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Foto del escritorRevista Adynata

Tarzán en Alaska / Mariano Tejo Arroyo

La carne está triste, ¡ay!, y he leído todos los libros. Brisa Marina, Mallarmé

Roland Barthes se pregunta, escribiendo sobre temas de amor, ¿por qué durar es mejor que arder? Esa pregunta tiene resonancia con otra que realiza Julian Barnes, en su hermoso libro Niveles de vida: ¿preferís estrellarte y arder o arder y estrellarte? Dice Barnes que se aspira continuamente al amor, porque es el punto de encuentro entre la verdad y la magia. Podría agregarse que en ese encuentro maravilloso hay misterio y gracia. Vivir un amor es vivir en estado de gracia, incomparable, inefable, intransmisible. Durar y arder son elogiadas y denostadas como posiciones en el amor. Uno de los problemas del durar es terminar, tarde o temprano, en las estereotipias de la organización del amor, durante el proceso de su construcción. El problema del arder, es quedar dependiente de la pura inmanencia, del instante y la contingencia, y es además, por definición, fugaz, de corto alcance. Las ventajas del durar, si en esa persistencia existen compañerismo y complicidad, permiten construir ciertos ritos necesarios para la supervivencia amorosa, en épocas donde nada del campo social parece tener la capacidad de producir espacios-tiempos con un mínimo de estabilidad, previsibilidad, y descanso del común dolor en tiempos difíciles. Lo hermoso del arder, quizás, sea dejarse llevar en el vivir de una experiencia que es lo más parecido a un milagro. Probablemente no haya respuestas concluyentes y lo que valga, otra vez, sea la potencia de las preguntas ante aparentes alternativas. Gabo Ferro, que practicaba con sensibilidad notables composiciones de amor y de desamor, canta en El extrañante: “Quien no para de guardarse es a quien le va a faltar”

Vivir un amor, entre muchas otras cosas, quizás sea practicar la capacidad menos mezquina del dar. En un mundo donde el consumo y el intercambio de mercancías, en las que se incluyen el amor y sus “consejeros y especialistas”, imponen versiones individualistas de cómo entrar y salir exitosamente de un amor, el don es visto como “exponerse”, como riesgo e intercambio de afectos que se suscitanen la experiencia amorosa. Es mal visto como ejercicio incauto que no protege lo “suyo”: la mismidad.

Durar o arder. Otra vez la fatigada dicotomía. No parecen compatibles en el largo plazo. Tal vez no lo sean. Pero algo puede mejorarse, en el tránsito de un amor que se está viviendo.

Hay ardores sobrevalorados, y también hay momentos que duran y extienden la agonía de lo que no merece perdurar. Una astucia del amor y del desamor, en tiempos de ardor o permanencia, sería poder evitar el estrellarse en querellas cruzadas, en estallidos festivos con ilusión de garantías, en despliegues escénicos de emociones exaltadas, en incendios de odio y rencor.

Después del incidente en donde Paul Verlaine le dispara con un arma de fuego,

Arthur Rimbaud publica Una temporada en el infierno. Ese escrito evita, de forma

inteligente, referirse explícitamente al desenlace violento que tuvieron los amantes. Sin embargo, Rimbaud puede escribir sobre los dolores tumultuosos de sus tempestades de amor. Comienza mencionando antiguas y borrosas alegrías, hoy devenidas en tristes y extrañas realidades: “En otro tiempo, si recuerdo bien, mi vida era un festín en el que todos los corazones se abrían [...] Una noche, senté a la

Belleza en mis rodillas, y la encontré amarga. Y la injurié […] Arranco estas pocas páginas odiosas de mi carnet de condenado” . Escaramuzas afectivas en donde el ardor amante no podía hacer durar ningún momento feliz. Sin embargo algo podía; de a ratos y al escribir, fijar vértigos.

Del ardor que dura contento, casi nadie habla. Se vive como una alegría que no necesita narrarse y el entendimiento de esos instantes es casi irracional. Logos y eros se acompañan caminando, sin molestarse, sin prisa.

Amar, arder, durar,soltar, estrellar, no pueden pensarse como secuencias fijas,pero sí como vibraciones afectivas, a veces coexistentes, a veces secuenciales, de una estadía amorosa.

De todas maneras,en cuestiones de amor y de desamor,los cuerpos sensibles pasan por la vivencia del mareo, como Tarzán en Alaska.


Derrick Adams Niño sobre flotador de cisne 2020 Xilografía, serigrafía, tela, collage 88,9 x 104,1 cm

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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