pero respirar,
esa herida de aire…
pero latir,
esa herida de vida…
pero amorar,
esa herida de luciérnagas…
“La peor de todas” anuncia que sale al aire. Si esta salida no hubiese ocurrido en tiempos en los que el aire carga con sospechas de muerte, tal vez no hubiéramos percibido el temblor que produce escucharnos decir que salimos al aire.
Salir al aire, hoy, se escucha como la formulación de un riesgo decidido, un pequeño enunciado dislocado de su sentido acostumbrado que desgarra el tejido de sentidos con los que nos abrigábamos de la vida. Por esa rasgadura de la percepción, salir al aire podría ser la cifra de un problema filosófico, ético, clínico y político, ¿por qué? Porque revela la estrechez de las ideas con las que pensa(ba)mos, habita(ba)mos, escucha(ba)mos y da(ba)mos testimonio de la vida.
Súbitamente percibimos la presencia ubicua del aire, constituyendo el gesto más elemental de las vidas que vivimos: el soplo.
Qué conmoción para los modos de vivir centrados en la preeminencia de la mirada. Esos que limitan el pensamiento de la vida al plano de lo visible. Podríamos demorarnos en esto ¿cuánto de la organización de la vida se encuentra sostenida por el fundamento de los ojos? ¿cuánta vida habrá en el amparo de lo imperceptible?
Aire es una materia invisible e intangible, y que sin embargo constituye la condición de posibilidad de todo lo viviente. Se ha llamado tierra al espacio de mixtura radical en el que vivimos, tal vez por ser el suelo sobre el que se afirma lo humano. Tal vez porque de allí vemos que brotan vidas. No obstante, nada podría brotar de la tierra si el aire no la tornara fecunda.
Decimos que salimos al aire, pero ¿no estábamos ya ahí? ¿Hemos podido salir del aire? ¿Cómo es que nos hemos resguardado del aire? ¿Nos hemos adentrado en un fuera del aire? De ser así ¿dónde hemos entrado? ¿de qué estaría hecho un tal adentro, un tal resguardo, un tal aislamiento, una tal separación, un tal desaire?
Salir al aire es una redundancia en la que incurrimos tras muchos siglos de sostener una fábula trascendental que nos convence de que separarnos del mundo es posible y necesario. Esta fábula podría llevar por título metafísica del sujeto de la razón, un sistema de ideas pretendidamente universal y definitivo que instituye cuáles son los grados de prioridad e importancia de las formas de vida. Proponiendo un amo para toda la materia-mundo, al tiempo que separa a ese amo de su pertenencia a la materia-mundo. Otros nombres de esa fábula: individuo, sujeto, yo, subjetividad, mismidad, hombre.
Salir al aire se convierte en un enunciado necesario si nos suponemos susceptibles de separarnos del aire, si nos suponemos ajenidades del aire, es decir, si incurrimos en la arrogancia de sostener que autoengendramos las vidas que vivimos. Esto es posible por una antigua porfía, aún no descentrada, que ubica lo humano como forma superior de la vida, y por eso, forma a la que el resto de lo vivo debe someterse. Así, nos situamos no tanto como la porción de materia más importante en el mundo, sino como la materia imprescindible, aquella sin la cual la vida no tendría sentido, o peor, aquella sin la cual la vida no sería posible.
Y sin embargo, devenimos susceptibles de vida gracias a la hospitalidad que nos otorga el soplo de otros vivientes: las plantas. El soplo que nos anima, antes que lleguen la palabra y la caricia, es la respiración vegetal. Habitar el mundo es llegar a la vida ya como huéspedes de la exhalación de las plantas. El don de lo vivo sucede desde y por el aire, y como tal, nunca lo tenemos, nos es dado antes de que lleguemos, su imperceptible darse es nuestro llegar.
Emmanuele Coccia, a partir de pensar desde la vida que dan las plantas, escribe “Estar en el mundo significa encontrarse en la imposibilidad de no compartir el espacio ambiental con otras formas de vida, imposibilidad de no estar expuesto a la vida de los otros”. Hay muchas razones por las que hablas del capital desmienten el envenenamiento y la destrucción permanentes del aire, pero una de ellas es que el soplo es el testimonio de que cualquier vida supone ya una irreductible metafísica de lo común, en toda vida ya está plegado el mundo. Reconocer tal cosa tornaría inmediatamente impracticables los modos de muerte que impone el capital. (Creo que es preciso decirlo así, el capital propone más modos de morir que de vivir, incluso cuando habla de hacer vivir ya está dando muertes)
Salir al aire es una forma de narrar un abandono para situarse en la intemperie sin fin. Abandonar las fábulas del dominio, del cálculo, del control, de la apropiación, del sometimiento, de la explotación, del consumo de lo vivo. Fábulas que instituyen un modo de vida que se realiza a través del sacrificio de innumerables modos otros de habitar la vida, y de modos en los que lo vivo se realiza. Pero la intemperie nos interesa no como una carencia de dolorosa radicalidad que haría insoportable la vida, sino como estado ineludible para que ocurra cualquier vida, en exposición permanente a lo abierto.
Pedro Bonifacio Palacios, poeta conocido como Almafuerte y nacido en La Matanza escribió: “Nada de lo que hacemos o decimos se pierde en el vacío: el aire está lleno del pensamiento de todos”.
Salir al aire para destituir separaciones, fronteras, limitrofías mortíferas del yo, tú, ellxs, nosotrxs. Restituir sensaciones de una común inmersión entre lo viviente.
Salir al aire: como amabilidades que recuerdan lo inolvidable: no hay vivir sin exposición permanente a las caricias de lo invisible. Ya siempre estamos heridxs de aire. Hechuras de temblor ante el desmesurado roce de la vida.
¿Qué sucederá con los saberes y prácticas que se proponen pensar cuidados para lo vivo dolorido tras esta torsión filosófica, ética y política, que piensa la vida ya no como gestión de una propiedad privada, sino como acogida en la gentileza silente de incontables vidas que precisan las sutilezas de algún común cuidado para seguir hospedando lo vivo?
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