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El mito revolucionario. 2da parte / Jean Paul Sartre


Volvamos, pues, a la ciencia, que por lo menos tiene hechas sus pruebas, burguesa o no. Sabemos lo que enseña sobre la materia: animado exteriormente, condicionado por el estado total del mundo, sometido a fuerzas que vienen siempre de fuera, compuesto de elementos que se agregan sin penetrarse y que se conservan extraños a él, un objeto material es exterior a sí mismo, sus propiedades más evidentes son estadísticas, no son sino la resultante de los movimientos de las moléculas que lo componen. La Naturaleza, como dice Hegel tan profundamente, es exterioridad. ¿Cómo hallar sitio en tal exterioridad para ese movimiento de interiorización absoluta que es la dialéctica? ¿No ve usted que, según la idea misma de la síntesis, la vida sería irreductible a la materia, y la conciencia humana irreductible a la vida? Entre la ciencia moderna, objeto del amor y de la fe materialista, y la dialéctica, de la que pretenden hacer los materialistas su instrumento y su método, hay la misma distancia que observábamos hace un momento entre su positivismo y su metafísica: el uno arruina a la otra. De modo que nos dirán, con la misma tranquilidad, ora que la vida es una serie compleja de fenómenos físico-químicos, ora que es un momento irreductible de la dialéctica natural. O más bien, se esforzarán sin buena fe por pensar ambas cosas a la vez. A través de sus confusas explicaciones siente uno que han inventado la noción fugitiva y contradictoria de las irreductibilidades reductibles.

Roger Garaudy se siente satisfecho con eso. Pero cuando uno le escucha se asombra de sus oscilaciones: tan pronto afirma, en lo abstracto, que el determinismo mecanicista ha muerto, y que debe ser reemplazado por la dialéctica, como, cuando se esfuerza por explicar una situación concreta, vuelve a las relaciones causales, que son lineales y que suponen la exterioridad absoluta de la causa en relación con su efecto. Quizás esta noción de causa sea la que manifiesta mejor la confusión de pensamiento en que han caído los materialistas. Cuando pedí a Pierre Naville que definiera dialécticamente esa famosa causalidad que él se complace en utilizar, pareció turbado. Cómo le comprendo!

De buena gana diré que la noción de causa está en suspenso entre las relaciones científicas y las síntesis dialécticas. Como el materialismo es, ya lo hemos visto, una metafísica explicativa (quiere explicar ciertos fenómenos sociales por otros, lo psíquico por lo biológico, lo biológico por las leyes físico-químicas) utiliza por principio el esquema causal. Pero, como ve en la ciencia la explicación del universo, se vuelve hacia ella y comprueba con sorpresa que la asociación causal no es científica. ¿Dónde está la causa en la ley de Joule, en la de Mariotte, en el principio de Arquímedes o en el de Carnot? Por lo general la ciencia establece relaciones funcionales entre los fenómenos y escoge la variable independiente según le sea cómodo. Por lo demás, es rigurosamente imposible expresar la relación cualitativa de causalidad en el lenguaje matemático. La mayoría de las leyes físicas tienen, simplemente, la forma de funciones del tipo y = f (x). Otras establecen constantes numéricas; otras nos proporcionan las fases de fenómenos irreversibles, pero sin que se pueda decir que una de esas fases sea causa de la siguiente (¿puede acaso decirse que en la cariocinesis la disolución nuclear sea causa de la segmentación del filamento protoplásmico?).

De esta suerte, la causalidad materialista se queda en el aire, porque tiene su origen en el propósito metafísico de reducir el espíritu a la materia, y explicar lo psíquico por lo físico. El materialista, desengañado porque hay demasiado poco en la ciencia para apoyar sus explicaciones causales, se vuelve, pues, hacia la dialéctica. Pero en la dialéctica hay demasiado: el vínculo causal es lineal y la causa no deja de ser exterior a su efecto; además, en el efecto nunca hay algo más que en la causa, porque de otro modo ese residuo quedaría sin explicación. En cambio, el progreso dialéctico es totalizador: a cada nueva etapa se vuelve hacia el conjunto de las posiciones superadas y las abraza todas en su seno. Y el paso de una etapa a otra es siempre un enriquecimiento: hay siempre más en la síntesis que en la tesis y la antítesis reunidas. Por lo tanto, la causa de los materialistas no puede ni apoyarse en la ciencia ni aferrarse a la dialéctica, sigue siendo una noción vulgar y práctica, simple indicación del esfuerzo permanente del materialismo por curvar la una hacia la otra y tomar por la fuerza dos métodos que se excluyen; es el tipo de la falsa síntesis y el uso que se hace de ella es de mala fe.

