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  • Foto del escritorRevista Adynata

Germinaciones, aleteos, pompas de color / Luz Barassi, Gisela Candas

Texto presentado para el espacio de Hablas coloniales en las Jornada Grupos II 2019 “Hablas del Capital, hablas patriarcales, hablas emancipatorias, hablas coloniales.”


Titulo original: Germinaciones, aleteos, pompas de color: Reverberaciones de lo no-humano en un taller


El contenido es un atisbo de algo, un encuentro como un fogonazo.

Es algo minúsculo, minúsculo, el contenido.


Willem de Kooning




Advertencia a quien lee: Que algo tome forma o hablar de formalizar una experiencia implica la inevitable desestimación de afectos, puntos, silencios, todo un universo de partículas a-significantes que aun así continúan haciendo eco entre la fijeza de las palabras.


La conformación del poder no es sin un tallado que insista sobre los deseos. El capitalismo no solo es un sistema de producción económica: se colonizan mercados, también ritmos, hablas, pulsos, vidas. El inconsciente colonial capitalístico (Rolnik, 2019) constituye el régimen de inconsciente propio del sistema en el poder en Occidente hace cinco siglos, que estructura el adormecimiento de los afectos. Éste consiste en “la anestesia de la potencia que tiene el cuerpo para descifrar el mundo desde su condición de viviente” (Rolnik, 2015).

Rolnik afirma que solo hay oscilaciones entre grados de actividad y reactividad de una misma cosa: la pulsión de vida. Dirá que la pulsión de muerte freudiana constituye el máximo grado de reactividad de pulsión de vida, entendido como el grado más bajo de su potencial activo. Aun así, ese destino impregnado de reactividad continúa siendo vida, vida que se encuentra colonizada, aprisionada, amenazada, apenas palpitante. Según Rolnik, en el régimen colonial-capitalístico, esa tendencia reactiva es la que domina.

Uno de los efectos de la colonización, quizás el más logrado por lo naturalizado, es el de transformarlo todo en humano. No hay idea, no hay ser vivo en el planeta, no hay piedra en las montañas que no esté tocada por esa tragedia. Todo lo que al ser pensado piensa como humanidad claudica agotado. La paradoja de lo humano desde una aparente positividad, se hunde en la insistente historia de masacres y conquistas, de aniquilaciones y opresiones, en nombre de lo humano, contra la vida. La tierra clama por la presencia de este nombre. Y si la colonización tiene como fruto designar a todo lo vivo como humano, el taller propone experimentación salvaje y sin nombre. Porque las teorías, los métodos, las técnicas, los nombres de la psiquiatría-psicología-pedagogía emanan podredumbre que violenta la vida una y otra vez, disfrazada de moral y buenas costumbres, de saberes bondadosos que, en nombre de la humanidad, matan de maneras imperceptibles. Porque nada escapa al régimen colonial-capitalístico: la ciudad, el hospital, la sala de internación, los talleres, los consultorios componen cuadrículas que engendran formas de estar, de pensar, de decir, de hacer. A veces, los consultorios pueden detener a un cuerpo, pueden comprimir afectos entre cuatro paredes. Bogando entre los islotes que componen un hospital, Gabriel dice: “Afuera, cuando salimos a caminar puedo hablar”.

Escribe Sontag (1966): “El mundo, nuestro mundo, está ya bastante reducido y empobrecido. Desechemos, pues, todos sus duplicados, hasta tanto experimentemos con más inmediatez cuanto tenemos”. El espacio de experimentación del taller se compone atravesado por oscilaciones de reactividad y actividad. Este no es un taller donde se transmite algo, no hay comunicación de un saber. No es un grupo de habilidades sociales ni de psicoeducación donde los saberes se muestran en su vertiente exhibicionista. No hay expertos ni disertaciones. Vagabundeamos. Nadie sabe de dónde venimos o qué hacemos ahí. No vestimos ambo, ni hablamos la lengua de la psiquiatría. Se pretende resguardar el espacio de nombres, de clasificaciones, de roles preestablecidos, de prejuicios, de miradas patologizantes, de conversaciones que parecen entrevistas de admisión. Los discursos que circulan por un hospital y por quienes concurren allí normalizan, colonizan afectos, gestos, hablas, cuerpos, miradas. El resguardo de estos discursos es el resguardo de todo lo reactivo que circula en nosotras, que despotencia la vida. El silencio, la espera arman refugio, constituyen afirmación activa de lo vivo. Porque como dice Deleuze (1990): “Tal vez la palabra, la comunicación, están podridas. Están penetradas completamente por el dinero, y no por accidente, sino por naturaleza. Es necesaria una desviación de la palabra. Crear, siempre ha sido una cosa distinta que comunicar. Lo importante será tal vez crear vacuolas de no comunicación, interruptores, para escapar del control”.

