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Foto del escritorRevista Adynata

Cauterizaciones / Cynthia Eva Szewach


De la angustia más sombría brotará la chispa

Elie Wiesel


Con las leñitas que voy quemando se va entibiando mi soledad

Atahualpa Yupanqui


Las cosas que encontramos en el fuego


Una mujer relata que cuando era niña le temía al incinerador. Un dispositivo que estaba en antiguos edificios y que consistía en una pequeña puerta hacia un hueco, ubicado en el pasillo de los departamentos, donde se tiraba la basura. Fantaseaba que una mano surgía de allí cuando su madre la enviaba a tirar la bolsa con residuos. Esa mano la arrastraba a un pasadizo horrendo, un sótano oscuro donde moriría quemada entre basura. Actualmente, cada tanto, fragmentos de esa imagen regresan en pesadillas como restos que aún no se disipan. Dijo una vez que metafóricamente venía a cauterizarse de ese recuerdo sin olvido. Cauterizar el incinerador.


Cauterizar es quemar una herida que sangra de manera que pueda cicatrizar, incluso se pueden ir borrando las marcas que deja. A veces vuelve a abrirse lo lastimado. No siempre es de una vez. Quemar lo que incinera, una paradoja.


Para Françoise Dolto muchos niños y muchas niñas que se orinan en la cama, dejan de hacerlo cuando sueñan dos o tres veces con incendios.


El fuego onírico como conquista del síntoma. Se encuentra en el “cuerpo propio” la relación con el líquido que puede extinguir lo que se enciende. ¿Cómo regular una llamarada peligrosa sin apagar el fuego del deseo? Soñar con fuego, escucha Dolto, es recurso para que se renuncie a dar muestras de otro ardor desbordado.


El fuego del soñar, da sitio a fundar lo reprimido, la sexualidad infantil. Freud recuerda en “La Conquista del fuego” la prohibición en algunos pueblos de orinar sobre cenizas de donde extrae también el saber popular la relación entre jugar con fuego y “hacerse pis en la cama”. Orinarse, soñar con fuego, temer a los incendios, si está despojado de censura y es leído como un enigma, estará en espera para ponerse en juego en otro momento de la vida, quizá en una escena erótica.


Una ética, una política, una poética del fuego. En “Darse al Fuego” Marcelo Percia dice que, a las voluptuosidades de las cercanías, las clínicas “las conjuran con distancias sin afectividad”. Las transmisiones, quizá pueden transformarse en “comunicaciones ignífugas”. Sostiene también que conversamos, no sólo como hogar, sino para inventar hogares, “inventar hogares en tiempos donde no hay a donde ir”. A veces literalmente alrededor de un fuego.


Un canto amado, conocido y escuchado cada vez con emoción proveniente de la diáspora europea, es el tema en idish llamado Oyfn Pripetchik (En el hogar). Alrededor de la llama de una chimenea, infancias, reciben de un maestro las primeras letras. Entre el cobijo de una transmisión, implora: “pongan su amor en saber las letras que enseño hoy”, Una melodía entrañable cantada en tono de emotiva tristeza.


Jugar con fuego sin riesgo. Winnicott atiende a Dennis, que tiene cinco años. Un niño de extrema apatía, con total imposibilidad de jugar o de interesarse por algo. Profería gritos, sudaba, se desvanecía o se ponía totalmente blanco, incluso perdía la conciencia. De pronto comenzó a jugar, en especial al fuego y al agua. Al principio representaban incendios o mojaduras, a menudo acompañadas por deseo real de orinar. Pero lo más importante consistía en jugar a lastimar a Winnicott, mutilarlo o destruir algún objeto importante del consultorio, tirando agua caliente en la cabeza, quemarle los pies, quemarle libros con satisfacción. En esta ficción de destrucción, el analista juega a mostrar que sufre un gran dolor, pero sobrevive. Hubo la creación de una atmósfera dice Winnicott.

