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  • Foto del escritorRevista Adynata

Sesiones en el naufragio (18) Perplejidades / Marcelo Percia

Actualizado: 21 mar

Acaso se recuerde esta época como tiempo de perplejidades.


Perplejidades atestiguan confusiones. Desconciertos que inmovilizan. Sacudidas que no pueden creer lo que está pasando.


No se trata solo de pasmos ante mudeces de cosas que no se entienden, sino de superposiciones que aturden. Acoso de discursos que se disputan el sentido de lo que estamos viviendo.


Perplejidades se quedan boquiabiertas ante indolencias robotizadas de la civilización.


La visión futura de una comunidad de desnudeces envueltas en alambres de púas congela el aliento. Se vislumbra algo peor que la indolencia: la piel como amenaza, la caricia como tajo, el contacto como tortura recíproca.


La imagen de una vida alambrada estremece el presente. Se la constata en cárceles y fronteras, en campos de exterminio y campamentos para refugiados, en territorios militarizados y exclusivos, en perímetros de plazas y barrios privados, en fábricas y escuelas. En todas las violencias que laceran los cuerpos.


Perplejidades se distinguen de asombros.


Distinciones, si no inspeccionan dominios ya establecidos, pueden pensarse como rescates de cosas poco perceptibles y como invenciones de un matiz.


Practicamos clínicas que rescatan lo inaudible y que inventan matices: instantáneas de burbujas únicas que dibujan trayectos y formas irrepetibles en el aire.


Asombros participan de la fascinación, del deslumbramiento, de la admiración; perplejidades sienten el desconcierto como amenaza.


Perplejidades se presentan como asombros petrificados.


Asombros pueden provocar placer y curiosidad; perplejidades, desasosiegos.


Perplejidades se precipitan como umbral pavoroso de las desolaciones. Y, también, de las angustias.


Asombros despiertan ganas de relatar: “No sabés lo que me pasó”. “No te imaginás lo que vi”. “Te tengo que contar algo increíble”.


Perplejidades, enmudecen.


Asombros y perplejidades comparten el choque con la inmediatez. Pero mientras asombros relatan lo sorpresivo maravillados, perplejidades no saben cómo decir lo que les está pasando.


Perplejidades se sienten perdidas, en un espacio sin límites, pisando cenizas en medio de una lengua carbonizada.


Perplejidades se sienten agobiadas por simultaneidades, por abundancias arrítmicas; por plenitudes impensables de todo ocurriendo a la vez.


Borges razona que mientras un dios concibe la noche y los días, los sueños y las vigilias, los nacimientos y las agonías, en instantánea simultaneidad; las criaturas mortales deletrean la historia arrastrando grilletes de lo sucesivo.


Tal vez, por eso -ante esa simultaneidad que llamamos angustia- se suele decir: “Vamos a pensar una cosa por vez. Elijamos una para comenzar, suspendamos, por ahora, todas las demás”.


Los sueños dosifican simultaneidades. Las someten a opacidades especializadas. Y, cuando eso no alcanza, apelan a la súbita cobertura del olvido.


Suspensiones de la simultaneidad dan respiro a las perplejidades.


Religiones cultivaron misticismos como posibles entradas y salidas de las perplejidades.


Psiquiatrías las pensaron como accesos a desquicias sin retorno.


Freud (1926) las relacionó con la angustia.


Macedonio Fernández (1928) las alojó como humoradas metafísicas.


Wittgenstein (1935) las detectó como parálisis inicial del pensamiento que la filosofía procuraba sanar.


Lacan (1956) las mencionó como hablas calladas de las psicosis.


Pavlovsky (1973) las puso en escena para indagar ingenuidades del terror.


Rozitchner (1985) las intuyó como plenitudes de la sin distancia y el sin tiempo.


Miller (1996) las ubicó, fuera de toda interpretación, en las vías opuestas a la elaboración.


La palabra perplejidad protagoniza muchas memorias.


En el sur de la España medieval, Maimónides (1204) las piensa como emocionalidades tumbadas tras encontronazos y tiranteces, entre fe y razón. El maestro sefaradí redacta un tratado para restituir, en sus discípulos, armonías entre religiones y ciencias. Para despejar dudas y disolver desánimos. Esclarece metáforas y alegorías del habla profética. Explica que el plan divino no se manifiesta como un todo revelado, sino a través de indicios velados, palabras cifradas, alusiones polisémicas, frases anfibológicas. Ejercita una inédita sensibilidad para una escucha de la lengua sagrada. Enseña que las palabras se dan como fogonazos que iluminan el secreto creador para de inmediato volver a apagarse.


