1.
Cultivar un jardín
La decisión coincide con el diagnóstico. Una vez confirmado que tiene sida, el cineasta inglés Derek Jarman se lanza a dos tareas: escribir un diario y cultivar un jardín.
Precisamente ahí donde se mueven sin pausa el sexo y la muerte –los más naturales de los estados—levanta un edén de piedras y otro de palabras.
Las piedras parecen la partitura de una música olvidada. Las palabras también. Quién sabe, quizá sea posible aún convertir el terror en arte, hacer de la desdicha una ocasión florida.
Ha comprado una casa al sur de Londres, a orillas de una costa ventosa y hostil.
Allí consigue lo que siempre quiso: hacer cine, no películas.
Blue es su testamento.
Un film sin imágenes, despojado a extremos inauditos, que durante 90 minutos se niega a mostrar otra cosa que una pantalla azul.
Sólo de vez en cuando, en off, los sonidos escalofriantes del hospital.
O su propia voz, desafiando a los espectadores: “No pienso protegerlos del silencio con notas falsas, ni inventarles senderos a través del vacío. Otros les construirán autopistas con carriles de circulación rápida en ambas direcciones. Yo les ofrezco un viaje sin garantías, sin certezas de ningún tipo, sin dirección ni meta.”
Hay aquí una figura de artista en profundo conflicto con su instrumento, alguien que ha comprendido, de pronto, que la materia misma de su arte, las imágenes –en tanto meros sustitutos de la vida— no le alcanzan.
Un cineasta como un ermitaño en la tierra salvaje de la enfermedad.
“Estoy harto del cine”, escribe, “de las obras amables pero espantosas, de los que hacen posgrados de autopromoción, de la codicia de los funcionarios del arte.”
Del hospital al jardín, del jardín al hospital, la travesía, sin embargo, es unidireccional. Su objetivo: habitar plenamente la contingencia, dirigirse hacia atrás por la espiral antigua.
Todavía no quiero morir, dice.
Y vuelve a unir las piedras a las palabras.
Luz sobre el deseo de un niño indócil.
Sobre el enigma del dolor, que es insoluble y fértil.
Sobre la idea –loca— de hacer una película sobre la muerte viva.
2.
De la docta ignorancia
Algo similar se propuso hace más de diez siglos el poeta provenzal Guillaume d’ Aquitaine, cuando dijo: Haré un verso de absolutamente nada.
Esa ha sido siempre la ambición del poema: hablar de nada.
Es decir, ser la voz de la cosa ausente, la acústica del alma para oír, no lo que dicen las palabras sino aquello –vinculado al origen, la escisión, la finitud— que siempre se sustrae a las redes del lenguaje. Quien escribe entiende, como nadie, que las palabras son insuficientes, a menudo tramposas, incluso nocivas. Por eso, se para ante ellas con recelo. Desconfía del pacto utilitario, comunicativo u ornamental que proponen. Lucha contra ellas, a pesar de tener plena consciencia de que no existe, como advirtió el poeta vietnamita Ocean Vuong, una lengua para salirse de la lengua.
Toda escritura que se precie reflexiona, tarde o temprano, sobre la inadecuación entre lenguaje y mundo.
En algunos casos, la operación es más visible, aparece en los ensayos que acompañan a la obra del autor o autora (pienso en Octavio Paz, Marina Tsvetáieva, y más cerca de nosotros, en Mario Montalbetti o Tamara Kamenszain).
En otros, la poesía piensa adentro de la poesía misma.
Un verso del poeta español Aníbal Núñez dice con sencillez brutal:
“Para ser río, al río le sobra el nombre”.
Y otro, de José Ángel Valente:
“Las palabras crean espacios agujereados, cráteres, vacíos. Eso es el poema.”
Yo agregaría que esos huecos, fisuras, agujeros son puertas, modos extremos de abrirse al mundo.
También son avanzadas contra la doxa, la frase hecha y el espíritu mayoritario, que siempre embalsaman la vida, impidiendo a las criaturas el contacto con su propia inadecuación.
Como el deseo, la poesía es díscola por naturaleza.
No se deja encuadrar, gobernar, restringir.
Se niega a la madurez.