Nunca es esto tan sensible como en las tentativas marxistas de estudiar las "superestructuras". En un sentido, las superestructuras son "reflejos" del modo de producción: "Si hallamos —escribe Stalin— en el régimen de la esclavitud tales ideas y teorías sociales, tales opiniones e instituciones políticas, mientras que en el feudalismo encontramos otras y otras aún en el capitalismo, ello se explica no por la "naturaleza" o por las "propiedades" de las ideas, teorías, opiniones e instituciones políticas, sino por las condiciones diversas de la vida material de la sociedad en los distintos períodos del desarrollo social. El estado de la sociedad, las condiciones de la vida material de la sociedad son las que determinan sus ideas, sus teorías, sus opiniones políticas, sus instituciones políticas".i

El empleo del término "reflejo", el del verbo "determinar", y el aspecto general de este pasaje nos informan suficientemente: estamos en el terreno del determinismo, toda la superestructura se sostiene y está condicionada por el estado social cuyo reflejo es; la relación del modo de producción con la institución política es la de causa a efecto. Así fue cómo alguien quiso ver en la filosofía de Spinoza el reflejo exacto del comercio de granos en Holanda. Pero, al mismo tiempo, por las necesidades mismas de la propaganda marxista, es preciso que las ideologías tengan una especie de suficiencia de ser y de réplica activa sobre la situación social que las condiciona: ello significa, en suma, una cierta autonomía con respecto a las estructuras de base. De ahí que los marxistas recurran a la dialéctica y hagan de la estructura una síntesis que emana, sí, de las condiciones de producción y de vida material, pero cuya naturaleza y leyes de desarrollo tienen una real "independencia".

Stalin, en el mismo opúsculo, escribe: "Las nuevas ideas y teorías sociales sólo surgen cuando el desarrollo de la vida material de la sociedad plantea a la sociedad nuevas tareas... Si surgen nuevas ideas y teorías sociales es precisamente porque son necesarias a la sociedad; porque, sin su acción organizadora, movilizadora y trasformadora, la solución de los apremiantes problemas que comporta el desarrollo de la vida material de la sociedad es imposible".ii En este texto, como se ve, la necesidad ha cobrado un aspecto muy distinto: surge una idea porque es necesaria para el cumplimiento de una nueva misión.

Es decir que la misión, aún antes de cumplida, reclama la idea que "facilitará" su cumplimiento. La idea es postulada, suscitada por un vacío que ella misma viene a llenar. Y es efectivamente, la expresión "suscitada" la que emplea Stalin unas líneas más abajo. Esta acción del futuro, esta necesidad que se confunde con la finalidad, ese poder organizador, movilizador y trasformador de la idea, nos devuelven evidentemente al terreno de la dialéctica hegeliana.

¿Pero cómo puedo yo creer a la vez en las dos afirmaciones de Stalin? La idea ¿es "determinada por el estado social" o "suscitada por las nuevas tareas a cumplir"? ¿Deberemos pensar como él que "la vida espiritual de la sociedad es un reflejo de (la) realidad objetiva, un reflejo del ser", es decir una realidad derivada, tomada a préstamo, que no tiene ser propio, algo semejante a los "lecta" de los estoicos? ¿O, por el contrario, afirmar con Lenin que "las ideas se convierten en realidades vivientes cuando viven en la conciencia de las masas"? ¿Relación causal y lineal que implicaría la inercia del efecto, del reflejo, o relación dialéctica y sintética, que implicaría que la síntesis última reaccione sobre las síntesis parciales que la han producido, para abrazarlas y fundirlas en sí misma, y por consiguiente que la vida espiritual, aunque emanando de la vida material de la sociedad, reaccione a su vez sobre ella y la absorba por completo? Los materialistas no deciden: oscilan de uno a otro partido, afirman en lo abstracto la progresión dialéctica, pero sus estudios concretos se limitan por lo general a las viejas explicaciones de Taine sobre el determinismo del medio y del momento.iii

