[N. de E.] Este texto conversa con «La noche del corazón» de Marcelo Percia. Para encender sentidos en esta lectura, es preciso haber pasado antes por la noche del corazón.
Al escribir acerca de la vela
queremos ganar dulzuras para el alma
Gastón Bachelard
La llama es un fuego húmedo
Joseph Joubert
I.
«La noche del corazón» es el prólogo que obra como vestíbulo[i] de la novela póstuma de Vicente Zito Lema «Fuegos Mentales. La trágica novela de un poeta en el hospicio», donde asistimos a la conversación vigente de la amistad entre Jacobo Fijman y Vicente.
En La noche del corazón se pone a jugar una conjetura que relumbraba en “Darse al fuego”, y dice: “Acaso la cuestión no resida en si tenemos o no algo que decir, sino en si pasamos por la vida cuidando un fuego. Si pasamos por la vida manteniendo encendida la pregunta sobre en qué consiste cuidar el fuego de la vida.”
No solamente prueba esa conjetura, sino que intensifica su premisa. En La noche del corazón crepita, también, esta pregunta: ¿en qué consistiría cuidar el fuego después de la vida?
La intensificación de La noche del corazón sobreviene al sentir el llamado emocionado a pensar la posibilidad de un dónde para ese después; el llamado a pensar una impresencia de lo que está no estando, o está de otro modo que el de la presencia física. Un tiempo -en apariencia- imposible ese después, que llama a pensar de otro modo la vida, pensarla en una extensión tan desaforada como encantada, más allá de la definición de muerte como no-vida, terminación de la vida, consumación de lo vivo.
Tantas veces las definiciones funcionan como defunciones. La noche del corazón parece trazar un litoral -una litoralidad-, que no corresponde ni a los dominios que establece la definición de vida, ni a los dominios establecidos por la definición de lo no vivo, pareciera el tiempo-espacio extensivo de una sobrevida excedente a todo dominio, y que llamaríamos poética de la amistad.
Quisiera pensar sobre ese fuego que se dispone a cuidar la noche del corazón. Entonces habría que precisar que no se trata de cualquier forma del fuego, el fuego que se mantiene encendido en la noche del corazón es el de la llama de una vela.
II.
“La llama de una vela” es el título del libro que Bachelard (1975) dedica a las ensoñaciones de la imaginación que evoca el encuentro ante el inescrutable abismo de la noche, en el que sensibilidades y llamas se estremecen sin distinción. Al enfrentar la ininteligibilidad de lo umbrío apenas con la llama de una vela, nos es dado percibir que en el temblor de la llama tiembla el cuerpo.
Allí piensa que, entre todas las imaginaciones, las de la llama “llevan una señal de poesía”. La trémula llama en La noche del corazón emite una señal de poesía.
Preciosa imagen la de la llama como una baliza poética que inscribe, en la ilegibilidad de la noche, una puntuación de luz que inaugura una espacialidad en lo informe.
Esa puntuación inventa las relaciones espaciales que llamamos cercanías y lejanías: con su sólo existir, ese titilante punto de luz ofrece orientación a quien lo percibe. De ese modo, la llama brinda una ubicación relativa dentro del espacio, es decir, la llama sitúa a alguien estableciendo una relación. No hay ubicación posible sin la mediación de una relación. No sabemos dónde estamos cuando no hay con quiénes trazar una relación. El con-quiénes inaugura el dónde.
Por eso mismo, la llama sitúa un dónde, al tiempo que ofrece un hacia dónde dirigirse. La llama es una llamada. La señal de poesía acontece como una llamada que sitúa. Bachelard comenta que el libro también podría haberse llamado la poesía de las llamas.
La llama de una vela llama a la poesía. Y por ello, también llama a quienes velan por ella. Así como la llamada de un faro da sitio en la inmensidad a quienes navegan a través de esa temible intimidad entre infinitos que son la noche y el mar.
III.
Cuidar a los muertos se titula el capítulo que inaugura la investigación en la que Vinciane Despret (2021) se pregunta por los modos de existencia de quienes han partido. Allí plantea que quienes han partido precisan cuidados, y que si no cuidamos a quienes han partido, se pierden definitivamente. Ese cuidado consistiría en ofrecer un “plus” de existencia, un suplemento biográfico, una prolongación de presencia, en el sentido de otro modo de ser, no el de la presencialidad fenoménica. No se trata de hacer retornar de lo partido, sino de una tarea de auscultación de los gestos que habilitan la continuación de la conversación.
La procura de esos cuidados supone ante todo darles un lugar, situarles de alguna manera. Escribe: “Esto exige otras cosas más: cuidados, atención, actos, un medio, si no propicio o acogedor, al menos no demasiado hostil. La manera de ser de quienes han partido requiere buenas maneras, maneras pertinentes de dirigirse a ellos y de componer con ellos.”