¿Es posible un pensamiento que no se conforme con los diagnósticos, ni con las reflexiones encausadas en teorías muertas, ni tampoco se ensalce en los resultados? Un pensamiento sutil que se afirme por un instante y se escabulla de las manos, que se haga haciendo: no-comunicación. Un cuerpo, una sala de internación, un equipo de profesionales puede vivir en estado anestesiado. Quién está colonizado no lo percibe, está dormido, imposibilitado de brindarse a las emociones y a las percepciones vitales. El colonizado sonambulea seguro de sí. La receta para colonizar a un equipo, a una sala, es una mezcla nada original de medicación y teorías muertas de la supresión sintomática. La suma de pastillas y el control del “cómo te sentís” que sólo espera escuchar la palabra “mejor”, genera la argamasa de sala y terapeutas tristes. El arribo al taller, a la sala de internación, posiblemente haya causado un sonido tan tenue como el de un aleteo de una mariposa.


ALETEOS.

Pablo llega colonizado por haloperidol-biperideno-carbamazepina. Toma por primera vez, ocho, diez, veinte, óleos. Los abre lentamente, uno a uno, y llena una temblorosa paleta de colores. Pablo insiste ¿derrochando finos pigmentos? Una voz del taller expresa un pensamiento-sufrimiento porque tenemos pocos óleos, y son caros para adquirir. Pero Pablo experimenta, se calienta las manos con la oleosidad del material durante los próximos cinco encuentros. Lo que nos parece lento y dubitativo metamorfosea en lo que él llama Láminas Rorschach. Michel Foucault, psicólogo concurrente del Hospital Sainte-Anne, disfrutaba administrando esta prueba de láminas a quienes moraban la sala y amigos durante más de veinte años. Mientras los expertos roscharchistas afirman que el 80% de los adultos colonizados por la neurosis normal, perciben en la primera lámina murciélagos o mariposas; Pablo diseña treinta versiones que sobrevuelan la negrura de toda imposición diagnóstica. La implosión de juego, alegrías y complicidades trae bajo su brazo la producción de láminas. Pablo producía en paralelo, al margen de toda propuesta, ganas de experimentar con otras materialidades.



Tras unas semanas de sobrevuelo, Pablo se detiene. Su cuerpo ahora reposa sobre una tristeza sin nombre. Nos cuenta que su hija muere en un accidente de tránsito. Dice que los médicos les roban la vida a los dos. Pablo da testimonio desde su cama donde las paredes de ese cubículo que lo encierran quedan impregnadas de sus aleteos.


Abrazamos en la experimentación la posibilidad de creación vagabunda, errante, que brota y se escurre. Se espera, como escape a la permanente captura, como reverberación, respuesta a lo reactivo que infesta una sala de internación. En el taller, el modo de estar a la espera amplifica frecuencias aparentemente imperceptibles. Una producción como la de Pablo en el taller no es predecible. Una producción compone un hacer donde se fabrican esperas, compañías, distancias. Una producción está allí aun cuando fuerzas medicamentosas, institucionales, profesionalizadas operan sobre los cuerpos que concurren al encuentro.

Pensar un taller sin consignas parece la única posibilidad de insuflar vacuolas. No es fácil no dar instrucciones en un espacio tan grillado como una sala de agudos, donde los caminos son tan lineales como los de una cruz: pasillo, derecha-izquierda, camas enfrentadas, cuerpos durmientes, pequeño cuarto con mesa para ocho, restos de comida y televisor en modo noticias de actualidad. Frente a eso, la respuesta del taller consistió en el despliegue de colores en pasta, de aguas diluyentes, una cada vez más intensa atracción por el silencio cordial. Cordial: cuerdas prestas a vibrar.

Las vacuolas se cultivan, se riegan, se cuidan. Devienen práctica que arropa afectos transformadores para la caducidad de todas aquellas cartografías dominantes. En un servicio de salud mental de un hospital de CABA, asoman también otros talleres. Otro taller que se impone llamar “de pacientes duales” constituye una cartografía dominante, taller que concibe a los concurrentes como personalidades duales acota lo viviente, transmutando en sujeto: Un sujeto, Paciente, Psicótico, Adicto, Psicótico-adicto. Allí, donde el deseo se apelmaza, se babea, se aplasta, se adormece, lo vivo se calcifica junto a nombres, diagnósticos, fármacos.