Pero hay más. ¿Qué significa, exactamente, ese concepto de materia que emplean los dialécticos? Si lo toman de la ciencia, será el concepto más pobre el que se funda con otros conceptos para llegar a una noción concreta, la más rica. Esta noción, para terminar, comprenderá en sí misma, como una de sus estructuras, el concepto de materia, pero lejos de explicarse por él será ella quien lo explicará. En ese caso, es posible partir de la materia, como la abstracción más vacía; o partir del ser, como hace Hegel; la diferencia no es grande, si bien el punto de partida hegeliano, por ser el más abstracto, es el mejor elegido. Pero si debemos realmente invertir la dialéctica hegeliana y "pararla sobre sus pies", es preciso convenir en que la materia, elegida como punto de partida del movimiento dialéctico, no se presenta a los marxistas como el concepto más pobre sino como la noción más rica; se identifica con todo el universo, es la unidad de todos los fenómenos; los pensamientos, la vida, los individuos no son sino sus modos; es, en suma, la gran totalidad spinozista. Pero si es así, y si la materia marxista es la exacta contrapartida del espíritu hegeliano, llegamos a este resultado paradójico: el marxismo, con el fin de parar la dialéctica sobre sus pies, ha tomado como punto de partida la noción más rica. Y no cabe duda de que, para Hegel, el espíritu es el punto de partida, pero como virtualidad, como llamado; la dialéctica es una misma cosa con su historia. En cambio para los marxistas es la materia total, en acto, lo que se da ante todo, y la dialéctica, así se aplique a la historia de las especies o a la evolución de las sociedades humanas, no es sino el reconocimiento del devenir parcial de uno de los modos de esa realidad.

Pero, justamente, si la dialéctica no es la generación misma del mundo, si no es enriquecimiento progresivo, no es nada. Al volver la dialéctica sobre sus pies, el marxismo le ha disparado el tiro de gracia.

¿Cómo es posible que no se haya reparado en ello?, se dirá. Es que nuestros materialistas han construído sin buena fe un concepto escurridizo y contradictorio de "materia", por el que entienden ora la abstracción más pobre ora la totalidad concreta más rica, según sus necesidades.

Saltan de la una a la otra y con cada una enmascaran la otra.

Y cuando, por fin, se sienten acorralados y no pueden ya evadirse, declaran que el materialismo es un método, una dirección del espíritu; si se los apremia un poco, dirán que es un estilo de vida. No errarían por completo, y yo haría de ella, por mi parte, una de las formas del espíritu de gravedad y de la fuga ante sí mismo. Pero si el materialismo es una actitud humana, con todo lo que este concepto comporta de subjetivo, de contradictorio y de sentimental, que no se lo presente como una filosofía rigurosa, como la doctrina de la objetividad. He visto muchas conversiones al materialismo: se entra en él como en religión.

Podría definirlo como la subjetividad de quienes se avergüenzan de su subjetividad.

Es también, por cierto, el malhumor de quienes sufren en su cuerpo y conocen la realidad del hambre, las enfermedades, el trabajo manual, y todo lo que puede minar a un hombre. En una palabra, una doctrina de primer movimiento. El primer movimiento es perfectamente legítimo, sobre todo cuando expresa la reacción espontánea de un oprimido contra su situación; pero no por ello es el buen movimiento. Siempre contiene una verdad, pero la excede. Afirmar contra el idealismo la realidad aplastante del mundo material no es necesariamente ser materialista. Ya volveremos sobre esto.

Pero, por otra parte, la dialéctica, al caer del cielo sobre la tierra, ¿cómo ha guardado su necesidad? La conciencia hegeliana no necesita hacer la hipótesis dialéctica; no es un puro testigo objetivo que asiste desde lo exterior a la generación de las ideas; es dialéctica ella misma, se engendra a sí misma según las leyes de la progresión sintética; no es necesario que a las relaciones les atribuya el carácter de necesidad; es esa necesidad, la vive. Y su certeza no procede de alguna evidencia más o menos criticable, sino de la identificación progresiva de la dialéctica de la conciencia con la conciencia de la dialéctica. En cambio, si la dialéctica representa el modo de desarrollo del mundo material; si la conciencia, lejos de identificarse íntegramente con la dialéctica íntegra, no es más que “un reflejo del ser”, un producto parcial, un momento del progreso sintético; si, en vez de asistir a su propia generación desde dentro, la invaden sentimientos e ideologías que tienen sus raíces fuera de ella, y que ella recibe sin producirlos, entonces no es sino un eslabón de una cadena cuyo comienzo y cuyo fin están muy alejados; ¿y qué puede decir de cierto sobre la cadena, a menos que

