Entrevista a Slavoj Žižek / Florence “Flo” Read
- Revista Adynata
- hace 6 días
- 17 Min. de lectura
Flo:
Quiero empezar deseándote un feliz Día de la Liberación. Hoy se cumple el momento en que Donald Trump impuso tarifas a casi todos los países del mundo. Excepto —¿lo viste?— Rusia y Corea del Norte. ¡Literalmente! Es increíble. Un optimista de izquierda podría decir que esto marca el fin de la era del libre comercio servil. ¿Sos de esos optimistas? ¿Te sentís liberado?
Žižek:
No. Para empezar, voy a hacer un chiste barato, pero realista: en tiempos como estos, ser optimista es un suicidio, porque estás condenado a la decepción permanente. En cambio, si sos pesimista, de vez en cuando sucede algo mínimo que te da cierta esperanza.
De hecho, en esto coincido con mi amigo Yanis Varoufakis —aunque tenemos grandes desacuerdos—. Todo debe ser repensado cuando figuras como Trump, J. D. Vance, Elon Musk, al menos en Estados Unidos, llegan a ser quienes gobiernan.
¿Qué representan ellos? Ya no son figuras de autoridad tradicionales. Y por “tradicional” no hablo del siglo XVII, sino de apenas unas décadas atrás. Lo primero es que la obscenidad —incluso la de burlarse de sí mismos— forma parte de su imagen. Por eso encuentro problemático el trabajo de tantos comediantes progresistas como Jon Stewart: repiten los chistes regulares, hacen burla de Trump. Pero Trump ya es, de algún modo, una caricatura de sí mismo.
Todo debe ser repensado, y lo digo sin ironía. Incluso en sintonía con una cierta sensibilidad feminista, que tiende a culpar al patriarcado, pero no en el sentido habitual. Me refiero a lo mejor de la teoría crítica.
Ya en los años treinta, Adorno escribió un texto maravilloso en el que subrayaba que figuras como Hitler no funcionan como “padres” en sentido clásico. Operan de otra manera.
Hoy se debate cómo entender ese funcionamiento. Una hipótesis freudiana interesante viene de Tótem y tabú, donde Freud elabora ese mito del Urvater, el padre primordial que… En el mito freudiano de Tótem y tabú, el padre primordial —ese Urvater— aterroriza a toda la familia, viola, tiene sexo con todas las mujeres. Los hijos se unen, lo matan, y el padre regresa como fantasma, como autoridad simbólica. Así nace el poder simbólico normal. Lacan dio otra interpretación: dijo que Freud se había equivocado. Primero aparece el padre simbólico. Y hoy, con figuras como Kim Jong-un, Trump, y otros, lo que vemos son versiones del padre primordial en toda su obscenidad.
Ahora bien, ¿son siquiera figuras paternas, aunque sea en versión perversa?
Pensaba en Elon Musk. ¿Sabés a qué me recordó? A Marx, en lo que creo que es su peor texto, La ideología alemana. Allí Marx imagina cómo sería el comunismo: por la mañana trabajás en el campo, por la tarde escribís un libro, por la noche hacés otra cosa… ¿No es así como funciona Musk? Dos horas planea cómo volar a Marte, luego pasa a Tesla, después a despedir a 5.000 empleados, y así sucesivamente. Es una locura absoluta: saltar de un lado a otro. Y lo mismo con su vida sexual. Lo último que leí es que tiene 13 o 14 hijos, cada uno con una mujer distinta. Y algo todavía más extraño: me contaron amigos en Los Ángeles que para sus hijas creó no solo un sistema de homeschooling, sino una escuela secundaria pequeña, privada, hecha solo para algunos de sus hijos. Allí se enseñaba lo que él quería: sin humanidades, sin música, sin lenguas extranjeras. Solo lo que él consideraba útil.
¿No hay en esto algo casi —lo digo de manera ingenua— comunista? Una falsa forma de libertad, en la que “ser libre” significa saltar de acá para allá, sin límite.