POMPAS DE COLOR.

Un día, en el centro de esa cruz que representaba la sala de internación, se plantó un recipiente con agua donde partículas oleosas quedaban en suspensión. El efecto de ese pequeño receptáculo fue el de muchos cuerpos reunidos, mirando atónitos lo que allí ocurría. Los pinceles iban arrojando pequeñas burbujas que oscilaban hasta convertirse en manchas que capilarizaban de toda la superficie. Si lo inimaginable, lo incontrolable tuviese trazo, sería este. Una repulsión química que, sin embargo, atraía a los concurrentes. Como un gran fogón, donde se busca el calor del leño, los cuerpos se agolpaban. Esperaban su turno para poder arrojarse junto a esas manchas, esas vénulas que recorrían alborotadamente el agua. Una vez que la imagen convencía al ojo, se echaba una hoja sobre el agua y las burbujas quedaban impresas. De golpe, estábamos en el ojo del huracán, ahí donde descansábamos la vista de tanto desgano, aburrimiento, fastidio. Alrededor veíamos pasar lo de siempre, esa feroz tormenta circular del tedio hospitalario.



Un hospital, una cárcel, un tratamiento pueden ser concentracionarios en el punto en el que al alojar desalojan y suprimen la vida. Lo concentracionario se vincula con lo colonizante. Una palabra en modo juicio puede ser concentracionaria, una receta o programa de acción contra un síntoma puede oficiar de captura mortificante. Un taller que intenta reclutar buenos alumnos dispuestos a aprender técnicas plásticas aniquila posibilidades de descomprimir afectos domesticados. Afectos que no se esperan de la humana relación médico-paciente.

Fabian al mismo tiempo que pinta zapatillas, percibe en colores, las auras de quienes cuentan hoy estas experiencias en el hospital. “En vos veo sufrimiento. Te pasó algo muy triste en la infancia. En cambio, en vos veo transparencia y un aire de lesbiandad”:


¿Qué pasa por la vacuola? Se percibe cierta inversión de lo habitual que se da como juego de seducción, como trastocamiento de eso que llamamos rol. Hay expansión de la vacuola si el rol de quienes convocan no tiene un nombre y función predeterminada. Si, en cambio, el rol es lo que marca un pulso, si hay una lista de acciones posibles y no posibles de hacer, de decir, de escuchar en un taller, entonces la vacuola se coagula hasta el desvanecimiento. Si ¿nuestro rol? se despega, roza la invisibilidad, se entrega a la experimentación, entonces se amplifica todo un registro desconocido, mutante, no habitual, metamórfico. El rol-no-rol intenta acompañar algo que late, que está ahí, aprisionado, esperando a ser descolonizado, arrancado, momentáneamente, de las garras del adormecimiento. Porque el confinamiento de la vida en salas, en teorías, en grupos, en tratamientos, en conversaciones, en intervenciones, ya existe. Hacer germinar una vacuola implica el repliegue momentáneo de las cuadrículas: de la moral, los supuestos, las teorías, las técnicas, el sujeto, la subjetividad, los cronogramas, los protocolos. Posibilidad de que lo vivo pueda reconectarse con lo arrebatado, con aquellas potencias adormecidas. Nutrir las vacuolas: alimentar la lucha contra la sujeción.


El taller se disipa cuando las condiciones para su germinación entran nuevamente en letargo. Acompañamos una oscilación hasta su desvanecimiento. También se vibra como opresión, como tristeza, como cansancio. De manera inaudible para la disciplina-sala, el taller entra en estertor. La vacuola se comprime hasta la dimensión de punta de alfiler, nuevamente a la espera de germinar de repente.


BIBLIOGRAFÍA

DELEUZE, G. (1990). “Control y devenir”, Conversaciones 1972-1990, Ed. Pre-textos, Valencia, 2014.

ROLNIK, S (2015). “La hora de la micropolítica”, Revista Re-visiones, Madrid, 2015

ROLNIK, S. (2019). “Esferas de la insurrección Apuntes para descolonizar el inconsciente”, Ed. Tinta Limón, Buenos Aires, 2019.

SONTAG, S. (1966) “Contra la interpretación y otros ensayos”, Ed. Debolsillo, Buenos Aires, 201


Tierra, 2009, Regina José Galindo (foto: Bertrand Huet)

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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