top of page
  • Foto del escritorRevista Adynata

La clase imposible / Rocío Feltrez

¿Qué vidas cuida la historia que contamos cuando tenemos la ocasión de tomar la palabra?

Tomás Baquero, La vida no es algo personal


La previa de una clase es la previa de una cita. Jamás puedo despojarme de los nervios, el vértigo, la ansiedad que punza en el pecho; la inquietud que recuerda que se acerca el momento de la performance y hay que estar ahí, preparades para el acontecimiento. Leo, releo, repito en voz alta las ideas que quiero que suenen. Para cada clase imagino un epígrafe. Ahora toca Susy Shock: “No queremos ser más esta humanidad”. Voy a presentar dos textos: el asunto “auschwitz”, del libro Estancias en Común[1], de Marcelo Percia, y “Un soplo”, dos carillas de Jean-Luc Nancy. No, no es la primera vez que los presento. Sin embargo, cada vez aparece la misma sensación. Digo, ¿será el asunto? Un asunto que no puede ser sólo un asunto. Auschwitz, ¿un «asunto»? ¿un «tema»?

Creo que pienso mejor cuando llego a la cita con algo escrito, así que decido hacerlo así. Escribir la lectura –como invita Roland Barthes. Escribir todo aquello que viene en esos momentos en que, al leer algo, levanto la cabeza. Pienso: si es así, entonces lo más lindo sería invitar a que cada une pudiera contagiarse de eso, ¿no? Que cada estudiante pueda ensayar una escritura a partir de todos esos momentos en que la letra toca al cuerpo, conmueve, hace pensar, afecta. No pretendo decirle a nadie qué es lo más o lo único importante de un texto. Puedo, sí, compartir un recorrido. Palabras que dan testimonio de aquello que conmovió. Se sabe que leer es elegir. Al menos algo de eso late en la etimología de la palabra.

Empiezo a pensar la clase y siento que nada de lo que ya escribí o dije en otros momentos tiene sentido hoy. Y no es que no lo tenga, pero esa es la primera sensación. Leo la clase que ya preparé para otro cuatrimestre y la siento ajena, extraña; no me hace vibrar. No puedo simplemente leerla o compartirla. Es como si existiera una fuerza que lleva a leer todo de nuevo, a sorprenderme una vez más con los recovecos de las letras. Para dar una clase necesito sentir. Necesito que eso que voy a decir sea sentido.

Siempre me pregunté, ¿cómo hacen les profesores para dar una y otra vez la misma clase? Explicar un logaritmo, por ejemplo, una y otra vez. No sé, ¿cómo encantar la enseñanza de un logaritmo? ¿Se puede? Pienso que lo que hace que vuelva a querer lo que estoy leyendo son todas esas conexiones impensadas que, al momento de releer, aparecen sin pedir permiso. Todo eso del hoy, de este mundo que habito, que –como si se tratara de los pseudópodos de Freud– toca a las palabras y las encanta de sentido, las vuelve sentidas. Por eso es tan importante invitar no a leer –a secas– ni menos aún a repetir conceptos, sino más bien a sostener una posición de lectura que esté cerca de la vida. Sostener, quizá, una pregunta: ¿cómo toca esto que estoy leyendo a la vida que habito? No la vida individual, no a la personal. ¿Qué problemas invita a pensar esto que estoy leyendo? ¿Con qué resuena? ¿Qué voy a decir cuando tome la palabra?

No puedo dar esta clase sin decir que mi amigo Tomi Baquero –que da las mejores clases sobre Foucault del mundo mundial–, escribió un libro hermoso que presentamos hace pocos días y que tiene que ver con esto. El libro se llama La vida no es algo personal, y en la presentación nos la pasamos casi cuatro horas hablando apasionadamente en una vereda de la Ciudad de Buenos Aires entre amigues; como si todo se estuviera decidiendo ahí, como si fuéramos a crear el Programa de una revolución venidera de la que dependiera el porvenir de les vivientes. No porque nos creamos importantes, no hablo de eso. Hablo sí de la potencia de la complicidad amistosa, de esas “asambleas para el vivir” que montamos con amigues, hablo de les que se juntan a pensar con otres porque sí, por deseo, hasta olvidarse incluso de la tristeza que el desconcierto de los días que vivimos en situación de pandemia imprime sobre los cuerpos que habitamos.