Mi conclusión, para no perderme: ¿no es Musk el resultado inesperado del 68? Cuando soñábamos con escapar del lenguaje alienado, del trabajo rutinario, de la monotonía… ¿no hemos terminado con Musk como su caricatura final? Creo que la única manera de entender a estos nuevos políticos populistas de derecha es verlos como el resultado final del 68. El 68 fue un acontecimiento muy ambiguo. Es el mayor ejemplo de cómo el sistema logró apropiarse de lo que percibía como un movimiento subversivo. Había tres grandes consignas. Primero: contra las fábricas, para un trabajo más creativo. Segundo: liberación sexual. Tercero: contra las universidades alienadas, para un estudio más individual, más creativo. Y lo que tenemos hoy es una versión pervertida de todo eso. En lugar de ser un simple número más en la cadena de montaje de un auto, lo que tenés es trabajo precario. Y creo que eso es lo más horrible que podés imaginar. Porque es ingenioso: para mí, la empresa capitalista típica de hoy es algo como Uber. Dicen: “No tenemos nada que ver con el capitalismo, somos mediadores neutrales. Hay gente que ofrece un servicio —manejar un auto— y gente que lo necesita. Nosotros solo los conectamos”. Ideológicamente funciona tan bien porque te hacen sentir que no sos explotado, que en realidad sos un pequeño capitalista. Mirá al trabajador precario: si manejás para Uber o trabajás en tareas digitales, se supone que “tenés tus propios medios de producción”. Entonces, ¿cómo podrías ser víctima de explotación? Eso es cómo el sistema apropió la lección del 68 contra el trabajo alienado en fábricas.
Luego, la educación. Lo vemos no solo en Estados Unidos, sino también en Inglaterra. Las humanidades, las facultades que supuestamente eran espacios de pensamiento crítico, son denunciadas como abstracciones desconectadas de la vida real. Le pasó a mi amigo Frank Kruger en Dundee, en Kingston aquí, y en tantos otros lugares.
Y en cuanto a la sexualidad… ya lo sabemos: se prometió libertad, pero lo que tenemos es una sexualidad totalmente mercantilizada.
Para terminar: yo estaba allí, soy lo bastante viejo. En el 68 tenía 17 o 18 años. No participé, pero lo observaba. Y ya entonces algo me incomodaba: ese aspecto ocultamente antifeminista del movimiento. La histeria era percibida como un vector: las histéricas provocaban, pero en el fondo lo que querían era un nuevo amo. En cambio, la perversión era celebrada como liberadora. Pero la gran lección —y aquí Freud es maravilloso— es que “en ningún lugar el inconsciente es más inaccesible que en la perversión”. Esto contradecía la idea popular: se pensaba que el perverso era el que sacaba a la luz toda la basura, lo asqueroso, lo reprimido. Pero no. Lacan retoma a Freud en este punto: toda estructura de poder encuentra su subsuelo obsceno, su sótano de perversiones. Toda estructura de poder necesita su subsuelo obsceno, sus perversos ocultos que hagan el trabajo sucio. La crítica de Lacan al 68 es muy interesante. Se opone a esa fórmula popular —si hablás un poco de francés la conocés— jouir sans entrave: gozar sin obstáculos. Mi primera asociación hoy es Elon Musk: pura “libertad sexual”, pero en realidad disociada, porque recurre a la fertilización in vitro. Lacan decía algo decisivo: “Ustedes, revolucionarios, quieren librarse del amo. Pero lo que van a conseguir es un nuevo amo, aún peor”. Y creo que Lacan estaba muy adelantado. No porque fuera un genio, sino porque tuvo suerte.
Estos personajes —Musk, Trump— son los nuevos amos, y no habrían sido posibles sin la revolución del 68. ¿En qué sentido preciso? Lacan lo resumió de manera brillante: “Mi lección, lo que trato de enseñarles a ustedes, estudiantes que protestan, es que no pierdan el sentido de la vergüenza. No hay nada subversivo en perder el sentido de la vergüenza”.
Y creo que hoy esto es fundamental.
¿Dónde veo la falta de vergüenza? No solo en ejemplos obvios, como lo que está haciendo Israel en Gaza. Y no digo con esto que Hamas sea inocente, la cosa es mucho más compleja. Los últimos datos muestran —seguilos en las noticias— que Israel financió a Hamas. Es un juego oscuro. Por eso mismo ahora arrestaron a un multimillonario amigo de Netanyahu.