sea la cadena íntegra? La dialéctica deposita en ella algunos efectos y prosigue su movimiento; consideramos esos efectos, la reflexión puede juzgar que demuestran la existencia probable de un modo sintético de progresión. O bien puede formar conjeturas sobre la consideración de los fenómenos exteriores: de todos modos deberá contentarse con mirar la dialéctica como una hipótesis de trabajo, como un método que es preciso ensayar y que sólo se justificará por su éxito. ¿Por qué los materialistas consideran, pues, ese método de investigación como una estructura del universo, por qué se declaran seguros de que "las relaciones y el acondicionamiento recíproco de los fenómenos, establecidos por el método dialéctico, constituyen las leyes necesarias de la materia en movimiento",iv cuando las ciencias de la naturaleza proceden, en cambio, de otra actitud espiritual, y usan métodos rigurosamente opuestos, y si la ciencia histórica está aún en sus primeros pasos? Es, sin duda, porque al trasportar la dialéctica de un mundo al otro no han querido renunciar a las ventajas que tenía en el primero. Le han conservado su necesidad y su certeza, al tiempo que se privaban del medio de controlar esa necesidad y esa certeza. Así han querido acordar a la materia el modo de desarrollo sintético, que no pertenece sino a la idea, y pedido prestado a la reflexión de la idea sobre sí misma un tipo de certeza que no ocupa lugar alguno en la experiencia del mundo.

Pero, en ese instante, la materia se convierte a su vez en idea; conserva nominalmente su opacidad, su inercia, su exterioridad, pero además ofrece una transparencia perfecta (porque se puede decidir de sus procesos internos con una certeza absoluta y por principio) ; es síntesis, progresa por un enriquecimiento constante. No nos engañemos: aquí no hay una superación simultánea del materialismo y del idealismo;v opacidad y trasparencia, exterioridad e interioridad, inercia y progresión sin ética están, simplemente, adosadas en la unidad falaz del "materialismo dialéctico". La materia ha seguido siendo la que nos revela la ciencia, no hubo combinación de los opuestos, falta ese concepto nuevo que los funda realmente en sí mismos y que no sea, precisamente, materia ni idea; esa oposición no se salva prestando a hurtadillas a uno de los contrarios las cualidades del otro. Es preciso reconocerlo: el materialismo, cuando se pretende dialéctico, ingresa en el idealismo. Así como los materialistas se declaran positivistas y frustran su positivismo por el uso que implicitamente hacen de la metafísica; así como proclaman su racionalismo y lo destruyen por su concepción del origen del pensamiento; así niegan su principio, que es materialismo, en el momento mismo en que lo plantean, por recurrir secretamente al idealismo.vi Esta confusión se refleja en la actitud subjetiva del materialista para con su propia doctrina: pretende estar seguro de sus principios, pero afirma más de lo que puede probar. "El materialista admite...", dice Stalin. Pero, ¿por qué lo admite? ¿Por qué admitir que Dios no existe, que el espíritu es un reflejo de la materia, que el desarrollo del mundo se hace por el conflicto de fuerzas contrarias, que hay una verdad objetiva, que no hay en el mundo cosas incognoscibles sino únicamente cosas aún desconocidas? Nadie nos explica tal cosa. Si es verdad que, "suscitadas por las nuevas tareas que plantea el desarrollo de la vida material de la sociedad, las ideas y las teorías sociales nuevas se abren camino, se convierten en patrimonio de las masas populares, a las que movilizan y organizan contra las fuerzas decadentes de la sociedad, facilitando así la eliminación de esas fuerzas que traban el desarrollo de la vida material de la sociedad", no cabe duda de que el proletariado adopta esas ideas porque le informan sobre su situación presente y sus necesidades, porque son el instrumento más eficaz para su lucha contra la clase burguesa. "El fracaso de los utopistas, incluidos los populistas, anarquistas, socialistas revolucionarios, se explica entre otras razones —dice Stalin en la obra citada— porque no reconocen el papel primordial de las condiciones de la vida material de la sociedad en el desarrollo de la sociedad; habían caído en el idealismo, y fundaban su actividad práctica no en las

