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  • Foto del escritorRevista Adynata

La intimidad / César Aira

Para definir lo íntimo habría que buscar el término con el que haga oposición, y no se me ocurre otro que lo público. Pero lo que se opone estrictamente a lo público es lo privado, lo que dejaría a lo íntimo como un suplemento recóndito de lo privado. Querría enfocar estos contrastes asimétricos en dos géneros literarios, las Memorias y el Diario íntimo, o más precisamente las Memorias y el Diario de los autores franceses, Chateaubriand y Víctor Hugo.


En sus Memorias de Ultratumba, al precio de eliminar todo dato de su intimidad, Chateaubriand vuelve sin cesar a la diferencia entre lo público y lo privado. La alternancia entre la historia de un hombre y la historia de Europa se sucede en sus tres mil páginas, ejemplificada en cada una de ellas: el hombre busca con ahínco la soledad, rehúye los cargos políticos, no pide más que el aislamiento en el que desarrollar sus ensoñaciones religiosas y su culto a la naturaleza, a la vez que Europa se obstina en producir guerras, revoluciones y nacionalidades. La alternancia se tematiza en la extensión misma, al punto de generar el cálculo explícito: “En la escala de los acontecimientos públicos”, dice Chateaubriand, “los hechos de una vida privada apenas si podrían reclamar más que una línea”. La imagen que propone a continuación es la del barco, que podría ser el barco de la Humanidad surcando el océano de la Historia, pero el barco está tripulado por marineros que tienen cada uno su pequeña historia personal, y no se privan de contárselas entre ellos en los largos ocios de la navegación. “Cada hombre”, dice Chateaubriand, “encierra en sí un mundo aparte, ajeno a las leyes y a los destinos generales de los siglos…”. Pero antes, contradictoriamente, ha justificado el cálculo de las extensiones no en la mera importancia de lo público sino en su particularidad. En efecto, lo público es singularísimo e irrepetible, mientras que lo privado es generalizable. ¿Quién no ha perdido un ser querido, quién no ha amado, o sufrido injusticias, o logrado éxitos? Y todos lo hemos hecho más o menos en los mismos términos. Mientras que la Revolución Francesa, o el descubrimiento de América, sucedieron una sola vez y para siempre. Chateaubriand resuelve la contradicción recordando que la historia pública la hacen los hombres privados, y que lo único resulta misteriosamente de lo múltiple: “todos, uno a uno”, dice, “trabajamos en la cadena de la historia común, y es de todas estas existencias individuales que se compone el universo humano a los ojos de Dios”.


Los actores centrales del multitudinario elenco de sus Memorias de ultratumba son Napoleón, Madame Récamier, y el mismo Chateaubriand. En Napoleón, por supuesto, está la suprema transmutación de lo privado en lo público, ya que su historia privada es la historia del mundo. Y fue la contemporaneidad de Chateaubriand con Napoleón la que propició su reflexión. El mismo Chateaubriand se constituyó en unidad de público-privado sobre el grandioso fondo napoleónico, como legitimista de los linajes monárquicos: sólo en la cadena dinástica pudo encontrar el argumento que conciliara al hombre individual con la Historia, conciliación amenazada por el exceso imperial. Pero Chateaubriand, como los marineros de su metáfora, no se priva de contar su propia historia. Y si en ésta se ve constantemente amenazado por el peligro de darse demasiada importancia, peligro muy real porque después de todo él fue quien consolidó la sensibilidad romántica, y aseguró la restauración borbónica, y llevó adelante la guerra con España, dispone lateralmente de la figura de Madame Récamier, su amante, para hacer de puente entre público y privado. La mujer es la figura privada por excelencia, pero Madame Récamier fue la mujer más bella de su tiempo, musa de reyes y poetas, amada apasionadamente por la gran enemiga de Napoleón y su contrafigura, Madame de Staël. El trío Chateaubriand Napoleón-Madame Récamier cubre todas las combinatorias históricas de lo público y lo privado, al menos en las Memorias de Ultratumba.


Pero, por tratarse de un libro, estamos en el campo de la exposición, y deberíamos ver su reverso. La privacidad también se oculta deliberadamente, y aquí es donde la palabra “intimidad” funciona en el uso común como su sinónimo. “Defiendo mi privacidad” es más o menos intercambiable con “defiendo mi intimidad”. Sólo más o menos. Pues lo privado sigue en el campo de lo público, ya que si hay un “derecho a la privacidad”, tiene que ser un derecho reconocido públicamente.