Pero dejemos eso de lado. Mi punto es: ¿dónde identifico la desvergüenza? Un ejemplo menor: el codirector palestino de No Other Land… ahora no recuerdo su nombre. Ese codirector palestino de No Other Land… ¿sabés qué es lo que me shockeó? No el hecho de que lo golpearan, torturaran, etc. No creo que Israel sea necesariamente peor que otros en esto; todos lo hacen. Lo que me impactó fue la escena grabada: colonos llegan, lo provocan, lo golpean, y luego la policía lo arresta. Alegan “razones médicas”, lo encadenan durante 20 horas y lo sueltan sin explicación. Estamos entrando cada vez más en una era de desvergüenza abierta. En los viejos tiempos, al menos existía la necesidad de fabricar una versión falsa, de cubrirse. Hoy, ni eso.
Flo:
Hablemos entonces de Trump, porque él mismo encarna esa desvergüenza. Vos decís que la gran mayoría de sus votantes son gente decente, personas comunes que, en su vida cotidiana, se comportan de manera racional. Es como si proyectaran su locura y su obscenidad en Trump. ¿Podés explicarlo?
Žižek:
Sí, pero de manera algo caótica, llamando la atención sobre otro episodio. Creo que no lo incluí en mi libro aún. Una o dos semanas después de las elecciones, pasó algo clave para entender la eficacia de Trump.
Alexandria Ocasio-Cortez —y perdón por ser políticamente incorrecto, pero sí, es una mujer atractiva— descubrió, a través de informantes, que aunque había sido reelecta como congresista en su distrito (creo que en Brooklyn), muchos de sus votantes, en la elección presidencial, habían votado por Trump. Ella los contactó: les escribió, les preguntó “¿Por qué hicieron eso?”. Y la respuesta fue para mí fascinante: “Porque vos, de algún modo, tenés algo en común con Trump”. Mirá a Kamala Harris: estaba tan entrenada por expertos que al final no decía absolutamente nada. Recuerdo que, días antes de la elección, le preguntaron qué opinaba sobre Gaza. Y se le notaba el cálculo, el miedo: no quería decir nada demasiado contra Israel ni demasiado a favor de los palestinos. Al final, solo salió con una platitud: “Esto es horrible, hay gente muriendo, debería terminar”. En cambio, la gente percibía a Trump y a Ocasio-Cortez —aunque sea una autenticidad extraña— como figuras que hablaban sin estar completamente domesticadas por asesores. Eso generaba una impresión de apertura genuina. Pero esto tiene consecuencias trágicas. Una amiga estadounidense me mandó un análisis: ¿por qué Trump no solo no pierde votos cuando lo descubren mintiendo, sino que incluso gana nuevos votantes? La respuesta, aunque triste, es simple: para ellos, sus errores y mentiras demuestran que “Trump es como nosotros, alguien no del todo entrenado”. La percepción de autenticidad en Trump tiene consecuencias trágicas. Como dije, una amiga estadounidense analizó por qué, cuando Trump miente, no solo no pierde votos, sino que incluso gana más. La respuesta es desoladora: para sus seguidores, esos errores significan “Trump es como nosotros, alguien no totalmente entrenado”. Eso, para ellos, es autenticidad. Lo encuentro muy triste, pero quiero provocarte un poco. Suena obsceno decirlo respecto a Trump, pero no estoy dispuesto a condenar de plano su estilo dictatorial de “al diablo con el Congreso, tengo mayoría, decido yo”. Creo que hoy algo así debería hacerse. La cuestión es: ¿qué hacés con ese poder?
Algunos amigos que piensan como yo me recordaron un ejemplo mayor: Franklin Delano Roosevelt. Tal vez el mayor momento de la política estadounidense del siglo XX. FDR trabajó así: no le importaba demasiado la forma. Incluso en las elecciones del 40 o del 44, ya prácticamente ignoraba la campaña, no aparecía, no hacía recorridas. Y, sin embargo, ejercía un poder efectivo.
Por eso, una de las opciones que me tienta seriamente —y sé que esto es polémico— no es decir “necesitamos más democracia auténtica”, sino tal vez un dictador blando. Por “blando” no me refiero a alguien que mata gente, sino a alguien que gobierna con eficacia, pero con una agenda progresista.