Hace que estalle la diferencia en el centro mismo de lo homogéneo.
Entre la ley y el desacato, elige siempre el desacato.
Quizá esto explique por qué es tan difícil, de leer y de escribir.
En ella, todo se trastoca: la emoción piensa, la sintaxis se emociona, la obsesión se hace forma, la forma defiende la soledad en que estamos, y el silencio alcanza el difícil estatuto de la palabra muda.
Néstor Sánchez, uno de los narradores argentinos que más admiro, propuso y practicó una insularidad radical que alcanzó su punto álgido cuando vivió de homeless en Manhattan, buscando que la calle fuera la puntuación de la vida, que su yo no solo fuera otro, sino mejor, ninguno. La postura de Sánchez es extrema. No sólo la expresión fácil le parecía inmoral, abogaba por una escritura sin personajes ni historias evidentes, contraria al testimonio, el consenso, la miseria informativa.
La expresión del dolor está siempre afuera de su anécdota, decía.
Por eso, tal vez, abominaba de la exigencia de representar.
Le interesaba lo incomunicable, no el confort de la inocencia estética.
La memoria que está afuera del tiempo, no la indigencia del yo chiquito.
La voz, no el aparato discursivo.
Una voz articulada con el vacío de sentido y con la dimensión de lo sagrado, que surgen en la exploración de aquello que ignoramos.
La prosa no debería ser, escribió, más que una excusa para llegar a la poesía.
3.
El discreto encanto de los activismos
Toqué el tema en El corazón del daño.
La poesía pertenece a la política de un modo singular.
Esa pertenencia consiste en sostener una no pertenencia.
¿Y en qué consiste esa no pertenencia?
En producir un cortocircuito entre el sentido y las palabras, para que el ruido de lo convencional, siempre repetitivo y asfixiante, pueda ser puesto en silencio.
La poesía es un inutensilio, escribió Paulo Leminski.
El neologismo es un hallazgo y una provocación.
La poesía, tiene razón Leminski, se niega a servir para algo.
Aparte de eso, es una casa o un aula o un cofre que aspira a la inadhesión, a mostrar lo incompleto, lo fuera de lugar de nuestra condición en el mundo.
Eso, en sí, ya es altamente volátil.
No conozco mejor antídoto contra el autoritarismo.
Un poema, escribió Vicente Huidobro, es hermoso porque crea hechos extraordinarios que necesitan del poema para existir en algún lado.
Sería un error pensar que la literatura va en busca de la verdad (la verdad es la más peligrosa de las mentiras). Se trata, más bien, de percibir que el lenguaje se construye en torno a un hueco y que siempre falta algo en toda representación. Esa conciencia es crucial para quien escribe. No sólo frente al Estado (que siempre quiere entender todo y fijar de una buena vez las ataduras entre significantes y significados), sino también frente al asedio de las agendas sociales que, aun siendo justas, acaban perdiendo su fuerza transgresora apenas el mercado (y otras instituciones culturales) las recogen, transformando la desavenencia en moda, la discrepancia en ocasiones de financiamiento.
Theodor Adorno, si cabe, fue más lejos.
El arte, dijo, no necesita afiliarse a nada.
Le basta con preocuparse de su propio material –donde, dicho sea de paso, está contenida la sociedad entera— e instalar allí su crítica del poder.
El arte, en definitiva, no es de orden ideológico sino pulsional.
Ninguna reglamentación le sirve.
Ninguna militancia.
Salvo, tal vez, la que busca restituir al mundo como materia opaca, dejarlo a merced de su propia exigüidad, o, en el caso de la escritura, explorar la lengua, como quería Juan José Saer, con prepotencia y rigor, sin más interés en la moral que la moral de la forma misma.
A esto se le llama: aporía mayor.
Fantasía exacta de la literatura.
4.
Entrevista falsa a Paul Valéry
¿Podría decirme, Monsieur, qué significa para usted escribir?
Suprimirse.
¿En qué sentido?
En el más desesperado.
¿Y qué piensa de su trayectoria como escritor?
Mire, joven, he perdido, en los últimos años, casi todo: el vigor del cuerpo, la agilidad mental, la habilidad de sonreír socialmente y otros equívocos que atañen a nuestra profesión, no sé qué más decirle.
