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Sobre el imperio de la fuerza y la común fragilidad / Rocío Feltrez

Actualizado: 2 oct 2022

Lo que te da terror te define mejor, no te asustés, no sirve, no te escapés, volvé Volvé, tocá, miralo dulcemente esta vez, que hay tanto de él en vos pero hay más de vos en él

"Lo que te da terror" - Gabo Ferro


No extraña que enamorar rime con envenenar

"Hasta tu hambre" - Gabo Ferro


¿Por qué se guardan las cosas? Tanto trueno tanto rayo Las cosas que no se dicen Se hacen flores de un pantano.

(…)

¿Por qué no lloras un poco Vos que vas bailando tanto? Llora bien, abrí los ojos Y después seguí bailando

"¿Por qué no llorás un poco?" - Gabo Ferro


Posiblemente estemos perdides. Digo, hay cosas que son irreversibles. Sobre esta enfermedad de la tierra de la que formamos parte que se llama humanidad, sobre esta enfermedad que no tiene cura es que –paradójicamente– insistimos en pensar. Sinceramente, pensando a gran escala, tal vez no haya salida. Tal vez nada tuerza el curso de las cosas. Estas palabras no buscan salvar a la tierra. Tampoco a la humanidad. Quizá realmente estos trazos no sirvan para eso, y es por eso mismo que algo de lo que se escribe tal vez pueda tener algún sentido.


Una escritura innecesaria, que podría no existir, ¿por qué insiste en hacerlo? Cada vez que me encuentro frente una hoja en blanco necesito preguntarlo. Ocurre como si me olvidara, cada vez, de las respuestas que ya ensayé. Tal vez entre tanta desazón no quede más que seguir intentando pensar “cómo sería la vida sí…”. En este caso, cómo sería la vida si la tierra pudiera habitarse desde esa común fragilidad que late en todo lo viviente.


¿Existe particularmente algo de la humanidad, de “el hombre” que, si se extirpara, si no existiera, dejaría de ser el padecimiento que efectivamente hoy es para la tierra? Cuando Simone Weil piensa el imperio de la fuerza, ¿considera que, sin esa fuerza que la humanidad imprime sobre todo lo viviente, la tierra dejaría de estar enferma? Juguemos a que sí, a que efectivamente Simone Weil tal vez busque poner en cuestión el imperio de la fuerza y apostar por el “mantenerse digno en la debilidad”, pensando que esa posición podría traer alivio a todo lo viviente.


En Esquirlas, enlos pliegues de la peste, Marcelo Percia enuncia lo que Simone Weil sabe: la humanidad niega la vulnerabilidad, “Niega la muerte irremediable. Niega la fragilidad de sensibilidades expuestas a las vejeces. Niega la acumulación de violencias del común vivir. Divide poblaciones entre vidas protegidas en abundantes dineros y muchedumbres apiladas en zonas de desprecio”[i].


La humanidad niega la fragilidad y niega, también, su directa participación en ese mismo orden que rechaza y que encuentra como causa de todas las miserias. Denuncia eso que daña, patalea contra las injusticias del mundo, despotrica contra la pandemia pero siempre absteniéndose de pensarse como responsable directa de esos daños, esos sufrimientos y crueldades.


En el texto en cuestión, La Ilíada o el poema de la fuerza (1940), Simone Weil se interesa por ese estado de guerra entre aqueos y troyanos que se lee en La Ilíada de Homero. Pienso que puede ser interesante tomar algunas de las elaboraciones de la autora para pensar unas (¿otras?) guerras que tienen lugar hoy. La guerra contra las mujeres –podría decir Rita Segato. Guerras contra mujeres, existencias feminizadas, enrarecidas, abyectas, marginales, migrantes, animales no humanos, aguas, montañas, y más –agrego. Para Segato, esa guerra tal vez sólo pueda detenerse “desmontando, con la colaboración de los hombres, el mandato de masculinidad, es decir, desmontando el patriarcado, pues es la pedagogía de la masculinidad [hegemónica –agrego] lo que hace posible la guerra (…)”[ii].