Para provocarte hasta el final: esto sí está en mi libro. Conocés esa frase atribuida a Lincoln, que en realidad no era suya: “Podés engañar a algunas personas todo el tiempo, a todas las personas alguna vez, pero no a todas todo el tiempo”. Bueno, yo creo que quizá sí se pueda engañar a todos todo el tiempo. ¿Por qué? Porque estamos demasiado corrompidos. No en el sentido del dinero, sino en el nivel ideológico cotidiano. Y en ese contexto, necesitamos una figura de amo que nos despierte, que nos sacuda. En esto discrepo con mi amigo Yanis Varoufakis. Él sigue soñando con que habrá un momento en que la gente despierte. Yo le pregunto: ¿y si ese momento nunca llega?
Flo:
Vos decís que el 6 de enero, el asalto al Capitolio, no fue un golpe sino un carnaval. ¿Es parte de ese caos emergente, productivo, de alguna manera?
Žižek:
Sí. ¿Y sabés por qué? Lo he dicho antes —y me incomoda que la gente lea tanto mis cosas, porque después ya no puedo sorprenderlos—. Muchos amigos míos de izquierda estaban llorando. Me decían: “¡¿Qué está pasando?! Esto es el sueño último de la izquierda: un grupo de personas penetra y ocupa la sede del poder, el Congreso. Y fueron los derechistas quienes lo hicieron. Hasta la revolución nos la arrebataron”. Pero estaba claro que se trataba, como vos decís, de una revolución-carnaval. Y esto debería hacernos revisar cómo, cada vez que una estructura de poder conservadora entró en crisis, se usó esa estrategia. Por ejemplo, yo tenía un año entonces, así que no lo viví, pero lo leí en libros: cuando derrocaron a Mosaddeq en Irán, a comienzos de los cincuenta, ¿cómo lo hicieron? No fue militar. Contrataron artistas de circo, payasos. Fue un espectáculo público, un carnaval.
La lección para mí, otra vez, es desvergonzada: no deberíamos tener miedo de dirigirnos a nuestros votantes como gente “normal, decente”. Tenemos que dejar de lado esas obscenidades.
Yo estuve en el 68 y después. Pensábamos que los de arriba eran dignos, solemnes. Y que usar la palabra con F o hacer gestos obscenos era subversivo. No. Los derechistas nos quitaron eso también.¿Mi modelo? Siempre lo digo: compará a Trump y Bernie Sanders. Olvidemos la ideología de Trump. Mirá cómo actúa: es un comediante obsceno, un histrión. Cambia de posición todo el tiempo. Es el ejemplo viviente de la “muerte de la verdad”: actúa como un payaso. Por eso titulé mi texto sobre aquel infame debate —cuando Trump y Vance atacaron a Zelensky— con palabras del propio Trump: básicamente, “Trump agarró a Zelensky por la pussy”. Lo dije parafraseando su propio lenguaje.
Ese es el gran contraste, el gran cinismo: detrás de toda su retórica de “proteger a la familia, la cordura, el retorno a la normalidad”, Trump no es más que un pervertido sucio. En cambio, lo que me gusta de Bernie Sanders, como persona, es que pese a su agenda radical, es un tipo decente. Lo crucé una vez en la calle, en Vermont, creo que en Burlington. Caminaba tranquilo, modesto, parecía casi un conservador. Un hombre normal.
Creo que ya es hora de afirmarlo sin miedo: no son los derechistas quienes representan la mayoría moral, la decencia, la vergüenza. Podemos y debemos reclamar también ese lugar.
Flo:
¿La perversión se ha infiltrado en la izquierda, creés?
Žižek:
No tanto en lo que hacen hoy la izquierda o la derecha mayoritaria. En grupos marginales, sí. Pero, ¿qué es la izquierda hoy?
Mi chiste de siempre —seguro ya lo escuchaste— es que, si mirás al Reino Unido, lo que hay es un gran partido de derecha moderada, al que llaman Labour Party. Y después hay una derecha más loca, que hace lo que antes uno hubiera esperado de la izquierda.
Otra perversión es que, si querés a la derecha loca en el poder, te aparecen negros, indios, mujeres negras, etc. Si querés a la derecha moderada, entonces te toca con hombres blancos, por supuesto. Y no lo digo solo como broma; hay algo serio en juego. Lo que quiero decir es que probablemente mi próximo texto se titule: “Ruego que Trump sobreviva un par de años más”. ¿Por qué? Porque me da más miedo que muera y que lo reemplace Vance.