Pero alguna repercusión espera de su obra, ¿no?
Ninguna. A decir verdad, me considero un escritor ínfimo, que apenas alcanza a detestar, en su conjunto y sin matices, todo lo que sigue al acto mismo de escribir.
¿Cómo funciona un poema?
En un poema las palabras torpemente buscan lo que, sin ellas, no sería. Y, a veces también, lo que, con ellas, se pierde para siempre. Tarea paradójica: decir lo que se dice sin decirlo y no decir, diciéndolo. En esa noche oscura, las palabras cantan, se alzan contra el lenguaje que, sin embargo, les dicta el próximo verso.
¿Cosas que le desagradan?
Me repugna la exaltación del margen. Como criterio literario, prefiero las obras no del todo infieles al parto nocturno de los griegos.
Para terminar, ¿qué opina de la tríada hablar, escribir, existir?
Perdón, joven, eso no es una tríada, es una verdadera trinidad. Una trinidad falaz, pero trinidad al fin. Déjeme decírselo como lo hubiera dicho Poe: Las palabras, como las imágenes, son sepulcros animados. Uno ejercita, en ellas, ritos de resurrección. Entra a escondidas en panteones y deambula entre los huesos para ver si puede hacer salir el sol en París.
No entiendo.
Yo tampoco, no se preocupe. Sólo piense que, en los tres casos, uno no se mueve hacia delante sino hacia atrás, donde están los teatros traumáticos que ayudan a iluminar las ruinas venideras. El único discurso legítimo es la pérdida. La única intransigencia: la infancia. La única certeza: la perfección de las palabras rotas. Cualquiera que tenga un ojo fanático podrá apreciar allí a ese animal que somos, espléndido en cenizas. Sabrá también que su carencia real engendra su riqueza imaginaria. El círculo siempre acaba donde empezó. Lo demás es Literatura.
¿No son sus pensamientos demasiado oscuros?
No creo. A veces, me pregunto cosas, nada más: cuántas vidas llevo ya vividas; en cuáles aprendí, de veras, algo; y hacia dónde ahora quiero no ir. Por lo demás, siempre estuve a favor del progreso de las almas y a todo le pongo el cuerpo, incluso a las heridas de la acción.
¿Podría usted decirme en qué está trabajando ahora?
En mí mismo.
¿Algo que agregar?
Sí, me gustaría conocer a Erik Satie. Siempre me lo imaginé encerrado, componiendo silencios para su simpático perro.
5.
Bienvenidos al encanto de correr hacia atrás
Escribo para que me lean en 1640, dijo Pascal Quignard.
También Héctor Murena, autor de un libro excepcional, La metáfora y lo sagrado, propuso practicar el arte de volverse anacrónico. Se refería, sin duda, al arte de percibir aquello que está más próximo al origen. Aclárese que el origen no está ubicado en ningún pasado cronológico: convive con el devenir histórico y no cesa de operar en él, del mismo modo que el embrión continúa actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto.
Esta relación atípica que se establece con el propio tiempo adhiriendo a él, a través de un desfasaje, es lo que Giorgio Agamben llamó “lo contemporáneo”. Obras contemporáneas, en su visión, serían aquellas que trabajan en contra de su propio tiempo para ser después, paradójicamente, su tiempo mismo.
Estar siempre en otro lugar.
Hablar del mundo sin hablar de él.
Aullar sin ruido.
No se trata de mantenerse al margen de la desdicha, las cóleras políticas, o las distorsiones brutales del presente. Se trata de lidiar con todo eso adentro de la realidad textual que se está creando, sin tener que rendir cuentas a nadie, porque el libro es la noche, lo cerrado, lo felizmente desconocido y está lleno de errores e insubordinaciones y dudas, y eso está bien, está muy bien para quien va en busca de una aventura literaria.
Lo actual, en cambio, es territorio de la oferta y la demanda, tiene que ver con los trayectos comerciales del marketing, no con los proyectos de escritura.
El resultado suelen ser libros que se retroalimentan y disimulan en medio de la vorágine de las redes sociales y la confusión general. Marguerite Duras diría: “libros de un día, sin silencio, sin pozo. Sin auténtico autor”.