Tampoco puedo hablar de la sutileza de las palabras, de la violencia del nombrar que sugiere Jean-Luc Nancy, de la necesidad de cuidar la lengua sin retomar la Lección inaugural de Barthes, sin contarles de val flores, sin leer una cita de Camila Sosa Villada que bien podría ser, también, epígrafe de esta escritura, de las clases y, también, un desparramo incisivo al corazón muerto de una Academia exitista, desafectada y utilitarista. En El viaje inútil Camila nombra a muchas de las escrituras a las que algunas clases nos han convocado y nos convocan también como estudiantes, “la escritura estéril, la escritura obligada, lo que no es deseo.” Luego, Camila advierte: “Escribir algo que no debe ser escrito sólo detiene la escritura y, con más ferocidad, detiene la vida”. Entonces, ¿cómo convocar al deseo en la Academia, en las aulas? ¿Cómo darle lugar ahí donde todo lo invita a morir? Yo no sé si se llega a transmitir lo que se quiere transmitir. Nunca lo sé. Pero les prometo que esta idea puede cambiar la vida. La idea de que, como leí una vez en un texto que escribió Marcelo Percia –y que ahora, justo en la previa de la clase, no estoy encontrando–, tal vez no se está en el mundo hasta que se tiene algo que decir sobre el mundo. Pero no cualquier cosa, no algo que se repite sino algo sentido, algo con lo que se vibra. Algo que asalta y se te salta de la lengua.

Si nos diéramos al leer, al escribir y al pensar así, las cátedras no serían cátedras. Necesitaríamos buscar otro nombre. No existirían alumnes sino estudiantes, todes lo seríamos; quienes cursan la materia y quienes dan clases. Todes lo somos, ¿no? Venimos a estudiar. A desaprender lo que sabemos, a desconocer lo conocido, para que la vida –que no dejar de moverse– pueda ser nombrada con palabras que no la marchiten. Así, cada vez que leemos un texto, aunque lo hayamos leído ya mil veces, nos seguimos preguntando: ¿Qué problema invita a pensar? ¿Qué vidas alienta y que vidas detiene esta idea? ¿Qué mundos posibilita y qué otros clausura? ¿Vale la pena seguir repitiendo esto, una y otra vez? ¿Será necesario inventar otras palabras? Si se volviera necesario hacerlo, inventar otras palabras, ¿quiénes lo harán?, ¿quiénes inventarán esas otras palabras para nombrar la vida si las escrituras que nacen en la Academia muchas veces están muertas? No son sentidas, no vibran, no interesan ni a quien las escribe. Se trata de palabras que buscan complacer al profesor, la profesora o profesore. Si tuviéramos que inventar aquí y ahora palabras, ideas, conceptos que acompañen el movimiento de un mundo querido, ¿cómo empezaríamos?, ¿dedicaríamos tiempo a querer complacer a otre? Creo que más bien insistiríamos en hacer lo que a veces intentamos hacer, nos salga o no, que es, como escribe val flores: “desmontar la lengua del mandato y, al mismo tiempo, criar la lengua del desacato, rehusar la lengua del colonizador y atizar, a su vez, la lengua de la revuelta”.

En La vida no es algo personal Tomi se hace muchas de estas preguntas. Trabaja la figura del profesor Deleuze para pensar, entre tanto, cómo se está en una clase. ¿Qué pasa ahí? ¿Qué sentido tiene dar(se) a una clase? A veces, en una clase se contagia un impulso que no nos pertenece. Se contagia una pasión que nos habita. Se asiste a gestos que, en ocasiones, arman un manto de ternura suavecito y provisorio que vuelve a la vida más vivible, que apacigua la hostilidad que crece alrededor, que invita a demorarse en una frase, una idea, un ritmo. Se dice que tomamos la palabra pero más bien es ella quien nos toma. Nos toma emocionades. Porque, como sostiene Deleuze, tal vez “si no hay emoción, no hay nada”.