Hannah Arendt escribió un texto maravilloso a fines de los treinta sobre la brecha entre las SA —los nazis brutales, de las calles, que golpeaban gente— y las SS, que eran consideradas “eficientes”. Creo que Trump es más del estilo SA: vulgar, brutal.
En cambio, Vance… es otra cosa. Si alguna vez dudé de que alguien del entorno de Trump pudiera no ser humano sino un robot o un alienígena, ese alguien sería Vance. ¿Recordás el discurso de Zelensky? Con Trump había, aunque sea, un placer vulgar en humillarlo. Con Vance, en cambio, lo que asusta es la frialdad absoluta. Él es un robot.
Flo:
¿Creés que Dios salvó a Trump en el intento de asesinato?
Žižek:
No. Pero hubo algo bueno en todo eso. Yo temía que esa famosa imagen —Trump levantando la bandera estadounidense, gritando “Fight, fight, fight”— significara que el juego estaba terminado. Pero en realidad no fue así. Creo que los demócratas cometieron errores, pero lo que me dio un poco de esperanza fue otra cosa. Estuve hace poco en Estados Unidos y pregunté a mis amigos. Trump esperaba que esa foto se convirtiera en la gran imagen que lo definiera. Pero no ocurrió. La gran imagen sigue siendo otra: la correcta, para mí. ¿Recordás la inauguración de Biden? ¿Quién se robó la escena? Bernie Sanders, sentado solo con sus guantes de lana. Esa imagen dio la vuelta al mundo. Y es increíble, porque ni siquiera la gente era consciente: Bernie sentado ahí, solo, significaba que todos sentíamos de algún modo que el espectáculo de la inauguración de Biden era falso.
¿Falso en qué sentido? Permitíme mencionar a Hegel. Hegel tiene una teoría brillante: algo se vuelve necesario solo a través de la repetición. Primero lo ves como una contingencia. Da dos ejemplos. El primero: Julio César. Los senadores —Bruto y compañía— que lo asesinaron pensaban: “Esto es solo una desviación, vamos a restaurar la vieja república”. No. Lo que hizo Augusto fue transformar a César en un título. Eso marcó que había una necesidad histórica. El otro ejemplo: Napoleón. Cuando perdió la primera vez, pensó que había cometido errores tácticos. Tuvo que perder dos veces para que quedara claro el fin.
Lo mismo pasó con los demócratas. Cuando Trump ganó la primera vez, recuerdo que Joschka Fischer —el ministro verde de exteriores en Alemania hace 10 o 15 años— dijo: “Esto es una anormalidad, como si Trump hubiera caído de la luna”. No. Trump —con todos sus horrores— es un síntoma, un efecto del fracaso del Estado democrático liberal de bienestar. Y aquí soy pesimista: el tiempo de la negación terminó.
El error de los demócratas fue que hasta el final trataron a Trump solo como una abominación. Soy alérgico a esa postura: “nuestra única esperanza es algo distinto”. Ahora voy a ser un poco malvado. Trump solía burlarse de “Sleepy Joe”, Biden. Pero, ¿notaron que él mismo se está volviendo lentamente un “Sleepy Trump”? Ya no tiene gracia. Hace ocho años era más divertido, incluso en sus ataques crueles contra Elizabeth Warren. Había, al menos, un mínimo de ingenio. Hoy es pura vulgaridad, se pierde, se confunde.
Pero —y acá Yanis Varoufakis me convenció— no hay que subestimarlo. Muchos izquierdistas piensan que su modo de actuar es caótico. No. Ese caos está planificado. Es su estrategia estándar: anuncia algo con pompa, desata el caos, y luego usa ese caos para negociar, para realinear fuerzas. He escuchado rumores bastante serios —y no es chisme barato— de que incluso cuando la gente dice “esto puede provocar protestas masivas”, lo que hay que preguntarse es: ¿y si eso es lo que Trump quiere? Porque ya lo dijo: si hay disturbios, puede suspender elecciones, usar la Guardia Nacional, reforzar su poder. No lo subestimen. No crean que en un año o dos todo colapsará. ¿Y si no colapsa?
