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  • Foto del escritorRevista Adynata

Sesiones en el naufragio (15) Desolaciones / Marcelo Percia

La primera noche en el pabellón la pasé escuchando ruidos, sollozos, quejidos, suspiros ahogados.

No supe de dónde venían.

De a poco, sentí el hipnotismo del terror, su acompasada calma.

A eso llamo desolación.

Se trata aquí de pensar tensiones, pasajes, rispideces, solidaridades fronterizas, entre desolaciones y soledades.

Distingos, a veces, tratan de palpar la materialidad evanescente de un soplo.

En latín, desolatio significa privación de todo consuelo.

El verbo desolar se emplea para decir destrucción, ruina, arrasamiento, devastación. También para expresar estados de pesadumbre, tristeza, consternación.

Desolaciones concentran aflicciones que no tienen descanso, ni corte, ni fin. Extensiones saturadas de dolor. Hastíos de la civilización.

Tierras yermas de las desolaciones ofrecen territorios aptos para la siembra de ideas espantosas.

Desiertos poblados de reproches, resentimientos, odios.

Malas y buenas creencias nacen de la desolación.

Desolaciones alertan que algo se está muriendo, que la tierra se está apagando, que el aire se está retirando.

Aunque siempre dejan entrever un resto no devastado, una callada voluntad de no extinción.

La porfía de lo vivo casi extenuado.

Desolaciones nombran diferentes formas de arrasamiento de la vida. Sin esa palabra pensada, así, en plural, soledades no podrían decir el estupor.

Del latín, solitas se traduce como cualidad de estar sin nadie más.

Pero, soledades no se componen sin nadie más.

El sin nadie más describe la excepcional circunstancia de un dios antes de la creación del mundo.

Habitamos soledades entre soledades.

Soledades demasiado mortales.

Muchas soledades no saben la soledad. La consideran desdicha de la sociabilidad, abuso de la misantropía, síntoma del yo, merecida consecuencia del por algo será. Sin embargo, soledades resplandecen como condición fulgurante de la vida en común.

Pensamientos tristes y destructivos, que aguijonean soledades, se afincan y se reproducen en épocas arrasadas.

Desolaciones se presentan vastas, completas, suficientes, sin nada más que desolación. Inmersas en la devastación, soledades se sienten malditas o responsables de testificar que la vida está en peligro.

En Desolación, Gabriela Mistral (1922) escribe: “…miro morir intensos ocasos dolorosos”.

Se trata de un poema cautivo en un sufrimiento sin salida, en la pesadumbre de una muerte trágica, en una interminable noche sonámbula, sedienta.

En un sinfín de desdichas y desgracias.

A veces, se siente la desolación -último alarido callado del mundo- como un asunto personal, entonces soledades huyen de la soledad como de un incendio.

Carecen de refugio o de asilo. Descreen de la protección de un abrazo.

En el paraje desierto de la desolación, falta una caricia, una mirada, una palabra.

Soledades desoladas vagan desarropadas.

Desolaciones enmudecen. Las palabras se extinguen o desertan ante la cruda visión de la vida derruida.

Se necesita conservar en la retina desolaciones de los manicomios.

Poner fin a los encierros urge tanto como terminar con lo que Fernando Ulloa (1995) llamaba “culturas de mortificación”.

Tal vez furias de una común ternura puedan contrarrestar maltratos de esta época aciaga del mundo.

A veces, soledades se solazan en la desolación.

Sienten tanto dolor, tanta frustración, tanta falta de abrigo, tanto peligro, que se recluyen en el desánimo. Esperan salvaciones mágicas. No se sienten acogidas por ninguna ternura, suavidad, descanso. Permanecen en cumbres o subsuelos del “solo me pasa a mí”. Se llenan de sí mismas. Se embelesan diciendo “solo yo sé cómo me cuesta todo”, “nadie entiende lo que siento”.

El sí mismo se comporta como un caprichoso dios privado.

Desolaciones se sienten aturdidas, tambalean embotadas y, a veces, se aferran a fortalezas fanáticas.

Devastaciones incuban actos de crueldad.

Escribe Ulloa (1995): “El fácil engaño es común en la mortificación”.

Desolaciones comparten con la mortificación el sentimiento de que algo se apaga, la fatiga de la luz, la noche desfalleciendo.

Tal vez de las desolaciones, como de las mortificaciones, se sale (si se sale) a través de una común debilidad que protesta.

Desolaciones no tienen paz. Desertan hacia ninguna parte en pleno bombardeo.

Soledades se amparan en otras soledades. Respiran un común aliento de miedo.

Escribe Nietzsche (1885) en Así habló Zaratustra: “El mal amor por vosotros mismos transforma vuestra soledad en prisión”.

Pero, tratándose del sí mismo, ¿se podría pensar en un buen amor?

El sí mismo malogra el amor conquistándolo: confisca el querer, lo consuma como propiedad.