Por fuera de este reconocimiento, en el margen interno del destino individual que escapa a la factura general de la Historia, estaría la especificidad de lo íntimo, en una especie de suplemento de lo privado, un campo extra de formato indefinido que apela a los afectos, los sentimientos, los deseos.


En la intimidad así definida hay una resistencia al lenguaje. La frontera de la intimidad retrocede tanto como avanza la voluntad de contarla. Es coextensiva al secreto, pero el secreto existe en tanto efecto de la revelación, y ésta, hecha de lenguaje, es por esencia pública. Dos formas degradadas de lenguaje presionan sobre el campo amorfo de lo íntimo: de un lado el exhibicionismo, del otro la curiosidad.


Antes y después de que adquiera una forma estable, la intimidad se disuelve, como una intención, o peor: como una buena intención, y no deja como resto más que un balbuceo fallido de lo que no se podía decir y sin embargo se dijo.


Aun así, no habría que descartar el concepto, que después de todo, y a pesar de su precariedad, sigue actuando. Lo informe del concepto se replica en lo informe del idioma de la intimidad. Si el máximo de articulación del lenguaje está en lo público, el mínimo se refugia en la intimidad. Los íntimos se entienden “con medias palabras”, o mejor, “sin palabras”. Esta economía transporta la busca utópica, o en todo caso deseante, de la imposible comunicación consigo mismo, porque la intimidad culmina en uno solo. Utopía de lo comunicable, que iría del secreto al secreto, sin pasar por la revelación y sin rebajarse a los mandatos del exhibicionismo y de la curiosidad.


Sea como sea, la intimidad no es una napa fluida de la vida social, sino un principio de separación. Celosa, exclusiva, la intimidad de uno termina donde empieza la del vecino, o un poco antes. Aunque no se trata tanto de límites como de círculos concéntricos. Hay un deíctico en juego, un shifter, un ocasionalismo: “entre nosotros”, y ese plural puede ser tan amplio o estrecho a como dé lugar: la intimidad de los amantes, de la familia, de los amigos, de la profesión, de la ciudad, de la nación… El modelo, el “entre nosotros” definitivo, es la reducción del plural al singular que se amplía para formarlo, el “yo”, la conciencia, el llamado “fuero íntimo”, yo conmigo, la intimidad portátil, que se lleva adonde hace falta. Se supone que ahí está el núcleo de las grandes verdades: donde no es necesario hablar.


Lo público es un tejido de creencias, y sobre ellas se ejerce el proceso del “fuero íntimo”. Que el Sol salga por el Oriente y que se ponga por el Occidente, o que los pobres sean más simpáticos que los ricos, son proposiciones sujetas a las creencias, aún después de su confirmación por los hechos. Después o antes de la confirmación, la decisión de creer o no creer constituye la intimidad del hombre. En realidad no hay alternativa: la decisión sólo puede ser decisión de no creer. Creer es lo público, no creer es lo íntimo, y si dentro de la intimidad hay todavía algo en lo que se cree, es inevitable que su negación produzca, aun en contra de las mejores intensiones del sujeto, una segunda intimidad, más íntima, y luego una tercera y una cuarta.


Mi hipótesis es que la figura última de la intimidad es la del cura que no cree en Dios. La ventaja metodológica de esta figura es que nos lleva a los extremos de la prueba. El cura es una institución; todos lo somos, en nuestro funcionamiento social; todos somos instituciones de creencias. Pero el cura lo es potenciado por su especialización en la creencia de base, que es Dios. Él no tiene escapes laterales como los tenemos todos, porque está en el fondo del callejón; de ahí que pueda decirse que un cura que crea en Dios no tiene intimidad. Es todo público. Y aumenta exponencialmente la urgencia de crearse una intimidad. Como estamos en el terreno del blanco y negro, de los absolutos, para tener intimidad el cura debe pasar a un nivel en el que se desprenda de su creencia en Dios.


Esa incredulidad, tiene que “confesársela”, en el secreto de su conciencia. Para lo cual es necesario que intervenga el lenguaje; ¿cómo lo diría si no? La semiosis de la acción, de los hechos, y hasta la de lo gestual, le está prohibida, si quiere conservar el empleo de cura. De modo que el lenguaje vuelve en su más pura y quintaesenciada materia lingüística.