Les doy una mala noticia desde Argentina: muchos de mis amigos allá me decían que Milei era un payaso, que se acabaría rápido. Pues no: la economía se está levantando un poco, y su popularidad hoy es incluso mayor que cuando fue electo. Así que repito: no subestimen la fuerza de atracción de Trump. Él aprendió a usar la mentira misma como instrumento para afirmarse como auténtico.
Yo recurro aquí a Lacan. Está esa diferencia entre el sujeto del enunciado (el contenido, lo que decís) y el sujeto de la enunciación (la posición subjetiva que implica lo que decís). Ejemplo clásico: la paradoja del mentiroso. Si digo “todo lo que digo es mentira”, es una contradicción. ¿Es mentira esa frase misma? Si lo es, entonces lo que digo no es mentira. Lacan lo resolvía de otro modo: puede haber verdad en esa contradicción. Supongamos que estás en una crisis vital, desesperado, y decís: “Toda mi vida fue una mentira”. No es contradictorio; puede ser la expresión auténtica de tu desesperación. Lo inverso también funciona: podés mentir bajo la apariencia de la verdad. Tanto la izquierda como la derecha hacen esto. Podés decir frases verdaderas como enunciados particulares, pero dichas de una forma que sirven a una gran mentira general. Por eso no es tan simple como reírse de aquella portavoz de Trump que hablaba de “hechos alternativos”. Ella lo dijo de manera estúpida. Pero la categoría existe: hay “hechos alternativos”.
Aclaremos: no hablo en el sentido de decir “el Holocausto ocurrió o tal vez no, es todo un constructo discursivo”. No. Lo que digo es que la realidad es un gran caos, y cuando seleccionás una línea para leerla, siempre es parcial. Aquí sigo siendo un marxista tradicional: si querés llegar a la verdad, no es cuestión de neutralidad, de colocarte por encima. La verdad se alcanza desde una posición sesgada, por ejemplo, la de la víctima. Mi ejemplo eterno: imaginemos que estamos en Alemania, 1936 o 1937, antes de la Kristallnacht. Estoy debatiendo con un nazi acérrimo sobre el papel de los judíos. Y puedo imaginarme a ese nazi dando un relato coherente: mis amigos judíos lo confirmaron, era verdad que el 60 o 70% de los abogados en Berlín eran judíos, que la mayoría de los críticos de arte lo eran, que buena parte de los banqueros también.
Ese es el punto: si aceptás debatir con un nazi en el nivel de los “hechos”, el resultado siempre quedará en un término medio. El nazi dirá: “Bueno, quizá no son tan malos como pensaba, pero igualmente dominan demasiado”. No. La verdadera pregunta es otra: ¿por qué el sujeto nazi necesita la figura del judío para sostener su identidad? Porque si quitás al judío, todo el edificio nazi se derrumba. Es obvio. La explicación estándar es que los nazis querían volver a una sociedad sin antagonismos.
Su visión era una especie de capitalismo feudal corporativo: un capital dinámico, pero dentro de un Estado armónico. Entonces, para explicar por qué surgen antagonismos, necesitaban una figura externa que “introdujera” disenso. Ese papel lo ocupó el judío.
La cuestión verdadera es: ¿por qué están tan fijados en él? ¿Por qué lo necesitan para afirmar su propia identidad política? De ahí surge mi idea. Algunos quizás conozcan el pasaje de Lacan al que me refiero. Habla de un marido patológicamente celoso, convencido de que su esposa lo engaña. Lacan dice algo maravilloso: incluso si todos sus celos son ciertos, su celotipia sigue siendo patológica. ¿Por qué? Porque no se trata de si la esposa se acuesta o no con otros hombres. La cuestión es: ¿por qué él necesita el dispositivo de los celos para sostener su subjetividad? Sin esos celos, colapsaría.
Estamos atrapados en esta paradoja. Y ahora concluyo, este será mi próximo libro. Sí, ya tengo uno nuevo en camino.
Flo:
¡Estás sacando libros sin parar!