necesidades del desarrollo de la vida material sino, independientemente y contra esas necesidades, en "planes ideales" y "proyectos universales", desconectados de la vida real de la sociedad. La razón de la fuerza y vitalidad del marxismo-leninismo es que, en su actividad práctica, se apoya precisamente en las necesidades del desarrollo de la vida material de la sociedad, sin separarse nunca de la vida real de la sociedad". Si el materialismo es el mejor instrumento de acción, su verdad es de orden pragmático; es verdad para la clase obrera, porque le resulta útil; y como el progreso social debe efectuarse por la clase obrera, es más cierto que el idealismo, que ha servido un tiempo los intereses de la burguesía cuando era una clase ascendente, y que hoy no puede sino trabar el desarrollo de la vida material de la sociedad.

Pero cuando el proletariado haya por fin absorbido en su seno a la clase burguesa y realizado la sociedad sin clases, aparecerán nuevas tareas que "suscitarán" nuevas ideas y teorías sociales: el materialismo habrá muerto, porque es el pensamiento de la clase obrera y ya no habrá clase obrera. Concebido objetivamente, como expresión de las necesidades y de las tareas de una clase, el materialismo se convierte en una opinión, es decir una fuerza de movilización, de trasformación y de organización cuya realidad objetiva se mide por su poder de acción.

Y esa opinión que pretende ser una certeza lleva en sí su propia destrucción, porque en nombre de sus principios, justamente, debe considerarse a sí misma como hecho objetivo, reflejo de ser, objeto de ciencia, y al mismo tiempo destruye la ciencia que debe analizar, y fijarla por lo menos como opinión. El círculo es evidente, y el conjunto se queda en el aire, flotando perpetuamente entre el ser y la nada.

El stalinista sale del paso gracias a la fe. Si "admite" el materialismo es porque quiere obrar, cambiar el mundo: cuando uno se ha alistado en una empresa grandiosa, no tiene tiempo de mostrarse muy exigente en la elección de los principios que la justifican. Cree en Marx, en Lenin, en Stalin, admite el principio de autoridad y, en suma, conserva la fe ciega y tranquila de que el materialismo es una certidumbre. Esta convicción reaccionará sobre su actitud general frente a todas las ideas que se le propone. Observemos de cerca una de sus doctrinas o alguna de sus afirmaciones concretas, nos dirá que no tiene tiempo que perder, que la situación es urgente, que ante todo debe obrar, consagrarse a lo más urgente, trabajar en la Revolución: más tarde tendremos tiempo de discutir los principios, o más bien ellos mismos volverán a ponerse en discusión; pero por ahora hay que rechazar toda impugnación, porque puede debilitar. Está muy bien. Pero si él ataca a su vez, si critica el pensamiento burgués o tal cual posición intelectual que juzga reaccionaria, pretenderá poseer la verdad; los mismos principios de que nos decía hace un momento que no había tiempo para discutirlos, se convierten de pronto en evidencias, pasan de la categoría de opiniones útiles a la de verdades.

Los trotskistas, le decimos, se engañan; pero no son, como usted pretende, indicadores de la policía; usted sabe que no lo son. Al contrario, nos contesta, sé perfectamente que lo son; lo que piensan en el fondo me es indiferente; la subjetividad no existe. Pero objetivamente hacen el juego de la burguesía, se comportan como provocadores e indicadores, porque da lo mismo hacer inconscientemente el juego de la burguesía o prestarle un concurso deliberado.

Le respondemos que, precisamente, no es lo mismo, y que la conducta del trotskista y del agente policial no se parecen, en toda objetividad.

Responde que tan nocivos son uno como el otro, que ambos tienen por finalidad trabar el avance de la clase obrera. Y si insistimos, si le mostramos que hay muchas maneras de trabar ese avance y que no son equivalentes, ni siquiera en sus efectos, responde que esas distinciones, aunque fueran ciertas, no le interesan; estamos en un período de lucha, la situación es simple y las posiciones bien definidas; ¿para qué tanto refinamiento? No debe estorbarse al militante comunista con cuestiones bizantinas. Y hemos vuelto a lo útil. La proposición según la cual "el trotskista es un indicador" oscila perpetuamente del estado de opinión útil al de verdad objetiva.13

Esta ambigüedad de la noción marxista de verdad se demuestra inmejorablemente en un caso: la ambivalencia de la actitud comunista frente al sabio. Los comunistas le defienden como cosa suya, explotan sus descubrimientos, hacen de su pensamiento el único tipo de conocimiento válido; pero su desconfianza para con él no se desarma. En la medida que se apoyan en la noción rigurosamente científica de objetividad necesitan de su espíritu crítico, de su gusto por la investigación y la discusión de su lucidez; que rechaza el principio de autoridad y que recurre constantemente a la experiencia o a la evidencia racional.