Entonces, Auschwitz. Una vez anoté esa palabra en el pizarrón, pregunté qué suscitaba, y alguien dijo que parecía el nombre de una banda de música. No sé qué dije ese día. Hoy escribo que tal vez música era aquello que para algunes no era infierno en medio del infierno. En esos campos de concentración cantar o tararear una canción era un respiro.

Shoah –escribe Nancy. Ni “genocidio judío”, ni “holocausto”. Ni algo excepcional ni monstruoso. Shoah. Un soplo que recorre todos los cuerpos, aún hoy, todavía, aunque como escribe Marcelo Percia, se trate de “lo insoportable, la cita que no se quiere tener, el encuentro al que no se quiere ir”. Porque, ¿quién elegiría tener que ver con eso? Sin embargo, ese soplo toca todos los cuerpos. Ese soplo rechaza la repetición estéril, el dato, la cifra, la estadística, la “cultura Auschwitz”. A la vez, todo eso existe. Sin emoción no hay nada, pero el mercado también lo sabe. Sabe que, a veces, conmover vende.

La memoria también corre el riesgo de convertirse en gesto muerto. Así, vuelve la pregunta por la clase, que es también una pregunta por la transmisión de un impulso que nos toca aunque no nos pertenece.

¿Qué vidas cuida la historia que contamos? –pregunta Tomi. ¿Qué visión del mundo sostienen las palabras que pronunciamos? Y, también, siguiendo a Nancy, ¿sobre qué visión del mundo fueron edificados esos campos de concentración? ¿Qué pistas encontramos en estas lecturas para relatar esa visión del mundo? ¿Por qué se dice que las “ideas mayúsculas de dios, nación, sujeto están entre la condiciones de exterminio”? ¿Dónde sucede, hoy, auschwitz? ¿En qué instantes? ¿En qué teorías? ¿Qué de ese horror vive en la lengua? ¿Qué quiere decir que “cada vez que se pronuncia la palabra yo un genocidio se vuelve verosímil”?

Las preguntas se vuelven insoportables.

¿Quiénes cosen las ropas que llevamos puestas? Se lee en Estancias: “Hugo Ferdinand Boss, confecciona durante la guerra trajes estilizados que usan soldados y jerarcas nazis: aprovecha manos esclavas de mujeres judías secuestradas en campos de exterminio”. Volkswagen, Kodak, Fanta, Hugo Boss: algunas de las marcas del horror.

¿Cómo se produce lo que comemos? ¿Estuvo vivo? Se lee en Estancias: “Adorno advierte que Auschwitz acontece cuando, pasando por un matadero, pensamos que se trata sólo de animales”.

Auschswitz es producto de la Razón instrumental blanca, occidental, capitalista, demasiado humana. Una Razón que querría que desaparezca todo aquello que cuestiona lo que la sostiene y reproduce. Una Razón normalizadora.

Berlin, Alemania. El diez de mayo de 1933 en la plaza que hoy se nombra como Babelplatz, las juventudes hitlerianas y otros seguidores de Adolf Hitler quemaron miles de libros argumentando que atentaban contra el espíritu alemán, la raza pura.

Una biblioteca es, también, una visión del mundo.

Hoy en día en esa plaza puede encontrarse un memorial conmovedor: una tapa de cristal transparente sobre el suelo permite ver debajo, como si se trata de un subsuelo, los estantes de una biblioteca vacía. Al lado de la tapa, una placa con una frase de Heinrich Heine: “Eso sólo fue un preludio, ahí en donde se queman libros, se terminan quemando también personas”.