Escribe Guía de perplejos para extravíos ajenos a un misticismo contenedor, para vacilaciones atosigadas con vocablos sin misterios. Para desconciertos que erran necesitados, a la vez, de razón y de fe. Para desorientaciones que, como se dice en uno de los salmos de la poética hebrea, “No saben, no entienden, andan en tinieblas”. El médico de la Córdoba judía, cristiana y musulmana se refiere con la palabra perplejidad a quienes viven en la “inquietud y congoja, con el corazón atenazado y violenta perturbación”.


Spinoza (1677), el pulidor de cristales maldito, indica que el alma absorta del asombro puede inclinarse tanto hacia el horror como hacia la devoción.


Dice que el asombro provocado por algo que tememos se llama consternación. Piensa la consternación como desfallecimiento del ánimo. Escribe en la tercera parte de la Ética: “El asombro ante un mal nos tiene en tal suspenso en su sola contemplación que no se puede pensar en otra cosa”.


El asombro inclinado al horror se vuelve perplejidad, mientras que “la devoción brota del asombro ante algo que amamos”.


Ambigüedades tenebrosas de las perplejidades las aproxima a la estupefacción.


Estupores se presentan como el lado pavoroso e insoportable de las perplejidades. Como turbaciones que se defienden añadiendo indiferencias al desconcierto, acentuando el desinterés por lo común, adoptando cegueras protectoras ante la visión de lo indiscernible.


Estupores, a veces, prefieren entregarse al odio y la venganza, antes que navegar en las pesadillas desoladas del pasmo.


Una deriva posible de las perplejidades reside en la crueldad. La excitación, que goza provocando sufrimiento en otras vidas, usada como medicina en tiempos de desorientación. Ahí radica uno de los desvelos del porvenir.


Spinoza en la Ética relaciona crueldad con inclemencia. Escribe: “La crueldad se opone a la clemencia, que no es una pasión sino una potencia del ánimo, por la cual el hombre modera su ira y su deseo de venganza”.


Inclemencias se presentan como inmoderaciones que actúan como antídotos ante perplejidades. Momentos pusilánimes del estupor que, entre otras cosas, rechaza amparos de una común debilidad. Que se siente más seguro y mejor acompañado por durezas y demostraciones de fuerza. Que, entre la generosidad y la inclemencia, se inclina por la sumisión y el resguardo de la crueldad.


Hay algo que decir sobre el triunfo de las crueldades. Crueldades no se presentan como bloques homogéneos de maldades. Practican bondades selectivas. Lucen rostros tiernos y solidarios. Confunden tanto que, aun haciendo daño, no se advierte que están lastimando.


Asistimos a las inclemencias de la bondad.


Sin los privilegios protectores del capitalismo, perplejidades giran sin eje. Y se abrazan a cualquier autoridad que prometa ordenar el mundo. La organización de una comunidad como conjunto de decisiones militarizadas se ofrece como una salida funesta en momentos de perplejidad. Lo dijo un modesto teniente coronel en los primeros tiempos de la post dictadura: “Yo no dudo, los soldados no dudan. La duda es una jactancia de los intelectuales”.


Crueldades del presente merecen muchas conjeturas, pero una consiste en pensar la voluntad gozosa de daño como ensañamiento frente a debilidades anonadadas.


En las perplejidades de estos tiempos, como en las desolaciones, late una inarticulada impugnación de la civilización del capital. Un cuestionamiento de sus destrucciones consentidas, de sus violaciones toleradas, de sus indolencias administradas. Pero, también late una adhesión fanática a sus promesas.


Gregorio Kaminsky (2005) llamó tiempos inclementes a los días y las noches de la inseguridad. A las convivencias reguladas en una comunidad alambrada y vigilada. La idea de inseguridad ofrece una respuesta organizada que transforma perplejidades en demanda de más policía.


Deudas impagables, pobrezas e indigencias que se estafan entre sí, mientras sufren abusadas por fortunas que se duplican en meses, componen atrocidades que nos sumen en pasmos y estupores. Desigualdades que matan y pestes que arrecian no acontecen como irrupción de un real sin velos, sino como muecas inclementes de la civilización.


Mientras tanto, angustias sobrevienen como perplejidades malogradas. Como angosturas que asfixian. Freud (1926) en Inhibición, síntoma y angustia, menciona estados de desconcierto.


El vocablo Ratlosigkeit que se suele traducir como desconcierto, también admite su traslación como perplejidad: momento de un no saber qué hacer, de una ausencia que quiebra el espejo del mundo, de una emergencia que no se corresponde con lo que se esperaba. Perplejidad ante la precipitación de una representación inadecuada.


Golpe, consternación, amenaza, que sufren existencias arrobadas por una plenitud que satisface y abraza. Criaturas cobijadas en el latido de un perfume, en una proximidad blanda, suave, tibia, dulce. Un estado casi sin fisuras, de pronto, interrumpido por la abrupta desaparición de lo dado.


Perplejidad que grita llamando lo perdido. Añoranza que desespera ante la ausencia incomprensible de lo blando, lo suave, lo tibio, lo dulce. La violenta cancelación del latido.