 

En nuestra práctica quien se supone “fogueado”, puede tropezar con un acostumbramiento, perdiendo la sorpresa de lo inesperado, sin la fogosidad de lo que ocurre, lo incomprensible cada vez. Quizá hasta un modo infatuado. Lacan en 1973 dice traer una metáfora: “el analista es el fuego fatuo (feu follet). Esta metáfora no hace fiat lux. El fuego fatuo no ilumina nada, sale incluso ordinariamente de cierta pestilencia”. El analista no surge de una iluminación, es cierto, pero el hedor, lo residual que habita, ¿acaso no ilumina con pequeños fulgores sobre retazos de letras, imágenes, balbuceos o quizá sobre lo que será perdible?



Poner las manos en el fuego


Es una manera de decir, al sostener una apuesta de palabra por alguien. Si bien porta un antiguo origen, en su uso popular y metafórico, implica ofrecer, arriesgar una gran confianza.


Ruinas, escombros, cenizas, residuos, detritus están esparcidos entre las palabras, entre cuerpos que se encuentran. Nuestra práctica está hecha de amores, duelos, rabias, heridas, manchas, fuegos, extinciones. Entre palabras, dice Perlongher, a veces está lo que parece que no está. Pero también se inventa alrededor de lo que nunca estará.


Hay tiempos de calma, donde se puede hablar a fuego lento y ubicar en cenizas vivas de voz: el susurro, el titubeo, el murmullo. En las cenizas atizadas de la mirada; el parpadeo, lo que titila, la penumbra, las sombras, algún resplandor que surge tenue. Lugares clínicos, como mínimo vestigio de lo representable y fundante de un resto a la espera que cause lo expectante y a la vez de un deshecho como precipitado, perdible para siempre.1


Navegamos en la práctica entre el entusiasmo de un partir incierto y la tentación en ocasiones, de quemar las naves, cuando en el encuentro los sentimientos y las palabras se enclaustran, usurpan, domestican y por lo tanto quedan incineradas. Es el momento de una detención que interrogue cómo seguir.


En el libro “El salvajismo materno” Anne Dufourmantelle desarrolla un relato de alguien que sufre dolores muy fuertes de cabeza. La analista le dice: “Dijo cabeza quemada. Sus dolores de cabeza, podría ser una quemadura”. Es leído el intenso dolor a partir de allí como una memoria en el cuerpo de algo no narrado por la voz materna y desde varias generaciones anteriores. Una llaga muda.


La vida se empobrece, pierde interés, dice Freud en “Nuestra actitud ante la muerte”, cuando la puesta, en la vida misma, no se arriesga. Nuestros lazos sentimentales, la intolerable intensidad de nuestra pena, acentúa, nos inclinan a evitar todo peligro. Excluimos por ejemplo los experimentos con sustancias explosivas dice Freud. ¿Se trata de no jugar con fuego?


En “Amor de transferencia” sin embargo agrega que el psicoanalista sabe que trabaja con fuerzas explosivas y que le hace falta la misma cautela y escrupulosidad del químico. Pero, ¿acaso le han prohibido alguna vez al químico ocuparse, a causa de su peligrosidad, de sus materias explosivas, indispensables a pesar de su efecto?


Breuer, luego de un tramo valioso de recorrido, no pudo seguir con las fantasías y pasiones ocurridas en los encuentros con Anna O, algunos efectos de su retirada. Una marca indeleble de los comienzos del psicoanálisis. Muchos años después, sabemos que Bertha Pappenheim (Anna) se convirtió en una activista social fervorosa, directora de instituciones que refugiaron niñas en la pobreza y víctimas de maltrato, huérfanos de guerra, madres solas sin lugar. Escribe en 1907 un poema donde repite un estribillo: (…) el amor no vino a mí / (…) el amor no vino a mí. Sin embargo, a los veinte años se había enamorado, de su médico, Breuer, a quien, desde ya, ella no le fue indiferente. Le ofreció además una presencia y escucha atenta a sus enormes sufrimientos, desesperaciones, alucinaciones en la asociación libre que inaugura Anna. Lo que Breuer no pudo dar lugar fue a su propio amor por ella. Pero ¿De qué modo? ¿Cómo hubiese podido alojar sin rechazarlo ni consumarlo? La demanda transferencial no carecía de dificultad. Pero queda sacrificada finalmente la experiencia analítica en lo que Freud llamó “suceso adverso”. Al mismo tiempo Ana O, dio paso a nuevos rumbos en la práctica y formó parte de la historia del psicoanálisis, en “La novela familiar de los psicoanalistas”.2