Para belle hooks el patriarcado “es un sistema político-social que insiste en que los machos son inherentemente dominantes, superiores a todos los seres y a todas las personas consideradas débiles (especialmente las hembras), y dotados del derecho a dominar y reinar sobre los débiles y a mantener esa dominación a través de distintas formas de terrorismo y violencia psicológicos”[iii]. Podría decirse que esa sed de dominio no sólo se reduce a las personas sino que también se extiende a todo lo viviente. El patriarcado en tanto sistema político-social necesita adoctrinar a todes y pide, también, que todes participen de la reproducción y perpetuación de ese adoctrinamiento. Es cierto que gran parte de las manifestaciones más extremas de esta sed de dominio propia del “patriarcado capitalista imperialista supremacista blanco” –como le gusta decir a belle hooks– suele estar en manos de varones cis heterosexuales, pero eso no tiene por qué librarnos de pensar de qué manera participamos el resto de les vivientes de la miseria humana.


Localizar por fuera de un nosotres “bueno” un ellos “malo”, un claro enemigo llamado «patriarcado» del que ese nosotres no participa, levanta sospechas. Las posiciones separatistas extremas dentro del movimiento transfeminista niegan que eso que se nombra como patriarcado afecta a todes les vivientes y que, si se quiere imaginar y ensayar otras maneras de existir en esta tierra, no podemos librarnos de la responsabilidad que tenemos sobre el sostenimiento de este orden de cosas. No hablo de culpa ni de responsabilidad netamente individual. No pregunto “¿por qué no se va de ahí esa mujer que sigue con el macho que la maltrata?” –como podría preguntar cierto sentido común rancio, indolente, nefasto. Hablo de otra implicación. De registrar el hecho de que lo queramos o no participamos de este orden de cosas y que, además, –y esto tal vez es lo más difícil de pensar– también suele haber dolor en el cuerpo encandilado por la sed de dominio. Como escribe Simone Weil, “El poder que posee [la fuerza] de transformar los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos sentidos; petrifica diferentemente, pero por igual, a las almas de los que la sufren y de los que la manejan”[iv]. La que estalla contra una materia vibrátil, y aquella que recibe el estruendoso chispazo de hostilidad.


Pensarlo en estos términos es mucho más trabajoso y controversial, pero considero que no hay posibilidad de propiciar un desvío en el curso de las cosas si no se hace una lectura de la situación en la que nos impliquemos y que no niegue todos los dolores; aún aquellos que laten en el cuerpo que daña. Pienso que, en principio, si quisieran elaborarse políticas públicas concretas y efectivas para trabajar con existencias que han ejercido o ejercen violencias, es necesario hablar del dolor y bajar el volumen, al menos por un tiempo, a la tan insistente y llagada lengua punitivista.


Estas palabras intentan pensar ciertos matices incómodos.


Ahora mismo escribo “existencias que ejercen violencias” y me pregunto, ¿de qué existencia podría decirse que jamás ha participado ni participa de ese ejercicio? Así, tal vez convendría especificar a qué nos referimos cada vez que hablamos de ejercer violencia.


En mayor o menor medida se nos ha enseñado a asfixiar a esa fragilidad que nos habita y que constituye a todo lo viviente. Esa mutilación emocional de la que habla belle hooks[v] es condición de posibilidad de la perpetuación del imperio de la fuerza, que, como escribe Simone Weil, es “un imperio tan frío y tan duro como si fuera ejercido por la materia inerte”[vi].


Cuando la fuerza arremete contra lo viviente, acaba con la vida. Cuando hablamos de acabar con una vida no necesariamente nos referimos a eliminación física de un cuerpo. Como escribe Simone Weil, también hablamos de acabar con la vida sin eliminarla; “una vida que la muerte ha congelado mucho antes de suprimirla”[vii]. Dominándola, asfixiándola, violentándola; cancelándola como tal.


