Voces que atenazan, burocratizan vocablos.
La voz de la razón, posesiona conocimientos, cadencias, secuencias, tecnicismos. Puede ser, y eventualmente es, pasional. Una razón extraviada, es una pasión recurrentemente hablada, o más temeroso aún, una pasión que nos habla. La categórica necesidad de apresar en absolutos, aquello que se escabulle en su indesignable materia.
Razones pasionales, rigidizan, contabilizan, inflexibles.
Las pasiones como hablas viscosas, como advirtió Spinoza. Como hablas apetitosas, voraces. Aquellas que pervierten la potencia, dado que nos hablan, y nos destierran al arrogante desvarío triunfal de creer poder enjaular incandescencias.
Incandescencias han de ser liberadas. Incandescencias ya las llevamos dentro. Los grandes poemas, no se escriben, se descubren, se liberan de la palabra, con la palabra. Los prosistas escriben, apresando vocablos. Pueblan el espacio con despropósitos.
En lo poético, “las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia”1, para parafrasear a Pizarnik.
Palabras adiestradas, son festines para golosos. Palabras adiestradas son para raciocinios pasionales.
Palabra luminosa, es habla potente, no poderosa. Hablas potentes, destellan en penumbras, no por la pretensión de ser miradas, sino que está en su virtud obrar en su brillo.
Potencias evocan el silencio.
Domesticar la palabra es masticarla, rumiarla. Aquello es ruidoso, y como dijo Deleuze: componer, es en estado de ayuno. Estado en el que ni se atisba a masticar ni pensamientos, ni desvaríos.
Nos gesta un silencio. El silencio.
Armonía universal. Universal porque le corresponde al mundo. A la existencia misma. Conocida pero incorrespondida, dado que aflora antojadiza, en un incalculado acontecer.
Armonías tiñen. Nos dejamos teñir por ella.
Si bien no elegimos nuestros pensamientos, nuestras fantasías, creemos que nos corresponden. Que nos pertenecen. Predicamos su manifestación. Predicamos su materia.
Profesamos el silencio.
Nos fundimos en una indiscernible, e innombrable certeza.
Se sospecha su registro por la cadencia de las cosas. Por la latencia del tiempo. Una latencia que nos integra en sus palpitaciones. No discrimina en recortes. Soledades que resguardan en una extrañeza de ancestral familiaridad. Una antecedencia, recóndita, que precede todas las lenguas, y aún así un lugar:
Común.
Reverbera en el quehacer del analista. De ser, a estar. Un estar que invoca un tercero que escucha. Un tercero que hace pendular las dudas. Dilata el espacio, y enaltece el tiempo.
Languidecen las interrogantes, flaquean las voces, hasta fatigarse en sus mismos recovecos.
Un tercero, titánico, e inconfesable. Infatigable e indeclinable. Callado que habla en su mutismo.
El silencio, suspende, expectante.
Otra clase de voces pueden aflorar, o más certero, pueden marchitar.
Voces morales pugna en extremos, y marchitan silencios. Voces que jalan sus indelebles imperativos, tensan el aire y torsionan el espacio. Voces que miran, inquisitivas y recortan el cuerpo. Miradas inconcretas, amorfas, ambiguas. Miradas sin iris. Monstruosas. Irrepresentables.
Miradas abismales.
Un abismo que mira, franquea finitudes. Exalta en angustias, ansiedades, y desalojos. Engendra silencios perniciosos y dilacerantes. Asediantes y recortantes.
Silencios que recortan emulan la materia de una noche despiadada. Una noche que no nos sueña, es un abismo sin filtros. Sin piedad ni resguardo. Soñar maquilla monstruosidades, maquilla abismos, más la potencia, dimensiona silencios.
Silencios potentes son inmunes a la mirada del abismo.
Silencios Comunes, son, una armonía compartida.
1 Alejandra Pizarnik, En está noche, en esté mundo.(1971) “las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia”
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