Asumo una ficción breueriana. Ambos portaban una gran herida de una pérdida infantil. Breuer pierde a su madre a los ocho años llamada también Bertha, y Bertha pierde una amada hermana a los ocho años que poco se subraya. Dolor innombrado que los contactaba en un nombre y una infancia. Fue una zona no incluida para interrogar.


La joven finalmente queda destituida de un sitio cuya huella, una conjetura, está en el doloroso poema. Freud retoma la posta, no huye en principio de los amores que recibe, los incluye como parte del asunto. En parte quedan marcados a fuego los comienzos del psicoanálisis en las tensiones entre no impugnar ese amor, y al mismo tiempo amortiguar, destituir, a veces neutralizar el que se ubica del lado del analista. Aunque el privilegio se encuentra en el amor al saber inconsciente, el saber no sabido y al texto a ser leído, la forma de pensar, mucha agua bajo el puente, aquello que fue nombrado como “contratransferencia”, sitúa la idea que se tenga de lo que en psicoanálisis llamamos abstinencia.



Lo inapagado


El presagio es de fuego, escribe bajo el título “Piedras de viento” Federico Galindo. Se refiere a la película “Noches de fuego”, ópera prima de la salvadoreña Tatiana Hueso. Una población mexicana, se ve arrasada por la amenaza del secuestro de niñas perpetrado por militares o narcos armados. Las madres con terror y a la vez coraje, enseñan a sus hijas a escuchar y distinguir los ruidos y sonidos de las diversas vibraciones para anticipar si se trata o no, de la presencia de un peligro por venir. Les enseñan a esconderse y transforman su apariencia, cubren su femineidad, sacrifican sus cabellos a partir de la pubertad, para protegerlas. Además de ser la película un elogio de la amistad entre niñas, en la narración la presencia protagónica del fuego oficia como aviso de una inquietante violencia, a la vez que la quema de pertenencias es un modo elegido, colectivo, un intento de encomunarse, pero un anticipo de que la salida es emigrar.


En “El juguete Rabioso” Silvio Astier realiza acciones para sentir existencia y salirse de un destino; “sufrirás, siempre sufrirás. Un día incendia la ladronera de su patrón, con unos carbones encendidos en el brasero.


El humo del crimen inolvidable. Elie Wiesel, sobreviviente, en su libro “Trilogía de la noche” escribe que jamás, jamás, olvidará el humo y las llamas que consumieron tantas vidas, tantas infancias y tantos sueños pulverizados. “Noche. Nadie deseaba que la noche pasara rápidamente. Las estrellas no eran sino chispas del gran fuego que nos devoraba”.


A veces aquello que se puede sentir Heimlich, hogareño, familiar, convive con retornos inhóspitos o derivan a lo unheimlich, lo inhóspito, in-habitante que acampa en nuestra propia casa y parece un deshogar.


Aun así, alguna persistente apuesta puede cauterizar poco a poco hemorragias entre las tinieblas sombrías.



1 Un agradecimiento a Darío Gigena, por la invitación a pensar el tema “Cenizas” en el Seminario organizado en el Hospital Alvear, año 2023

2 Título del interesante ensayo de Patricia Fochi en “Fanzine psicoanalítico 2, una realidad desconocida” 2024, Otro Cauce.



Anna Bukhareva Fuego sagrado 2022 Oil on board 45.7 × 61 cm


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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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