Libros incendiados que traen preguntas: ¿qué ideas queremos mantener encendidas? Ellos, quemadores de libros, saben eso que a veces la Academia entretenida con formularios y obligaciones olvida: esos objetos preciosos, esas letras, esas palabras, esas lecturas que tanto queremos, pueden abrir mundos. Sostienen visiones del mundo. Las ideas que queremos hacen vidas más vivibles. ¿Cómo no olvidar ese secreto? ¿Cómo cuidar esos infinitivos tan queridos: leer, escribir, pensar? ¿Cómo hacerlo acá, en la Universidad?

(Ya son las nueve de la noche del miércoles catorce de abril de dos mil veintiuno. Terminamos hace un ratito. En la clase se escucharon muchas voces. Pasaron cosas muy lindas. Alguien dijo: “profe, ¡al final no fue tan imposible!”. Hubo risas. La biblioteca de esta comunidad de lectores inauguró un estante nuevo y se agregaron algunos títulos. Se compartieron films documentales, autores y autoras para leer, un afiche de la propaganda Nazi tremendamente capacitista, capitalista y cruel que nos dejó a muches en la perplejidad. Alguien dijo que algo así pasa ahora con quienes son tildados de “planeros” o con les “extranjeres que vienen a atenderse a nuestros hospitales y estudiar en nuestras universidades”: existencias que son consideradas un gasto; vidas que –según las lenguas de la crueldad– se sostienen “con mis impuestos”. Ahí decidimos agregarle a esa “Razón instrumental blanca, occidental, capitalista, demasiado humana” dos cosas: “capacitista” y “patriarcal”. También podría agregarse “cruel” –pienso ahora. Aunque sería algo redundante. Lo de racista está, ¡bien blanca es!

Algunes preguntaron, “¿qué hacemos?”. Qué hacemos para no darle letra a las normalidades. Se habló de las rarezas. Alguien preguntó: ¿por quiénes se derraman las lágrimas que derrama esta civilización?. Alguien recordó que, aunque sepamos que no hay una marca que no esté manchada de sangre, Auschwitz no sólo sigue pasando en el supermercado. Alguien recordó que Auschwitz no tiene equivalencias, aunque sigue pasando. ¿Dónde? ¿Dónde? La pregunta insistió y, como se dice por ahí, el pensamiento es paranoico. Alguien dice que sigue pasando en el triunfo de la Razón, de la lógica. En esa lengua de la crueldad que hace cálculos y no se aflige, porque “la pandemia va a llevarse a los más viejos, los que ya no trabajan, los que son un gasto”. “Es que es insostenible”, “algo tenía que pasar”. Y así. Sigue pasando en la gorra de Donald Trump que lleva puesta el señor que está haciendo la fila para entrar a recorrer como turista lo que quedó de un campo de concentración en Alemania.)

[1] En dos mil diecinueve Tomi Barquero escribió unas “Instrucciones para recomendar Estancias en común a unx amigx”. El texto empiezan así: “Amigx, queridx, camaradx, compañerx de aventuras. No sabés lo mucho que quiero compartir algo con vos. Está re piola, pero no sé cómo explicarte. Es un libro difícil para leer. Unx se pierde o se marea o se distrae. Termina googleando las personas y los lugares de los que se habla. Te terminás bajando en pdf alguno de los textos que cita para perseguir de dónde vienen las ideas. Es como si te obligara a interrumpir para leer otras cosas, como si quisiera que lo hagas. Encima después no entendés ninguno, pero encontrás algo y lo anotás. Encontraste algo. Rumiás mucho. Pero está bueno, no sé cómo decirte. Es como un libro que te deja quedarte para pensar. Suena cualquiera esto, no es que te estoy chamuyando. Es como un martillo, ¿usás el martillo? Cuando necesitás martillar un martillo es perfecto. Es como un libro que sirve para usarlo. Te preocupa algo, mirás al índice y te tirás a ver si encontrás algo. Siempre encontrás algo. Es como un libro que se usa cuando necesitás pensar algo urgente y no sabés por dónde empezar”.



Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page