Esto contradice la descripción anterior de lo íntimo como el reino del balbuceo y las medias palabras. Creo que lo que sucede es que en el camino hacia lo singular, al irse despoblando el “nosotros” íntimo en su paso de la nación al grupo, del grupo a la familia, de la familia a la pareja, siempre rumbo al “yo” secreto y quizás inalcanzable, se va agotando la carga de lenguaje acumulado, y cuando la conciencia está sola consigo misma debe recomenzar, otra vez con un máximo de articulación, con una sintaxis precisa y frases bien acuñadas sobre la matriz del Sujeto y el Predicado.


A ellas debe recurrir el cura en su necesidad imperiosa de crearse una intimidad. Ahora bien, lo que queda por explicar es esta necesidad. ¿Para qué sirve la intimidad? ¿Quién la necesita? Yo diría que su utilidad está en la inversión de la función de la verdad en el lenguaje.


La intimidad es algo así como el laboratorio de la verdad.


El lenguaje como institución, o más bien como instrumento público, tiende al lugar común. Aun cuando sea el más ingenioso epigrama o la paradoja más arriesgada, aun cuando se lo tome en el momento más original de su nacimiento, la enunciación lingüística es presa de la mecánica senilizante de la obviedad. Los sujetos coinciden fatalmente en ella. Aunque sea patente, su quantum de verdad se degrada a creencia, por el simple hecho de ser compartida. El estrecho margen de maniobra que le queda a la negación es lo que llamamos cinismo.


En la extinción del lenguaje que tiene lugar en el fondo de la intimidad, y su inmediato renacimiento, en ese punto último de rebote en que los amantes desnudos abrazados se transforman en un cura, está el origen del cinismo. Es bastante evidente que la creación de intimidad, según los términos en que la he presentado, se parece mucho a la creación de literatura. Eso hace un tanto difícil seguir hablando del tema, para no salirse del cual la reflexión se ve obligada a remontar lo creado a la creación.


De modo que remitirse a los documentos no es suficiente, pues casi de inmediato éstos se contaminan con el proceso de la documentación.


La intimidad, en la medida en que tenemos acceso a ella, ha sido objeto de una documentación. El mito de la intimidad tiene por soporte documental la mitología de los secretos y su revelación, cuyo medio es la escritura.


La paradoja de los diarios íntimos se despliega en el rebote del que hablé. Se los escribe para uno mismo, para articular lo informe, pero esa articulación misma ya transporta el esbozo de un interlocutor. Se los escribe para que lo lea otro, aunque ese otro, por el momento, sea uno mismo. La articulación del lenguaje en el Diario Íntimo tiene como fondo de contraste, y se da para hacer contraste con él, un balbuceo amorfo de pensamiento secreto.


La paradoja suele resolverse, y no sólo en los diarios íntimos, en escritura cifrada, que es idioma propio de la documentación. La técnica de registro de la contabilidad, la llamada “doble entrada”, inventada en Italia más o menos en la época en que Maquiavelo inventaba la “doble entrada” política, de hipocresía y cinismo, en la que seguimos moviéndonos, es el modelo del cifrado.


Víctor Hugo, que mantenía una gran familia, una decena de amantes y dos o tres de ex amantes, numerosa servidumbre, secretarios, amanuenses y protegidos, encontró en cierto momento que el sitio más a mano donde anotar todos sus gastos, para homologarlos con sus ingresos, era su Diario Íntimo. Pero él no tenía tiempo ni paciencia para hacer las cuentas. La señora Hugo, que no debía de tener cabeza para los números, delegó la tarea en la amante oficial de su marido, Juliette Drouett, a la que Hugo le pasaba a fin de mes los cuadernos de su Diario, donde había registrado escrupulosamente hasta el último centavo que había salido de su bolsillo. Ahora bien, el poeta recurría cotidianamente a los servicios de prostitutas, que aún a él le cobraban. Esos pagos quedaban anotados: quince francos, diez francos, doce francos. Y precedidos por la letra P, de prostituta. Si Juliette preguntaba, la explicación era que la P correspondía “proscripto”, explicación verosímil puesto que Hugo financiaba a los numerosos proscriptos (él lo había sido) del Segundo Imperio. El verosímil se tensaba por las palabras también cifradas que seguían al número, recordatorio de las fantasías, por lo general fetichísticas, que habían sazonado la sesión, por ejemplo “t. n.” que significaba toute nue, “desnudez total”, o letras en clave que representaban “piecito” o “atrás y adelante” o mil cosas más que hoy sirven de rompecabezas para “hugólogos” (muchas no han sido descifradas), y que debían intrigar a Madame Drouett.