Freud conjeturó, atendiendo vicios del sí mismo, todo avatar amoroso como narcisista. Pero, conviene no olvidar que Narciso trasciende como nombre de una vida castigada. Los dioses sentencian al joven (que carecía de pasiones posesivas) a amarse a sí mismo.

Soledades se estrechan en tiempos de tormentas, se aprietan e intiman irreductibles.

Lo irreductible resguarda un resto no identificable: que no se puede nombrar, no se puede poseer, no se puede comprimir.

Soberana dicha de lo irreductible, reserva escurridiza de las soledades.

Desolaciones tienen más relación con el sentimiento de una vida en ruinas que con la soledad.

Desolaciones sienten que el mundo les debe algo; soledades se saben en una común intemperie.

Una común desolación aproxima vidas arrasadas.

Libros propician encuentros entre soledades.

Desolaciones revuelven cenizas en bibliotecas incendiadas.

Desolaciones medicadas desfilan como certezas sin mirada.

Desolaciones no tienen sosiego, soledades tampoco.

Desolaciones ven en esa falta un motivo más de desolación; soledades, a veces, optan por aproximarse para cantar y bailar desasosegadas.

Soledades se aprenden.

Winnicott (1958) piensa la soledad no como abandono, sino como donación.

Como acto de crianza que da la posibilidad de estar a solas en cercanía de una presencia respetuosa de la soledad.

Soledades se aprenden desprendidas de la desolación.

Se lee en el Libro del desasosiego que inspiró Fernando Pessoa (1935): “En esas noches me llena, como marejada, un sentimiento aún peor que el tedio, pero que no parece merecer otro nombre que tedio –un sentimiento de desolación sin amarras, de naufragio de mi alma entera”.

Desolaciones carecen de amarras, soledades también.

Sin embargo, desolaciones sienten la falta de amarras como irremediables caídas en los abismos, mientras soledades, cada tanto, disfrutan andando sueltas.

Una de las formas sutiles de la mortificación consiste en el tedio. Secreto pesar que también habita en la luz mortecina de la desolación.

En la fingida inocencia del desgano goza la crueldad. En la apacible mansedumbre del aburrimiento se esconden omnipotencias, dictaduras del rendimiento, demandas de realizar siempre algo mejor.

Tal vez eso que se llamó psicoanálisis consista en una interminable conversación en la que la desolación se concilia con la soledad.

No conviene pensar el desamparo solo como triste percance por el abrigo perdido. Un común vivir supone continuos pasajes entre acogidas y abandonos.

La desolación se torna desgraciada no cuando se presenta como condición momentánea de la existencia, sino cuando resulta de las acciones destructivas del capital.

Escribe John Berger (1984): “La emigración no sólo implica dejar atrás, cruzar océanos, vivir entre extranjeros, sino también destruir el significado mismo del mundo (…) Claro está que, cuando no se realiza a la fuerza, la emigración puede verse impulsada tanto por la esperanza como por la desesperación”.

Migraciones forzadas componen marchas y campos de desolación.

Capitalismos asolan. Añaden a las soledades la desolación de los desarraigos.

Arrasan mundos significados.

Significar mundos quiere decir plantar una común memoria en un suelo receptor.

Raros estos tiempos desolados en los que el común deseo de vivir queda subordinado a la urgencia desesperada de sobrevivir como se pueda.

Algo que escribe Alejandro Kaufman (2021) dice desolaciones en estos días: “En un mundo que se hunde no es necesario matar o encerrar, basta con el abandono cuando todo se vuelve inhóspito”.

Hablas del capital inyectan la necesidad de lo innecesario.

A veces, soledades se calman comprando algo, o se dan atracones, o no se aplacan con nada.

Desolaciones ponen a la vista que, para la desquicia capitalista, hay vidas que se han vuelto innecesarias.

A mediados del siglo veinte, Octavio Paz escribe un ensayo sobre la trágica soledad de América Latina. Entre otras cosas, una soledad contrariada por querer pertenecer a la civilización europea.

Aquel intrincado laberinto de soledades, se presenta ahora como planicie de una gran desolación.

El capital actúa por su cuenta, se ha autonomizado. Números que ascienden y descienden en las pantallas gozan con más o menos ceros.

Asistimos a una disyuntiva dramática: soledades se acurrucan en una común fragilidad de cuidados o se dispersan como individualidades libres de salvarse cada una por su cuenta.

Soledades que conversan para tratar de sanar la vida, atraviesan zonas arrasadas, astenias de la tierra, estepas que secan deseos.

Pero, a veces, el don de la cercanía desata emociones que no caben en un solo cuerpo: ese rebalse de gratitud anega con sus frescuras las desolaciones.

Lo que hasta ahora se llama salud mental, se podría rebautizar como el nombre de una escucha en común de las desolaciones.




Marcel Duchamp - Étant donnés: 1° la chute d'eau / 2° le gaz d’éclairage - 1966 - Escultura / Instalación - (153 × 111 × 300 cm.)


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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