Para belle hooks, esa mutilación emocional se da especialmente en los procesos de socialización de varones cis. Desde que nació, a esa existencia se le ha obligado a mutilar las emociones. No le está permitido llorar, pedir relevos, ni decir lo que siente. Es impelido a demostrar su capacidad de dominio sobre todo lo viviente.


Pienso ahora en la figura más extrema de la violencia machista: el asesinato de una mujer por parte de un varón cis heterosexual. Antes de la aparición de la figura de feminicidio, solía decirse –con un escalofriante tono cómplice justificatorio– que el crimen era cometido porque el cuerpo ejecutor había sido tomado por una pasión; se nombraba como crimen pasional. Él la mató porque lo tomaron los celos, porque ella lo engañó, lo dejó, se fue con otro –o con otra, como cuenta la canción “casi la mato” del conjunto musical «Los chakales» que, de tan polémica parece un chiste[viii]. Pero no, no lo es, y forma parte de la educación sentimental de las masculinidades hegemónicas de la era Sofovich.


La figura de feminicidio viene a nombrar el carácter sistemático de estos asesinatos y a decir, también, que la eliminación de esas vidas se da precisamente por su condición de «mujeres».


¿Cómo se llega a decidir acabar con la vida de esa mujer? ¿Qué promete el imperio de la fuerza? ¿Qué promete el asesinato de esa vida? Cuando trastabilla el mandato de la dominación, el sostenimiento de la masculinidad hegemónica pide tributos. Esa masculinidad hegemónica también se ha macerado en palabras adoctrinantes, cachetazos, gritos, castigos, golpes; como recuerda belle hooks, “Para adoctrinar a los varones en las reglas del patriarcado, los forzamos a sentir dolor y a negar sus sentimientos”[ix]. ¿Qué esperar de un cuerpo que aprendió a asfixiar sus emociones? ¿Qué esperar de esa mutilación emocional? ¿Qué esperar de aquel que considera al cuerpo de esa mujer como su propiedad? ¿Qué esperar de aquel sobre quien se ha orquestado desde el momento de su nacimiento el mandato de la masculinidad dominante y el imperio de la fuerza? ¿Qué esperar de “aquel que ha destruido en sí mismo el pensamiento de que ver la luz es dulce”[x]? –como escribe Simone Weil. No se trata de una cuestión personal; la figura de crimen pasional encubre el sistema que posibilita esa violencia extrema. Y no es que no haya dolor en la mano que golpea, en la lengua que maltrata, en el cuerpo que asesina, no.


Es difícil escribir esto. Se bordea un abismo. Pero necesitamos pensar porque queremos que esto acabe.


Simone Weil sugiere que la fuerza “embriaga a quien la posee o cree poseerla”, pero “nadie la posee realmente”[xi]. Ese cuerpo que violenta, mortifica, humilla, asesina, ha sido y es, también, afectado por el imperio de la fuerza. La fuerza trabaja para la mutilación emocional de la que habla belle hooks. La fuerza es un opiáceo que impide habitar la fragilidad. Ni la fragilidad que nos constituye ni el carácter provisorio de los afectos que están cerca, de las cercanías amorosas.


Es cierto que los maltratos, vejaciones y asesinatos suelen darse en el marco de relaciones de parejas cis heterosexuales monogámicas. Me pregunto, ¿qué es lo que perpetúa ese infierno relacional? ¿Cómo pensar esto sin caer en ese borde culposo cristiano individualista en el que en ocasiones cae cierta lengua psicoanalítica rancia?


