos con las preguntas que llegan cuando la complicidad las arrima. Preguntármete cómo es que al lado tuyo la bolsa de moléculas que soy enloquece como catarata de ganas. Quizás entonces sentiría cómo conspira la sala del museo para hacer de mi cuerpo tu campo de batalla. Como si la mezcla de los preguntártenos, excitada, quisiera conocerse a sí misma, lamerse a sí misma, y la historia de la humanidad volviera a inventar los roles para verlos desaparecer a la mañana siguiente: mí cuerpo / tu campo de batalla. Unir mis labios tibios con el mármol frío de tu suavidad esculpida. Quiebre, umbral, desbalance de temperaturas. Quizás sea que duermo, pero juraría que la sábana termina de caer mientras tu cuerpo distraído se inclina encima del mío. Quizás tus brazos de piedra durísima me abracen o me sientan o me ahorquen amablemente en pleno campo de batalla. Quizás Wittig y Preciado estuvieran mirando desde siempre partiéndose de risa, pero ahora preparan las cuerdas que piden tus nudos. Quizás tus manos de piedra blanquísima avancen por mi vientre estirando la piel y los tejidos mientras me atraés hacia vos. Quizás mientras me mordés el cuello haciendo chorrear su saliva blanca sostengas mis piernas que ahora tiemblan. Quizás volando a través de los siglos tu cuerpo sintético de pura tecnología antiquísima de mármol capture la testosterona bloqueada con antiandrógenos que fluye por mi cuerpo y la androgenice para siempre. Quizás cobijes las preguntas en la ternura del abrazo, o las hagas estallar rabiosas e imparables con uno o dos orgasmos multiplicándolas, alentándolas para siempre. Nadie sabe lo que un flujo de mármol, preguntas y drogas de diseño para hacer y deshacer procesos generización pueden.
Preciado es lenguaje interplanetario de las tecnologías de lo vivo que me conecta con tu existencia tardoantigua que, de otro modo, se cerraría como los antros que amamos clausurados por la policía. Es el subidón de meterse Testo yonqui y la forma en que interactúa con el resto de las moléculas históricas y biológicas del cuerpo. Son tantas las aventuras químico-románticas. Como la pierna que sale por abajo de la sábana de algodón y poliester, cuando se interrumpe el sueño, para jugar con la textura fría, arquitectónica, de la pintura al agua sobre la pared, el límite duro y pulido de la civilización que te choca hasta en sueños. Ese es el espacio sintético-temporal donde podemos encontrarnos, el puente que empezó a tejerse el siglo pasado cuando el planeta llevó hasta el límite la intervención sobre sí mismo. Quisiera hacerte tantas preguntas. Todo, absolutamente todo, está por construir. No todo, me decís, ya sé. Pero están las preguntas.
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