Pero también implica dejarse instruir por el modo de existencia de lo desconocido mediante un prestar atención a sus modos de llamar: “¿Qué es lo que vuelve capaz de sostenerse a quienes han partido? ¿Cuáles son las condiciones propicias que vuelven capaces a quienes han partido? ¿Qué tipo de gestos los fortalecen y cuáles los ponen en riesgo? ¿Qué necesitan? ¿Qué piden? ¿De qué vuelven capaces a otros seres?”
En esa línea agrega que no sólo se hace necesario hacerles lugar, sino que quienes parten también hacen lugar si se les hace lugar, en tanto dibujan nuevos territorios: “No sólo generan problemas geográficos a quienes quedan -ubicar sitios, inventar lugares- sino que son literalmente geógrafos. Dibujan otras rutas, otros caminos, otras fronteras, otros espacios.”
En Cien Años de Soledad, se cuenta el momento en que la primera defunción ocurrida en Macondo, inscribe al pueblo en las cartografías de la muerte. Recién entonces, Prudencio Aguilar, el fantasma que asediaba a José Arcadio Buendía, encontró el camino para volver a visitarlo: “Tenía mucho tiempo de estar buscándolo. Les preguntaba por él a los muertos de Riohacha, a los muertos que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la ciénaga, y nadie le daba razón, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos hasta que llegó Melquíades y lo señaló con un puntito negro en los abigarrados mapas de la muerte.”
José Arcadio, perplejo por el largo camino que había recorrido Prudencio para llegar a él, y conmovido por la nostalgia, recibe al fantasma del hombre que había ultimado, como a un amigo entrañable y se quedan conversando en la noche hasta que la aurora decreta el fin del reencuentro.
Sin la señalética de la llama, La larga noche del corazón a solas, nombraría un extravío intemporal en una demasía sin indicios de amistad.
IV.
En la penumbra que organiza su lumbre, Bachelard escribe: “Uno se duerme ante el fuego, pero no ante la llama de una vela. (…) Un soñador de lámpara comprenderá instintivamente que las imágenes de pequeña luz constituyen vigilias íntimas.”
La noche del corazón no presenta la consistencia ígnea de una fogata, un fogón, un fuego de hogar, de caldera o de brasero. Esos fuegos enérgicos, vigorosos, exuberantes y abrazadores que se enfrentan contra la noche, detentan otro cometido, más próximo a inducir un dulce embotamiento que arroba al cuerpo con un sopor cálido que lo lleva al adormecimiento.
La llama de una vela es el grado cero del fuego, su modo de existencia menor. Su modo más discreto de existir, es decir, el menos invasivo, el menos abrasivo: el grado mínimo de perceptibilidad antes de apagarse.
Lo pequeño llama a lo íntimo.
Si Bachelard imagina que “lo primero que se aprende del fuego es que no se toca”, la llama de una vela concede la máxima cercanía con el fuego justo antes de que empiece a quemar. La llama es un fuego que casi no quema, un mínimo fuego que ha disminuido en todo lo posible su potencial dañino, afirmándose en el límite de su existir. Un fuego advertido de los peligros del fuego.
Si ante fuegos pesados, voluptuosos e imponentes sentimos el efecto aletargador de la somnolencia, ante la trémula llama de una vela no advertimos la envoltura dulce de los velos del sueño, sino el desvelo de un llamado a la vigilia.
A través de su consistencia gentil de llama de vela, La noche del corazón sostiene la cordialidad sutil de una vigilia íntima. Un desvelo que vela por la amistad durante la noche del corazón.
No conviene confundir un estado de vigilia, con vigilancia. La palabra vigilia designaba cada uno de los cuatro segmentos de tiempo en que los romanos fraccionaban la longitud de la noche, y que hacían corresponder a los cuatro turnos de guardia nocturna que quedaban a cargo de los centinelas, cuya tarea consistía en mantener los sentidos despiertos, vivaces y atentos para percibir el más mínimo signo que indicara que algo podría pasar.
Vigilia indica un estado de víspera, de proximidad, de cercanía sensible con la posibilidad de un acontecimiento. Se trata menos de una voluntad de control para prever lo que va a ocurrir, que de una delicada afinación de los sentidos tendida hacia lo invisible.
Un sentido agudo de la inminencia, la vigilia obra como una intensificación sensorial. Quizá eso que se llama más allá, no sea sino la intensificación del más acá. Lo invisible podría ser una intensificación de lo perceptible.
De ese campo semántico deriva vela que indica tanto el acto de no dormir para estar atento a lo venidero, como el cirio de cera con el que alumbraba la noche quien debía permanecer en vela o debía velar por algo. Desde entonces la llama de una vela es señal de un estado de vigilia en el que velar supone un desvelo que vela por alguien.
Intuye Bachelard: “Donde ha reinado una lámpara, reina el recuerdo”.
La noche del corazón cuenta que dos amigos prometieron encontrarse al final para recitar juntos un único verso “Es muy larga la noche del corazón”. En proximidad a esa promesa, se coloca un fragmento de la novela donde alguien dice: “la noche sirve de guarida para el demonio… y el hospicio es eso… una gigantesca noche”.