Aquello que muchas veces se niega en una relación son los devenires inevitables de las afecciones de los cuerpos. Eso es, muchas veces, lo intolerable. Como dice esa canción de «Los Chakales». Él quiso matarla porque lo engañó, y con una mujer: “Todo iba bien y nada de ella era extraño / Fuimos felices hasta el día de su engaño / Casi la mato, señor juez / No me arrepiento, es la verdad / Yo sé que usted va a comprender / Sobre la Biblia he de jurar / ¿Cómo se puede perdonar / a quien traiciona de un modo no natural? / La encontré con otra mujer entre sus brazos / No se imagina, usted, qué trago tan amargo / Si fuera con otro hombre, no importaría”. Saberla deseante es insoportable. Y, peor aún, verla desear a una mujer, a una lesbiana, a una existencia que pone en jaque el circo de la masculinidad hegemónica; esa complicidad machista llena de parafernalias, gestos vacíos, patética y aburrida. Se trata de la misma complicidad que, en la canción, él también está seguro que encontrará en el Señor Juez. Sabe que la justicia es patriarcal y que el magistrado estará siempre de su lado.


Después de escribir esto, no dan ganas de seguir queriendo comprender qué pasa por esos cuerpos que maltratan, que golpean, que asesinan. Se sienten como el enemigo. Y, a la vez, qué desesperante es saber que, en estos tiempos, la prevalencia de los discursos punitivistas transforma poco. Muchas veces, lejos de reparar, esa lengua le sube el volumen a la herida.


Cierta lengua punitivista –que muchas veces coincide con la separatista extrema– redobla la negación de vulnerabilidades y niega también la acumulación de violencias del común vivir.


¿Qué ideas permitirán la elaboración de políticas públicas reparadoras no negadoras del dolor, tal vez tan frágiles e indelebles como esos gestos de ternura inolvidables de los que también estamos hechos, que puedan ofrecer alternativas a ese mandato de la dominación y del ejercicio de la fuerza?


Para Simone Weil, si en ese instante previo al arrebato violento de la fuerza sobre un cuerpo existiera una demora en el pensar, el imperio de la fuerza temblaría. Esa confianza en el pensamiento es conmovedora –¿Tal vez por su inocencia? ¿Tal vez porque es la misma que muchas veces nos lleva a querer escribir?

Poner palabras, decir esa debilidad, decir incluso lo que para une otre no es fácil de escuchar; eso que es incluso difícil escucharse decir en voz alta. Decir lo que da terror, lo que duele mucho, lo que entristece, lo que hace llorar. Decir todo eso que la fuerza quiere venir a asfixiar.


Ahora, pensando en todos los devenires, esos a los que el imperio de la fuerza se resiste: ¿por qué se nos hace tan difícil acabar con una situación que hace sufrir? A veces se lucha contra el desvanecimiento o la desaparición de un estado de situación que quisimos mucho, que trajo dicha, alegría y placeres. La fuerza trabaja también para la negación; no quiere saber que esose desvaneció, que ese afecto ya no está, que ese cuerpo ya no quiere asistir a la cita a la que se lo convoca; niega también que a veces se deja de vibrar en esa fiesta en la que se vibraba y que creíamos infinita. Sentimos miedo, tristeza, dolor, desazón.


A veces, partimos de una relación dando una patada furibunda a la puerta, echándole a todo lo viviente la culpa de lo que (ya no) pasa. No sabemos cómo lidiar con los devenires. Ante esa imposibilidad también se abre paso el imperio de la fuerza.

En la criatura que asedia a otra existencia late, quizá, la imposibilidad de soportar la fragilidad del existir en la finitud, habitando una vida efímera e imposible de gobernar. Se quiere dominar lo vivo, ejercer fuerza sobre esa materia vibrátil, para que deje de palpitar; para que ya no sienta, para que ya no pueda irse, para que no se mueva. Después de tanto, quien pretende dominar percibe que estar junto a esa materia viviente ahora inerte y desafectada, tampoco trae consuelo a la inevitabilidad del desvanecimiento de lo previsto, del capricho del deseo y los devenires. Pero se insiste en asfixiar a esa vida que habita en el cuerpo que recuerda, una y otra vez, la impotencia que se siente frente a lo inexorable.