Esa momentánea eternidad de una ausencia recibió el nombre de angustia.


Se podría pensar la enseñanza de Pichon-Rivière como una clínica de la angustia. Angustia como potencia productiva y como regodeo caído en las hebras de la melancolía.


Pichon advierte cómo la negación, la desmentida, la naturalización, detonan perplejidades que reavivan angustias de los comienzos. Perplejidades que se viven como percepciones trastornadas, apabulladas y descalificadas por erróneas o exageradas. Percepciones que dudan de lo que están sintiendo. Que sufren infiltraciones y conspiraciones secretas. Percepciones que no se conciben como percepciones sino como miradas que discursos de una época anteponen a lo que vemos.


Un grafiti en el muro de una ciudad expresa esa perplejidad perceptiva: “Nos mean y los diarios dicen que llueve”. Súbitos desconciertos que, si no se transforman en denuncias o impugnaciones, disuelven todas las confianzas.


Dice Pichon que, a veces, perplejidades apelan a la inmovilidad como defensa ante la muerte o como fuga sin movimiento o como astucia. Algo que aprendió en su infancia en la selva chaqueña.


Así se lo contó a Zito Lema (1976): “Una noche me vi encandilado por los ojos de un puma. El miedo me hacía transpirar y a la vez estaba feliz, fascinado. No escapé, ni grité, ni pedí auxilio. Me quedé rígido y tuve suerte. El puma me olfateó, dio varias vueltas a mi alrededor y se marchó con su enorme cola golpeando el polvo. Fue un polvo frío, de alguna lejana estrella, que se pegó en el sudor de mi cara, y supe, de allí en más, que siempre sería posible una estrategia para entablar la perpetua partida con la Parca, esa diosa sin ombligo, como escucharía decir a la gente del lugar”.


Perplejidades sobrevienen como antesalas de angustia. Como sus delanteras estremecidas. Como un momento indeciso antes de que el desasosiego se instale.


Perplejidades abandonadas al vértigo del pavor se vuelven angustias. En las perplejidades, como en las desolaciones, insiste algo que todavía se podría decir, si esa mudez tuviera oportunidad de hacerse escuchar. Hay un instante aciago en el que perplejidades respiran o se ahogan en el miedo.


Temores antes de figurarse como miedos a algo, están siempre ahí como sacudidas posibles de peligros, horrores, embriagueces, ausencias, desamparos, muertes. Cada época los bautiza con diferentes nombres. Se trata de mutaciones de lo indecible.


Mientras perplejidades trastabillan sin saber qué hacer ante el impacto de una inmensidad, angustias nadan y se ahogan, se ahogan y nadan en esa infinitud.


Sobriedades del asombro beben pasmadas sin temores ni premuras.


Bion (1961) describe defensas automáticas ante perplejidades que desconciertan. Advierte cómo diferentes sensibilidades expuestas sin ninguna conducción ante el enigma de una civilización en llamas, se agrupan de inmediato para ponerse en manos de un líder que las proteja, para localizar a un enemigo del cual huir o a quien atacar, para guarecerse en la esperanza de que la salvación llegará de un dios, un casi dios o una figura rica, poderosa e incorruptible.


La idea de perplejidad viene en auxilio de sentimientos azorados del presente.


Perplejidades se aferran a los datos como tablas de salvación. Se confían al trabajo anónimo y constante de algoritmos que seleccionan consumos y orientan vidas.


La invasión de datos no da tiempo para que nos preguntemos qué nos pasa con lo que estamos viviendo. Datos reclutan desorientaciones, les calzan uniformes, les señalan rumbos, las pertrechan de municiones para posibles batallas. Datos aplanan percepciones con información.


Si perplejidades se presentan como estados absortos en los que no sabemos qué ni cómo pensar, informaciones ofrecen pensamientos elaborados, abreviados, listos para usar.


Mientras perplejidades no saben o no tienen de qué agarrarse, informaciones ofrecen certificaciones de influencia, autoridad, pertenencia.


El instante de perplejidad, si no queda capturado por las miradas de un discurso conductor, necesita de una palabra en común ante lo indesignable. De una común presencia frente a miedos sin nombre. De un estado de conversación entre perplejidades. De una común debilidad que no se transforme en fuerza colectiva de quienes se unen, sino en fragilidades soberanas que se aproximan blandas, suaves, tibias, dulces y que, aún así, se lastiman.


De los muchos porvenires posibles, tal vez haya uno que avance desde la perplejidad. Desde su vaivén entre el asombro y la angustia, entre el temor y la fascinación, entre la fe y la razón, entre la generosidad y la inclemencia, entre la soledad y la desolación.


Un avance desde la perplejidad como llamado a lo común.


Y, también, como oportunidad para la gratitud ante la demasiada vida: la que excede el sentido de todas las lenguas.



Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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