La llama que se escribe en La noche del corazón, vela por ese encuentro. Ese fuego cuida el lugar de una promesa.
Velar por- indica una vigilia íntima orientada a cuidar, proteger, salvaguardar aquello por lo que se vela.
En ese sentido, velar es un modo de alumbrar una espera sin llamado. Alumbramiento que no es develamiento, sino disposición de una penumbra: una reserva de casi sombra que cuida a la llama de ser devorada por la oscuridad.
Un diccionario ofrece esta definición de penumbra: Sombra débil entre la luz y la oscuridad, que no deja percibir dónde empieza la una o acaba la otra.
Una espera desnuda en el centro mismo de la noche. Como escribe Juan L. Ortiz, hablando a la poesía, con invencible belleza:
Y no busca nunca, no, ella...
espera, espera, toda desnuda, con la lampara en la mano,
en el centro mismo de la noche...
Vislumbro en estos versos la imagen del fuego que vela en La noche del corazón.
V.
Donde Bachelard escribe: “Creemos que la llama de una vela es, para muchos soñadores, la imagen de la soledad.” La noche del corazón cuenta que también puede ser la imagen de una íntima vigilia por la amistad.
En Velar por lo que importa Despret (2021) comienza citando una novela japonesa titulada “El hombre que lloraba a los muertos”. Allí se cuenta la vida de un hombre que recorre Japón buscando a quienes han partido y han sido olvidados, tras haber oído una voz que le solicita que cuando haya una muerte anónima, esté ahí, para recordar y contar que esa vida existió para alguien.
El protagonista se entrega enteramente al pedido de esa voz, deteniéndose en lugares donde advino la muerte. Consulta a personas que viven en las cercanías de lo sucedido, rastrea huellas, retazos, fragmentos que cuenten algo de quien ha partido, siempre con las mismas preguntas: “¿Quién amó a esta persona? ¿A quién amó? ¿De qué le puede estar agradecido alguien?
Esas preguntas parecen tratar de bosquejar una vida a través de las trayectorias de sus incidencias amorosas sobre el tejido de lo vivo. La escritura de una vida (bio-grafía) se leería entonces como una erotografía: la caligrafía de las huellas amorosas que deja una vida.
Bajo esa perspectiva, la escritura de una vida ya no podría circunscribirse a la estrechez de una biografía personal, no se detendría allí, no encontraría su punto final, sino que sigue extendiéndose a través de las incidencias amorosas que siguen escribiendo sus efectos.
Una vida no sería legible con los ojos del bios, sino con los ojos de Eros. Algo que recuerda el aullido-pregunta de VZL: ¿qué has hecho con el amor mientras el otro sufría? Y que podríamos extender, “poniendo los pies en su huella de mañana”[ii], de esta manera: ¿Qué haremos con el amor mientras otros no están?
La noche del corazón se escribe atendiendo a esa pregunta: al leer, sentimos amor por esas amistades que se esperan al final de un verso.
La trémula llama de la amistad que vela en La noche del corazón aviva el fuego de esas vidas, las hace durar, insuflándolas en el corazón de quienes leen.
Llamamos poética de la amistad a esa transmisión de la emoción por una vida. A hacer pasar lo que afecta, hacer pasar lo que recibimos, para darle otra vida.
VI.
Una última de Bachelard dice que [al encender una llama en la noche] “La pieza se asombra de esa felicidad que perdura. Gracias a la lámpara una dicha de luz baña la pieza del soñador”.
Quizás, encendida la trémula llama de la amistad en la noche del corazón, la extensión de la noche pueda ya no ser una larga y gigantesca tiniebla, sino una reserva poética de amistad, protegida por la penumbra íntima de una llama que vela en el centro de la noche.
Un santuario para santos y lobos.
[i] La raíz de vestíbulo es el vocablo vesta, que en la mitología romana designa el nombre de una antigua deidad indoeuropea, diosa del fuego del hogar y protectora de hogares y templos. En la mitología griega se corresponde con Hestia, diosa olímpica que personifica el hogar. Cuentan los himnos homéricos que fue célebre por ser la única, entre las deidades del olimpo, que se abstuvo de participar en guerras.
[ii] Percia, M. (2024) La noche del corazón. Publicado originalmente en https://lateclaenerevista.com/la-noche-del-corazon-por-marcelo-percia/
Bibliografía conversada:
- Bachelard, G. (1975) La llama de una vela. Ed. Cuenco del Plata. Bs. As. 2015.
- Despret, V. (2021) A la salud de nuestros muertos. Relatos de quienes quedan. Ed. Cactus. Bs. As.
- Percia, M. (2025) Darse al fuego. Publicado en https://www.revistaadynata.com/post/copia-de-darse-al-fuego-marcelo-percia
-Percia, M. (2024) La noche del corazón. Publicado originalmente en https://lateclaenerevista.com/la-noche-del-corazon-por-marcelo-percia/
-Zito Lema, V. (2024) Fuegos Mentales. La trágica novela de un poeta en el hospicio. Ediciones Locolectivo. Bs. As.

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