¿Si tan sólo se abstuviera de querer dominar todo lo vivo? Todo aquello que no cesa de moverse; también los mares, los ríos, las montañas, los animales no humanos.


Para Simone Weil, la muerte de los enemigos suscita “una corta alegría”. “Así la violencia aplasta a los que toca. Termina por parecer exterior al que la maneja y al que sufre”[xii]. Weil sugiere que escapar a ese engranaje “demandaría una virtud más que humana, y tan rara como el mantenerse digno en la debilidad[xiii]. Tal vez en esa rareza lata la esperanza de otra manera de relacionarnos con todo lo viviente.

Pareciera que la construcción de esa otra manera de estar en el mundo, la de la común fragilidad, requiriera también la reinvención de todas las cercanías. También las amorosas. Tal vez requiera también la reinvención de la lengua. Todo, todo merece ser inventado de nuevo. Como escribe Gherasim Luca en El inventor del amor:


Todo debe ser reinventado

en el mundo ya no hay nada


Ni siquiera las cosas

de las que no se puede prescindir

de las que parece

que depende nuestra existencia.


Tanto lleva el nombre amor, tantas violencias, manipulaciones, maltratos, desprecios, hostilidades, degradaciones que, lo queramos o no, laten también en la palabra.


La pareja, muchas veces, habla una lengua jerárquica. Es territorio de promesas, ternuras, caricias y también hostilidades, desilusiones, amenazas; las tristezas más insoportables.


Todes queremos saber quién nos va a cuidar cuando necesitemos que nos cocinen un zapallo hervido, nos alcancen el termómetro o un vaso de agua para tomar la pastilla. Angustia pensarlo. Los cuerpos son finitos y la capacidad de cuidar también. No podemos estar en todos lados ni cuidar y acompañar a todas las fragilidades vivientes. Pero, a la vez, ¿cómo vamos a poder imaginar otra manera de relacionarnos con esas fragilidades si muchas veces sólo consideramos que la ternura, la dulzura y los cuidados pueden estar en la pareja o la familia?


Por otro lado, ¿cómo sería la vida si se organizara en torno a una común fragilidad? No estaríamos preguntándonos quién nos va a cuidar, quién va a estar ahí cuando la fragilidad hable en el cuerpo que habitamos. Desde esta idea, no hay más que una fragilidad que no cesa de hablar aunque por momentos se mantenga silente; una fragilidad que no sólo constituye al cuerpo que habitamos sino a todos los ríos, todos los mares, montañas, bosques, valles, vacas, pájaros, gatos, caballos; toda la comunidad de lo viviente. Así, tal vez convenga preguntar no ya quién va a cuidarnos cuando se vuelva audible el sonido de la fragilidad que somos sino, también, ¿quiénes y cómo cuidamos a las fragilidades no humanas que están acá hoy?


En tiempos en que la educación sentimental neoliberal toma protagonismo, urge dejar de embellecer sólo las cuatro paredes que habitamos e intentar hacer lo mismo con el mundo. La familia, la propiedad privada y el amor –de pareja: ahí está el monopolio de los cuidados hoy. El ensimismamiento nada tiene que ver con el cuidado. Urge pensar los cuidados y las responsabilidades más allá de la monogamia afectiva, el antropocentrismo y la propiedad privada.


Una común fragilidad sabe de los devenires. Cuida, ante todo, la vida que habita en todes les vivientes.


Una común fragilidad no puede ser especista.


Una común fragilidad necesita imaginar la vida por fuera del vasallaje de las pasiones, los fanatismos, la lengua polar. Una lengua polar sólo sabe de binarismos. Es fría, blanca y tan humana que no sabe más que dañar y desligarse de la responsabilidad sobre el estado de situación. Señala, levanta el dedito índice, caceroléa y se cruza de brazos.


Una común fragilidad requiere pensar la relación que tenemos con el dolor.


Una común fragilidad alimenta ternuras.