Žižek:
Esto es un suicidio. En esto soy demasiado trumpista. ¿Sabés por qué? Trump cometió un gran error —todos lo saben— antes de ser presidente: invirtió demasiado en Atlantic City, comprando todos los casinos. Al final terminó compitiendo consigo mismo. Bueno, yo tengo demasiados libros.
El antagonismo fundamental que veo es este: por un lado, ¿recordás su discurso inaugural? El lema central era “sanity, common sense”. Decía: “Basta de locura LGBT, volvamos al sentido común. La gente normal sabe que hay hombres y mujeres, etc.”. Pero al mismo tiempo, mirá lo que hacen los trumpistas. Mi modelo aquí son tipos como Elon Musk y otros teóricos que hablan del concepto de “Estado digital”. La idea es: el mundo está tan corrompido que hay que limpiar un territorio y construir desde cero una nueva sociedad a través de algoritmos, expertos, tecnología.
La mentira de Trump es que dice hablar en nombre de la gente común contra los intelectuales y su corrupción. Pero lo que en realidad propone es aterrador: una refundación digital desde cero.
La era del sentido común ya pasó. Los problemas actuales —como la crisis ecológica— nos obligan a abandonar nuestra noción espontánea de “naturaleza”. Incluso en Marx la encontrás: la idea de que los humanos podemos dañar cosas, pero que existe una naturaleza infinita, armónica, que siempre se regenera y que, a largo plazo, ganará. Ya no creo eso. Sí, acepto la noción de Antropoceno, pero en un doble sentido: no solo hemos perturbado la autorreproducción de la naturaleza (si algo así existía), sino que quizás la naturaleza nunca fue “natural”.
Siempre pongo el mismo ejemplo: ¿cuáles son nuestras grandes fuentes de energía? Carbón y petróleo. ¿Podés imaginar las catástrofes que debieron ocurrir en la Tierra antes de que existiera la humanidad para que se formaran esas reservas? De ahí mi línea estándar: si la naturaleza es nuestra madre, entonces es una madre perra y sucia. No podemos confiar en esa supuesta sabiduría eterna de que “la naturaleza siempre está ahí y volverá”. No. Un verdadero ecólogo materialista tiene que empezar desde otro punto: en la naturaleza misma hay amenaza, caos. No hay un fondo amable, un escenario al que podamos regresar. Básicamente, no tenemos adónde volver.
Entonces, vuelvo al punto: ¿no es este el verdadero “comienzo desde cero”?
Esto es lo que Trump intentó practicar en Gaza. Ese era su sueño. No era tanto una postura anti-palestina. Su sueño era: “finalmente tenemos la oportunidad de limpiar un territorio, destruirlo todo por completo y construir desde cero una nueva sociedad ahí”.
¿Y cuál es mi punto? Que, en ese sentido, Trump encarna una idea que solemos asociar con los estalinistas más duros: la de crear un “hombre nuevo”. Él, literalmente, quiere hacerlo. Ahí está su contradicción. Por un lado, se presenta como la voz de la gente común contra expertos y corporaciones: “yo hablo por ustedes”. Por otro lado, desencadena la más radical desnaturalización: la idea de borrar todo y rehacerlo desde cero.
Y creo que esa es la verdadera catástrofe. Trump niega la ecología. Para él, es un pseudoproblema inventado por izquierdistas. Todos los problemas los despacha así, con un gesto de la mano. Y eso me da miedo.
Por eso, para concluir con una mega provocación: cuando me preguntan “¿por qué sos comunista?”, no es por un análisis marxista profundo. Es mucho más simple. Si miramos en serio los problemas que enfrentamos hoy —ecología, inteligencia artificial, conflictos sociales—, ¿no es absolutamente obvio que solo podremos enfrentarlos mediante algún tipo de cooperación y organización global?
Esa es mi única razón.
Por eso todavía digo que me gusta cómo funcionó la pandemia del COVID. No solo porque fue un tiempo dorado para mí —lo amé—. ¿Podés imaginar algo mejor que no tener que ver amigos? Incluso fingía que Zoom era demasiado complicado para mí.
Flo:
Sí, recuerdo que la última vez que hicimos una entrevista intentaste zafar con esa excusa.
(Fin de la primera parte)
Traducción v. Nicolás Koralsky, abril 2025.
Funete: UnHerd, accesible en: https://www.youtube.com/watch?v=1CS7EoRMhfs

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