De lo actual, en suma, mejor ausentarse.
Un libro, en cualquier caso, es algo brusco: cae, busca herir el acuerdo, desbaratar las definiciones, fundar un lugar donde quepan el bies, el borde, la cojera, el silencio y la infancia antes de la palabra. A eso, sin duda, se refería Clarice Lispector cuando dijo: Me gustaría que me lean en los renglones vacíos. O la norteamericana Louise Glück, en estos versos brevísimos:
En una época
solo la certeza me daba
alegría. Imagínense…
La certeza, una cosa muerta.
Ni la frase de Lispector ni los versos de Glück son inofensivos. Son más bien piedras lanzadas contra la estupidez, lo políticamente correcto y la calamidad didáctica.
Faulkner solía decir que, como escritor, apenas disponía de un territorio del tamaño de un sello de correos.
Ese bastión minúsculo alcanza.
Lo que se busca es siempre un carozo de infancia.
Una unidad de medida que marque el advenimiento escueto y absoluto de un sí.
A mí también me gusta pensar que la miniatura tiene algo en común con el poema, como los juguetes, las postales viejas, los caballos de las calesitas. Me gusta pensar que esas formas breves, e indiferentes a las peripecias, permiten moverse rápido entre el incípit y la cadencia final.
No tengo más raíces que la letra, pareciera afirmar el poema.
No insisto más que en lo anónimo.
Los poemas son centros adentro de un centro, micrografías del deseo.
No hay más asunto en ellos que la habitación del abismo, más privilegio que la posibilidad –única— de encontrar nuevos enigmas.
En esa cacería, incansable y fallida, el poema apuesta a lo absoluto, que no es sino la dicha de encarnar una primera persona, cada vez más imbuida de su propia ausencia.
Y esa tarea es incómoda y lúcida, como todo lo que está abocado a persistir en el mundo, para escuchar el silencio, para darlo a escuchar.
6.
Una última indisciplina
Que yo sepa, no hay razones válidas, ni siquiera lógicas, para esas nociones expandidas que vinculan a la poesía –exclusivamente—con la emoción, a la novela con la trama argumental, y al ensayo con el pensamiento. En materia de escritura, nos guste o no, el único personaje que cuenta es el lenguaje, allí donde quien escribe pone a prueba su voluntad de crear y donde mide (para desmentirlos o ampliarlos) los límites de su instrumento verbal que son también, como nos enseñó Wittgenstein, los de su propio mundo.
Ya dije que las palabras viajan siempre desde lo que no saben hacia lo que no saben, como pequeños animales cuya única ambición fuera perderse, mejorar la calidad de su ignorancia.
¿No es acaso el arte, el arte por excelencia de preguntar?
Fabulosa tautología que prueba –si fuera necesario— que, allí donde se vuelve posible lo insólito y el hábito se interrumpe, hay lugar para esa conciencia más fina donde se refugia desde siempre el espíritu.
Realidad textual, entonces, no suma de contenidos triviales ni anorexias de la reflexión. El arte empieza allí donde la trama cede el puesto al trauma (la expresión es de Miguel Dalmaroni). O bien, lo que es igual: donde el lenguaje se vuelve falta de lenguaje y hace de esa falta un don.
Las escrituras que me interesan conocen el peso y la urgencia de estas premisas. Son obras poliédricas que se mueven entre lo acabado y lo arisco, lo estilizado y lo híbrido, a fin de llegar más rápido a la meditación sobre el lenguaje. Su convicción de que la literatura es un ejercicio de la inteligencia, su negativa a dejarse marear por el elogio fácil, y su ambición de alucinar con lo perdido, constituyen su sello inconfundible. Por eso, tal vez, no figuran en las mesas más visibles de las librerías ni acceden siempre a los circuitos internacionales. Su música, sin embargo, no está sola: sale de un coro inquieto que postula un viaje a zonas que aún no existen.
“Escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve”, propuso Bernard Noël.
A esta fiel persistencia en el deseo, a este riesgo de apostar una y otra vez a “lo que no se parece a nada”, le debe la literatura su privilegio mayor, su más alta felicidad.
Fuente: Discurso de apertura de María Negroni en FILBA 2022. 29/09/2022.
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