Para Weil, esos raros momentos de ternura y de dulzura que aparecen en La Ilíada “bastan para hacer sentir una aguda nostalgia hacia todo aquello que la fuerza hace y hará perecer (…)”. Como un sabor amargo “que se extiende a todos los humanos, como la claridad del sol”[xiv].


Aún con ese sabor amargo en la boca, seguir abrazando ternuras, dulzuras, vulnerabilidades; todo aquello que socave el imperio de la fuerza y habilite una común fragilidad.




LECTURAS

HOOKS, belle (2004) “Entender el patriarcado” publicado en The Will to Change: Men, Masculinity, and Love, Simon and Schuster, 2004. Traducción: Gabriela Adelstein, Buenos Aires, 2014.

HOOKS, belle (2004) The Will to Change: Men, Masculinity, and Love, Simon and Schuster, 2004.

PERCIA, Marcelo (2021) Esquirlas, en los pliegues de la peste. La Cebra. Buenos Aires, 2021.

SEGATO, Rita (2016) La Guerra contra las mujeres. Traficantes de Sueños. Madrid, 2016.

WEIL, Simone (1940) La Ilíada o el poema de la fuerza.


[i] Percia, Marcelo (2021) Esquirlas, en los pliegues de la peste. La Cebra. Buenos Aires, 2021. Pág. 66 [ii] Segato, Rita (2016) La Guerra contra las mujeres. Traficantes de Sueños. Madrid, 2016. Pág. 23. [iii] hooks, belle (2004) “Entender el patriarcado” publicado en The Will to Change: Men, Masculinity, and Love, Simon and Schuster, 2004. Traducción: Gabriela Adelstein, Buenos Aires, 2014. [iv] Weil, Simone (1940) La Ilíada o el poema de la fuerza. Pág 15. [v] hooks, belle (2004) The Will to Change: Men, Masculinity, and Love. , Simon and Schuster, 2004. [vi] Weil, Simone. Op. Cit. Pág. 6. [vii] Ibídem. Pág. 4. [viii] La letra dice así: “Me quedo en mi casa como el ángel que esperaba / Cuidé de ella sin fijarme en lo que hablaran / Me dijo que a mí tan solo ella me amaba / Que, al lado mío, su razón tenía un mañana / Le di de mí, mi corazón, mi ser y más / Y nos unimos por el más sagrado lazo / Todo iba bien y nada de ella era extraño / Fuimos felices hasta el día de su engaño / Casi la mato, señor juez / No me arrepiento, es la verdad / Yo sé que usted va a comprender / Sobre la Biblia he de jurar / ¿Cómo se puede perdonar / a quien traiciona de un modo no natural? / La encontré con otra mujer entre sus brazos / No se imagina, usted, qué trago tan amargo / Si fuera con otro hombre, no importaría / No comprendí esta ironía de la vida / Le disparé sin importarme si moría / Y diga, señor juez, ¿qué haría en mi lugar? / Al ver su vida, así, desfallecer, ay / Por eso, señor juez, si salgo en libertad / Le juro que esta vez la mataré / Le juro que esta vez la mataré / Pobre, pobre de mí / Casi la mato y cien mil veces más lo haría / Ella robó lo más preciado que tenía / Sentí tristeza, no creí lo que veía / No comprendí esta ironía de la vida / Si salgo libre, juro que la mataría / Y diga, señor juez, ¿qué haría en mi lugar? / Al ver su vida, así, desfallecer, ay / Por eso, señor juez, si salgo en libertad / Le juro que esta vez la mataré / Le juro que esta vez la mataré.” [ix] hooks, belle (2004). Op. Cit. Pág. 5. [x] Weil, Simone (1940) Op. Cit. Pág. 14. [xi] Weli, Simone. Op. Cit. Pág. 6. [xii] Weil, Simone (1940) Op. Cit. Pág. 14. [xiii] Ibídem. Pág. 11. [xiv] Ibídem. Pág. 17.




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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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