Veamos los tres tramos de la anotación. En el centro está el número, “15 francos”. Ahí no hay clave, quince francos son quince francos, no catorce ni dieciséis (en esta ocasión). Ahí la lectora debe leer lo que está escrito, para mantener en orden la contabilidad. La “P” anterior, en cambio, apela al poeta tanto como a la lectora, y en la conjunción está la posteridad, que también empieza con P. La actividad sexual del viejo poeta, ya por entonces prócer, queda marcada con una P en el calendario, por debajo de su generosidad con los numerosos compañeros de exilio, generosidad fehacientemente documentada en otros sitios. En cierto modo aquí también está documentada, siquiera en el tenue verosímil destinado a Juliette: si ella se lo creía, si creía que la P correspondía a “proscripto”, o aun si no lo creía, era porque la ayuda a los proscriptos existía.


En cuanto al tercer casillero, el “piecito” o el “toda desnuda”, enmascarado en un par de letras herméticas, ahí el diarista pasa al lenguaje privado, que sólo él podrá decodificar, por ejemplo una tarde de lluvia que estimulara la evocación de recuerdos nostálgicos; o, con un fin más práctico, cuando se revisara de apuro el cuaderno antes de salir rumbo a la cita, para no repetir el “piecito”, o para repetirlo. ¿Pero cómo decodificar? La prudencia exige que las claves o equivalencias no queden anotadas en ninguna parte, como cuando en los bancos nos recomiendan no escribir la clave de nuestro cajero automático sino confiarla a la pura memoria inmaterial. El decodificador debe volverse sobre sí mismo y cerrar el círculo del sujeto con individuo hecho de pasado y memoria. La poesía no funciona de un modo muy distinto, y la poesía de Víctor Hugo suele recurrir, sobre todo en sus piezas proféticas (pero también en las políticas), a la voz de la inspiración que entreabre las valvas herméticas del sujeto para dictar las claves olvidadas: “Lo que Dice la Boca de Sombra”. Por intermedio de la escritura cifrada, la intimidad se hace literatura.


Como la literatura, la escritura cifrada es una intensificación del lenguaje. Una y otra usan los velos de la intimidad para crear valor. Pero el valor depende del interés, y al apuntar en esta dirección, el interés suele acompañarse del adjetivo “morboso”. Los estudiosos de la literatura francesa que se afanan en la decodificación de las anotaciones crípticas del diario de Víctor Hugo esquivan el adjetivo por muy poco, pero tienen serias justificaciones. Su principal argumento, por supuesto, es que Victor Hugo es una figura demasiado importante en la literatura y la historia francesa como para no tomarse el trabajo.


El conocimiento en detalle de sus conductas privadísimas en la cama podría dar una pista para la lectura de sus poemas o novelas. Un argumento que no usarían, aunque esté implícito, es que si no lo hacen ellos lo harán otros, y eso me parece que sirve para terminar de definir la intimidad: es lo que le pasa a uno y le interesa a muchos. Así como en la redacción de las Memorias hay una construcción mutua de lo particular y lo general, bajo las figuras de lo público y lo privado, en la lectura de los Diarios esa construcción se da entre el interés y la intimidad.


En este caso el interés puede ser interés en saber, o interés en que no se sepa. La repartición de los sujetos, usando como instrumento la escritura cifrada, distribuye ambos intereses a un lado y otro del saber.


Pero los dos intereses son uno solo y el mismo; aunque vayan en direcciones opuestas no terminan de separarse porque son el anverso y el reverso de la misma moneda con la que se compra el saber.




Fuente: Boletín/13-14 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (Diciembre 2007 -Abril 2008).


Nan Goldin. Nan y Brian en la cama, Nueva York 1983. Impresión con lejía y tinte plateado, impresa en 2006 39,4 × 58,9 cm


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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