Pero desconfían de esas mismas virtudes en la medida que son creyentes; porque la ciencia pone en tela de juicio todas las creencias: si aporta sus cualidades científicas al partido, si reclama el derecho a examinar los principios, el estudioso se convierte en un "intelectual", y entonces habrá que oponer a su peligrosa libertad de espíritu, expresión de su relativa independencia material, la fe del militante obrero que, por su propia situación, necesita creer en las directivas de sus jefes. vii

Este es, pues, el materialismo por el que se quiere que optemos: un monstruo, un Proteo inaprensible, una gran apariencia vaga y contradictoria.

Se me invita a elegir hoy mismo, en plena libertad de espíritu, con toda lucidez; y lo que debo elegir libremente, lúcidamente, con lo mejor de mi pensamiento, es una doctrina que destruye el pensamiento.

Sé que para el hombre no hay otra salvación que la liberación de la clase obrera; lo sé antes de ser materialista; me ha bastado con observar los hechos; sé que los intereses del espíritu están con el proletariado. ¿Es una razón para que exija a mi pensamiento, que me ha conducido hasta aquí, que se destruya a sí mismo, para obligarlo en adelante a renunciar a sus criterios, pensar lo contradictorio, descuartizarse entre dos tesis incompatibles, perder hasta la clara conciencia de sí mismo, lanzarse a ciegas a una carrera vertiginosa que lleva a la fe? Echate de hinojos y creerás, dice Pascal. Otro tanto pretende el materialista. Si se tratara de que, cayendo yo de rodillas, asegurase con ese sacrificio la felicidad de los hombres, debería aceptarlo; pero se trata de renunciar por todos a los derechos de libre crítica, a la evidencia, a la verdad, en suma. Se me dice que todo eso me será devuelto más tarde; pero no tengo pruebas.

¿Cómo puedo creer en una promesa que se me hace en nombre de principios que se destruyen a sí mismos? No sé más que una cosa: que mi pensamiento debe hoy mismo abdicar. He caído en este dilema inaceptable: traicionar al proletariado para servir la verdad, o traicionar la verdad en nombre del proletariado.

Si considero la fe materialista no ya en su contenido sino en su historia, como un fenómeno social, veo claramente que no es un capricho de intelectuales ni el simple error de un filósofo. Por lejos que me remonte, la encuentro asociada a la actitud revolucionaria. El primero que quiso realmente liberar a los hombres de sus temores y sus cadenas, el primero que quiso, en su ámbito, abolir la servidumbre, Epicuro, era materialista. El materialismo de los grandes filósofos, como el de las "sociedades de pensamiento", contribuyó no poco a preparar la Revolución de 1789. Por fin, los comunistas emplean de buena gana, para defender su tesis, un argumento que se asemeja singularmente al que utiliza el católico para defender su fe: "Si el materialismo fuera falso —dicen— ¿cómo explicaría usted que haya logrado la unidad de la clase obrera, que haya permitido conducirla a la lucha y que nos hiciera alcanzar en el último medio siglo, a pesar de la más violenta de las represiones, esta sucesión de victorias?" Este argumento, que es eclesiástico y que prueba a posteriori, por el triunfo, no carece de proyecciones.

Es verdad que el materialismo es hoy la filosofía del proletariado, en la medida exacta que el proletariado es revolucionario; esta doctrina austera y engañosa contiene las esperanzas más ardientes y puras; esta teoría que niega radicalmente la libertad del hombre se ha convertido en instrumento de su más radical liberación. Ello significa que su contenido es apropiado para "movilizar y organizar" las fuerzas revolucionarias; y también que hay una relación profunda entre la situación de una clase oprimida y la expresión materialista de esa situación.

Pero no podemos deducir que el materialismo sea una filosofía, y menos que sea la verdad.

