Hablar de una muerte supone la invención de una distancia con el morir.
A Horacio González se lo recordará con una imagen de Jeremy Taylor (1667): erraba por los caminos con una antorcha en una mano y un cántaro en la otra. El agua, para apagar el infierno; el fuego, para incendiar el paraíso.
El infierno se representa como dolencia sin fin. Mientras el paraíso se imagina como tiempo sin dolor.
Ni infierno ni paraíso. Ni tormento eterno ni bienestar plano.
Horacio González supo habitar el “ni”.
Vicente Zito Lema, en una conversación, leyó palabras de despedida a Horacio González. En un pasaje se refirió a "la buena espera”.
Tal vez, en eso consiste lo que se puede ante la muerte: obrar una buena espera.
Mientras negaciones y desmentidas actúan como defensas solitarias ante lo insoportable.
Mientras hipocresías fingen no ver lo que están viendo.
Mientras falsías quieren conservar prerrogativas.
Mientras privilegios optan por la ceguera voluntaria.
En estos días, despedidas se desprenden el amor de la piel.
Se suele decir que, para pensar, cada existencia necesita combatir contra sí misma.
Pero, no hace falta pelear contra una ficción. Se necesita partir desde allí. Aventurarse más allá del conocido reflejo de los espejos.
Su muerte recuerda esa necesaria rajadura.
Pasantes, nada más que eso; aunque todo lo que hacemos procure negarlo.
Su muerte disemina la responsabilidad de seguir pensando. Volver a leer sus páginas para interrogar cómo hacerlo. Retomar sus zigzagueos para aprender de los desvíos. Entregarse al vértigo de pensar con la amorosa concentración que le supimos.
Horacio González puso en escena un pensar que se desplegaba y replegaba pulsado por azares meditados.
Practicó la nocturnidad de una lengua que imitaba desvaríos y ocurrencias de los sueños.
Se conoce la versión hiriente del refrán que dice: “Mal de muchos, consuelo de tontos”.
Una sentencia que recomienda diferenciarse de la multitud o consolarse en ella para hacer más llevadero un infortunio solitario.
Pero no conviene razonar así.
Mal de muchas vidas amplifica dolores y entrama tristezas.
Mal de muchas vidas detecta privilegios de unos pocos poderes.
Mal de muchas vidas moviliza una común revuelta.
Horacio González ofició el malditismo pensante.
Una obviedad que, sin embargo, necesita volver a decirse: vivir supone convivir.
Lo conviviente indica mucho más que una convivencia, desborda la empecinada ficción personal de tener una vida propia.
Horacio González practicó una vida inapropiada.
Pero, cuánta muerte.
Estamos atascados en la tanta muerte.
Soledades que sentimos levitan como miniaturas de la historia.
Fuente: Revista la Tecl@ Eñe. Buenos Aires, 5 de julio de 2021.
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