En la medida que permite una acción coherente, en la medida que expresa una situación concreta, en la medida que millones de hombres encuentran en él una esperanza, y la imagen de su condición, el materialismo debe encerrar ciertas verdades. Pero ello no permite decir que sea íntegramente cierto como doctrina. Las verdades que contiene pueden estar recubiertas, sumergidas por el error; es posible que, para acudir a lo más urgente, el pensamiento revolucionario haya esbozado una construcción rápida y temporaria, lo que llaman las costureras un hilván. En ese caso, en el materialismo hay mucho más de lo que exige el revolucionario; y también hay mucho menos, porque esa captación presurosa y forzada de las verdades les impide organizarse entre sí espontáneamente y conquistar su verdadera unidad. El materialismo es indiscutiblemente el único mito que convenga a las exigencias revolucionarias; y el político no va más lejos: como el mito le sirve, lo adopta. Pero, si su empresa ha de ser perdurable, no es un mito lo que precisa sino la Verdad. Corresponde al filósofo hacer que se sostengan entre sí las verdades que contiene el materialismo, y constituir poco a poco una filosofía que convenga tan exactamente como el mito a las exigencias revolucionarias. Y el mejor medio, para distinguir esas verdades en el error en que flotan, es determinar esas exigencias a partir de un examen atento de la actitud revolucionaria, rehacer en cada caso el camino por el que han llegado a reclamar una representación materialista del universo, y ver si no han sido desviadas, cada vez, de su sentido primitivo. Si las libramos del mito que las aplasta, y que las enmascara ante sí mismas, quién sabe si trazarán las grandes líneas de una filosofía coherente que tenga sobre el materialismo la superioridad de ser una descripción verdadera de la naturaleza y de las relaciones humanas.



i Stalin: Matérialisme dialectique et Matérialisme historique, Editions sociales, París.

ii Pág. 16. El subrayado es mío.

iii La diferencia es que definen el medio más precisamente por el modo de vida material.

iv Stalin, Ibid. (pág. 13).

v Aunque Marx, a veces, lo pretende. Escribía en 1844 que era preciso superar la antinomia del idealismo y del materialismo; y Henri Lefebvre, comentándolo, declara en El materialismo dialéctico (pág. 80): "El materialismo histórico, claramente expuesto en La Ideología Alemana, alcanza la unidad del idealismo y el materialismo, presentida y anunciada por el Manuscrito de 1844".* Pero entonces, ¿por qué Roger Garaudy, otro portavoz del marxismo, escribe en Lettres Françaises: "Sartre rechaza el materialismo y pretende, sin embargo, escapar al idealismo. En ello se revela la vanidad de ese imposible tercer partido...?" ¡Qué confusión en estos espíritus! * Edición en castellano de Editorial La Pléyade. (N. del E.)

vi Quizás se objete el hecho de que yo no hable de la fuente común de todas las trasformaciones del universo, que es la energía, y que me haya situado en el terreno del mecanicismo para apreciar el materialismo dinamista. Respondo que la energía no es una realidad directamente percibida sino un concepto forjado para dar cuenta de ciertos fenómenos, que los sabios la conocen por sus efectos más que por su naturaleza, y que apenas si saben, como decía Poincaré, que "algo permanece". Por lo demás, lo poco que podemos avanzar sobre ella está en oposición rigurosa con las exigencias del materialismo dialéctico: su cantidad total se conserva, se trasmite por cantidades discretas, sufre una constante degradación. Este último concepto, particularmente, es incompatible con las exigencias de una dialéctica que quiere enriquecerse a cada movimiento. Y no olvidemos, por otra parte, que un cuerpo recibe siempre su energía desde lo exterior (aun la energía intra-atómica es recibida: los problemas de equivalencias energéticas sólo se pueden estudiar con arreglo al principio general). Hacer de la energía el vehículo de la dialéctica equivaldría a trasformarla por la violencia en idea.

vii Como se ve en el caso de Lissenko: el sabio que hace un momento fundaba la política marxista garantizando el materialismo de esa política, debe subordinarse en sus exigencias a las exigencias de ella. Es un círculo vicioso.


Fuente: Del libro Materialismo y revolución. Editorial Deucalion 1954 Buenos Aires. Traducción de Bernardo Guillén.



Gérard Fromanger Retrato de Jean-Paul 2009 Estampa original numérica a los pigmentos, firmada al lápiz. 70 x 91 cm

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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